DIEGO GIORDANO: POSTALES DESDE LA GENERACIÓN PERDIDA

Con la publicación de Los trenes ya no vuelven más, su tercer libro, Diego Giordano regresa sobre la historia de una generación que crea para encontrar algo de sentido en una ciudad sin marquesinas ni reconocimientos.

 

La lengua popular dice: “cómo”, “cuándo” y “por qué” son demasiadas preguntas para hacerle al destino. Sin embargo, nuestra pretensión es menor puesto que Diego Giordano no es el destino, aunque, mirando con cuidado, puede que detente un mismo halo misterioso.
Giordano está corrido de las luces de los medios, quizás ajeno a lo que transcurre de forma cotidiana. Sin embargo nunca está ausente ni cortado: su mirada no pierde ningún detalle sustancial. Fuera de las redes sociales y sin necesidad de flashes que iluminen su ego, aparece únicamente cuando tiene para compartir: cuando sus notas son publicadas en los medios en los que colabora o en su propio blog, el imprescindible La conspiración del ruido. Guardado en su labor, se ubica a siete galaxias de la creciente ola de cabezas flotantes que bombardean los sentidos a toda hora regalando banalidad gratuita en una campaña constante por reproducciones y likes. De forma discreta, se concentra en contenidos que salten el cerco del porteñocentrismo, procurando producir artículos que tengan una trascendencia que no se agote ni en la General Paz ni en tendencias cada vez más pasatistas y fugaces. Con décadas de oficio a sus espaldas hace uso de su ojo avizor, inyectando energías donde sea necesario o considere relevante.
Desde hace buen tiempo que el periodista convive con el coordinador de Ediciones Musicales Rosarinas de la Editorial Municipal de Rosario. Tal vez haya mucho de complementación en ambos oficios de la misma forma en que sus otros roles lo hicieron antes. Habría que preguntar para establecer límites. Si Giordano escucha preguntas, responde atento, pero con tanto por contar, es mejor cortar. Dos colegas de su generación coinciden en algo: escribir sobre Diego significa cortar y recortar. Él mismo aclara algo que lo marcó a fuego en sus primeras semanas en el oficio de periodista: la escritura se tiene que entender, tiene que ser concisa, evitando caer en barroquismos que confundan. Buen punto.
Como coordinador de las Ediciones Musicales de la EMR fue vital para plasmar proyectos que hoy parecen impensados: discos de Dante Grela, Alexander Panizza, Litto Nebbia, Aldo Antognazzi y Ramón Merlo, entre otros. El catálogo de la EMR, además, arroja resultados de balizas generacionales como Mi Nave, Alto Guiso, Alucinaria, Julián Venegas y la lista podría seguir. En un trabajo comprometido, el esfuerzo de todo el equipo de la EMR llevó su catálogo a los oídos atentos de diversas provincias argentinas dejando saber que la producción cultural de Rosario tenía mucho más para brindar que la anquilosada trampa de la rosarinidad.
En los últimos treinta años, Giordano caminó la ciudad habitando una sucesión de pieles que se confunden hasta volverlo un personaje único. Músico, periodista, crítico, emergente de letras, gestor cultural, trabajador constante. Con el paso del tiempo esos roles se fueron ensimismando, por momentos de forma complementaria, a veces generando fricción. Finalmente, convirtiéndose en un corset imposible. Entonces llegó la hora de pasar a retiro efectivo alguna de esas pieles. Así, el baterista cerró su historia con un gesto contundente: vendió todo, literalmente. El gesto rabioso de vendo todo me voy a la mierda escondía una verdad: Giordano necesitaba relocalizarse en otro lugar de su vida a partir de su deseo. El periodo del músico se había acabado. Desde su interior había surgido otra persona, una que quería escribir, revolver archivos de aquí y de allá; una que sería tan inquieta como siempre aunque con la libido en otro frente. Giordano dio el primer paso para adentrarse en algo más que inquietud, se trataba de una profesión. Una que no soltó jamás.

Los trenes ya no vuelven más: el primer disco de Punto G y el final de los 80 en Rosario llegó sobre finales del verano de 2022. El libro fue publicado por Vademécum, continuando la relación que se inició en 2019 con Uniendo Fisuras, dedicado a la conquista continental de Soda Stereo. Este nuevo trabajo se enlaza con su primer esfuerzo, Inédito. Rock Subterráneo en Rosario, 1982-87 (Yo soy Gilda, 2013), aunque surgió como una propuesta inesperada de Roque Di Pietro, director de la editorial Vademécum.
Roque apenas pudo terminar de pronunciar Punto que Giordano ya había aceptado. El reflejo inmediato de Giordano resulta entendible: se trataba de una banda fundamental para el rock de la región que todavía no había sido relevada de acuerdo a su leyenda. Además, la historia de Punto G era irresistible: una banda de amigos de una ciudad pequeña a la que se les muere el líder cuando se mudan a Rosario. Obligados a reformular toda la banda, ganan un concurso que los hace firmar con CBS y tocar en el Chateau Rock. Después cae la hiperinflación, llevándose puesto todo un país. Sin contrato y sin estructura alguna se mandan a producir un disco independiente en el año 90, algo demencial para la época. En el panorama nacional la autogestión y la independencia constituían una rareza, excepto por dos excepciones: MIA (Músicos Independientes Asociados), de la familia Vitale, proyecto artístico y musical que adoptó la autogestión y la libertad creativa como banderas; y Patricio Rey, que todavía no había hecho escuela como usina autosuficiente.
Inocencia perdida, angustia y golpazos sin épica, excepto unas canciones que habrían de sobrevivir a todo: el tercer libro de Giordano funciona como una historia coral que se vuelve rizomática para las mentes curiosas de una ciudad con una mitología abundante y repleta de artistas que aguardan ser descubiertos, aun cuando hayan transcurrido más de tres décadas.
Tanto Inédito como Los trenes ya no vuelven más equilibran una ecuación que iguala a Rosario y toda su zona de influencia con la atopia de Beatriz Vignoli en DAF (Bajo la luna, 2014): sueños, talento y urgencia chocan de forma obscena con una realidad emperrada en dejar claro que Dios atiende siempre en otro lado.  El derrotero de personas-personajes terminan por convertirse en un baile de cabotaje celebrado por protagonistas y testigos eternamente atados a la causa perdida, entre cicatrices de derrotas y resistencia irresistible. Realidad y ficción se entremezclan entre páginas de tres libros que, con sus diferencias, retratan a una ciudad que transforma a los soñadores en sommeliers de derrotas que siguen adelante a pesar de todo. Se trata, sin más, que postales de una generación perdida que crea (literatura, música, poesía, fotografía) para encontrar algo de sentido.

Los trenes ya no vuelven más es una entrevista coral que se lee de una sentada. Entre embriagadora y sorprendente, la historia esconde algunas curvas inesperadas que van más allá de la mera historia de la banda: el desfile de personajes y sucesión de modismos generan una curiosidad quema páginas.
La realización del libro implicó un proceso de investigación y meses de entrevistas a más de cuarenta personas-personajes. Afortunadamente, todo transcurrió en tiempos pandémicos lo que contribuyó a lograr cierto ánimo revisionista en lxs involucradxs.
Llevando a cabo las entrevistas, Giordano cayó en cuenta que la cantidad de información relevada era abrumadora. Poder procesar esa data sin editar y pasar el borrador, sería una empresa imposible.
“Los testimonios en sí mismos eran muy interesantes. Las mismas inflexiones lexicales que usaban los entrevistados a la hora de hablar escondían la época. No iba a poder traducir eso. Mi presencia iba a molestar”, comparte Giordano. “En Inédito ya me había pasado: cuando ponés a una persona a hablar de algo que vivió a los 20, ya cargando con 45, empieza a hablar como lo hacía en aquella época, con el lunfardo de aquellos días”, explica.
Adentrado en el libro, el periodista tuvo una revelación: un mismo suceso contado desde cuatro perspectivas diferentes generaba una cualidad cinematográfica. En ese sentido, a medida que avanzan las páginas de Los trenes ya no vuelven más toman ribetes briandepalmescos, puntualizando diversos sucesos desde una polifonía de voces que va contagiando de intriga al lector para, finalmente, no dejar a nadie en un lugar demasiado seguro ni cómodo. Quienes vivieron los episodios que componen la leyenda de Punto G seguramente reaccionarán de acuerdo a su experiencia. Aquellas personas que no lo vivieron, buscarán más testimonios, indagando a su alrededor.  En todo caso, el trabajo amplificador de Giordano asegura emociones. La última afirmación se trata, como dice la expresión popular, dato, no opinión: cada portal de diarios, revistas, radio o televisión que publicó una nota respecto al libro recibió decenas de comentarios que volvieron sobre lo sucedido en el anfiteatro citando a Poxi Beat, defendiendo a Punto G, recordando el contexto político o comentando el sonido de la banda en aquellos años.

Durante la infancia de Diego, en la casa familiar no se escuchaba música. Sus viejos no fueron melómanos. El contacto real con la música llegó a través de los cassettes de sus hermanas mayores, unos TDK grabados con una variedad irrestricta que se rotulaba bajo un “variado” escrito en birome o fibra. Darle play significaba encontrarse con un tema de Silvio Rodríguez seguido por algún hit de Abba o un clásico fogonero de Sui Generis. ELO podía contarse como lo más moderno. Mientras tanto, en la radio la frecuencia modulada empezaba a tomar un vigor generacional fundamental, acercando una información más cercana a las nuevas olas.
Con sus viejos todo el día laburando y sus hermanas viviendo sus respectivas vidas adolescentes, la casa quedaba libre y un Giordano niño disponía de soledad absoluta. Ese tiempo era, en pocas palabras, un llamado a la curiosidad. Con la FM imponiendo su protagonismo rutilante en la cotidianidad de la juventud de los 80, la atención del púber Giordano ya tenía un pasatiempo asegurado. Las largas horas en solitario se matizaban con radio y una corriente de información que catalizaba la curiosidad propia de un jovencito en pleno proceso de establecer su subjetividad.
A la par de la radio, había un universo impreso que apuntalaba la data que llegaba día a día: “Yo pasaba mucho tiempo solo. Por entonces había arrancado la FM. Mi tarde en casa era hacer la tarea, hacer dibujitos y escuchar la radio. Mi viejo tenía una cuenta en el kiosco de diarios de la cuadra. Siempre sacaba las de fútbol, con El Gráfico a la cabeza”. De un día para otro, el clásico semanario deportivo cayó en la escala de prioridades, siendo relegado por Pelo, Cantarock, Rock & Pop, El Musiquero y otras publicaciones de cultura joven, especialmente dedicadas al rock.
Cuando esa data empezó a filtrarse, de manera inexorable, hubo un pedido explícito a las hermanas mayores: que trajeran cassettes de Virus o Soda Stereo. Tiempo más tarde, ya con la edad suficiente para acercarse al centro por su cuenta, empezaron las incursiones a las disquerías, actividad que no cesaría hasta que las responsabilidades de una vida adulta pusieron limitaciones a su bolsillo.
Entre tanto, mientras se acercaba a los 10 años, un evento disruptivo tomó lugar: descubrió que su vecino tocaba la batería. Se trataba de Ariel Prados, de Ojo Francés, banda que en 2012 Giordano relevó en Inédito. “Caer a su casa y ver que el flaco tenía una batería o los posters de The Police, era como toparse con un OVNI. Encima un día fuimos a ver Ojo Francés. Ese fue el primer recital al que fui”, recuerda. “Me llevó mi mamá porque, claro, era mi vecino. Obviamente, era mi ídolo. También recuerdo haber caído en un ensayo de la banda. Para mí era ver, no sé, un ensayo de Radiohead”, apunta, manos en el aire.
Ese primer avistaje de una batería funcionó como una incepción. Al principio el impacto fue silente. Con el paso de los meses, a medida que toda la nueva información se iba asentando, la cuestión se volvió intratable (para su familia). Diego quería tocar la batería. ¿Qué otra cosa podía hacer ese niño curioso más que insistir hasta lograr el visto bueno de sus padres? “Rompí tanto las pelotas que a los 10 años mi vieja me mandó a estudiar batería”, ríe Giordano.
En las profundidades del niño había comenzado un proceso transformador: era demasiada información. “Fue todo un combo que se unió”, confirma.
Las clases de batería llegaron con Diego Fader Pasqualis, un profesor que calzaba otra edad. Esas lecciones impartidas fueron un portal hacia universos desconocidos: por un lado, la fascinación por el instrumento, la entrega hacia el aprendizaje y a un mundo propio al que entregarse por completo. Al mismo tiempo, su profesor Pasqualis era un avezado entendedor del rock argentino de los 60 y 70. Invisible, Manal, Pescado Rabioso, Aquelarre: Diego empezó a curtir una cantidad de música que fue expandiendo sus sentidos hasta alcanzar otra sensibilidad. El buceo recién estaba comenzando.
El vínculo con Pasqualis tomaría otra magnitud tiempo más tarde, cuando éste invita al joven Giordano a sumarse a su banda, Tierra de Nadie, como percusionista. Según comparte “fue una locura. De la nada estaba tocando con tipos que tenían 15 o 20 años más que yo. Venían de extracciones diferentes, pero que escuchaban muchísima música. Todos melómanos. Fue una escuela muy veloz. Tenía 16″.

La biografía que se repite entre los resultados de Internet y sus libros indica que Giordano fue baterista de tres proyectos: Mortadela Rancia, Killer Burritos y Lanzallamas.
Con la era digital acortando las distancias, acceder a ese material de décadas atrás simplemente demanda un clic. Tanto Ciudad Paranoia como Lanzallamas y Cero Uno se encuentran dando vueltas en la rocola infinita que es la Internet, generando escuchas tardías, reacciones primerizas y nostalgia. Darle play al material que grabó Mortadela Rancia y Lanzallamas es escuchar a un Giordano apuntalando temas donde la canción eléctrica oscila entre el rock argentino más sútil y las postrimerías del rock alternativo de los noventa.
Cuando Giordano dejó de lado la batería pocas veces miró atrás, al menos de forma oficial. Las generaciones musicales que activaron su historial a partir del 2003 conocieron de forma integral al Giordano periodista, entendiendo que su pasado tenía un peso sustancial con bandas que supieron envejecer muy bien y con canciones que fueron salvaguardadas por la gente entre los vaivenes de la economía argentina, el estado de la industria discográfica y el siempre rengo circuito musical rosarino.
Nunca sepultado definitivamente, el Giordano batero tomó su lugar tras los parches en ocasiones especiales. Entre ellas se cuentan un trío ad hoc en McNamara junto a los hermanos Rodrigo y Gonzalo Aloras en el verano de 2010 o la reunión de Mortadela Rancia en el Anfiteatro municipal en marzo de 2012, en el marco del evento Cuatro bandas, cuarenta años. Más lejos de los flashes y en clave trasnoche, en noviembre de ese mismo año, formó parte de la celebración lisérgica titulada Rolling Stoned, en Café de la Flor, junto a un pequeño seleccionado de músicos que reimaginaron a sus Majestades Satánicas por una única noche salvaje.
Las ocasiones más extensas y crudas, sin embargo, estuvieron lejos del ojo público. Se dieron en algún rincón perdido de Pichincha, cuando Giordano y un puñado de compinches se juntaban a tocar just for kicks en una sala improvisada, en la profundidad de un edificio anónimo, sin vecinos a 50 metros a la redonda. Esas ocasiones son recordadas como mero disfrute; un placer de juntarse a tocar únicamente para hacer ruido y música.
Mientras que la batería, en un primer momento, significó un portal hacia el crecimiento mental y espiritual, con el paso del tiempo la actividad se convirtió en una combinación de catarsis, disfrute y hobbie. El periodismo, por su parte, logra un rol esencial para Giordano: le otorga lucidez porque mantiene su cabeza en movimiento. De esa forma, el periodismo sigue siendo fundamental en su vida.
El proceso que hizo Giordano de baterista a periodista fue una progresión natural. La convivencia entre ambos perfiles se había agotado hace rato. Sostener ambos frentes demandaba demasiado tiempo. La escritura, por su lado, irradiaba un magnetismo más placentero. La tentación fue demasiada. “Yo era el músico que se moría por escribir”, comenta Giordano, pensando en aquella pseudo polémica que tomó lugar en el rock porteño de los 90, entre músicos y periodistas especializados.
En 2001, luego de la aparición de Cero Uno, segundo disco de Lanzallamas, Giordano concluyó su faceta de baterista. O algo así. “Cuando terminé con Lanzallamas me llamaban otras bandas para tocar”, cuenta. No había chance. Con su deseo claro, tomó una medida que no dio pie a confusiones: vendió la batería. Ese sanseacabó resultó una salida eficaz para el codiciado músico: ante cualquier invitación jugaba la carta de no puedo tocar, vendí la batería. Con el dinero que ingresó por la venta de su instrumento Giordano se fue de vacaciones. Cuando volvió se dedicó a lo quería: leer, escuchar música, escribir.

A principios de los 2000, junto a un puñado de talentxs de la Escuela de Letras, Giordano fundó y editó la revista RIEL (Revista de Investigaciones y Estudios Literarios), dedicada a la literatura de Rosario. Si bien la revista corrió la misma suerte que decenas de publicaciones de la Argentina post 2001-02, el grupo logró publicar cuatro ediciones que ahora se conservan en bibliotecas particulares. Entre esos números aparecidos, la troupe se encargó de saciar su curiosidad sobre la literatura clásica y rosarina. De ahí se desprende un sistemático relevamiento sobre las novelas publicadas en la ciudad entre 1996 y 2003. De la misma forma, el equipo editor pone el foco sobre autores de finales del siglo XIX. Además de ese tipo de estudios sobre la narrativa rosarina, recorrer RIEL arroja resultados fascinantes, por ejemplo, toparse con páginas de -por aquel entonces inédita- DAF de Vignoli.
Giordano llegó a un efervescente El Ciudadano siendo un estudiante avanzado de Letras que también había editado discos con Mortadela Rancia y Lanzallamas. Además, ya esgrimía una década de buceo intensivo en la cultura rock, husmeando por los ceniceros de la historia y en aquellos recovecos que resultan poco estimulantes para la masividad. Aún con todo ese background, se reconocía como un principiante. Así lo entendía por entonces y lo ratifica en 2022, con la franqueza que lo caracteriza. “Tenía un bagaje de música considerable, pero no lo tenía sistematizado. Era una cuestión de gusto. Cuando empecé a trabajar en el diario lo tomé por otro lado. Ahí sí fui sistematizando”, precisa. “Afortunadamente trabajaba con Carolina Taffoni. En ese sentido, Caro tenía un sistema muy claro del rock. Ella era un modelo y trataba de seguirla en su forma de encarar la cosa”, agrega.
El periodista y escritor hace hincapié en un detalle muy particular que compartían las secciones de Cultura y Espectáculos: darle prioridad a la producción artística local. “Era algo irracional”, ríe al describir esa decisión compartida casi por unanimidad. Por entonces, La Capital, decano de la prensa argentina y el principal diario de Rosario y la región, llenaba sus columnas de contenidos de Buenos Aires, una lógica que prevalecería por años hasta hoy.
Giordano apunta un suceso que resultó seminal en su concepción de lo que es el periodismo cultural: en 1998 se armó un festival musical titulado Bandas en Puerto, que posteriormente tendría una compilación editada en CD. En el evento los diez grupos fueron tocando en el anfiteatro, en diferentes jornadas. Giordano y Taffoni realizaron una cobertura completa con cada una de las bandas participantes, incluyendo entrevistas, además de cubrir cada noche del festival. “Eso fue fundante para mi percepción de lo que debía mi trabajo como periodista en la ciudad en la que vivo. Estoy seguro que otros diarios locales no hicieron nada con eso”.
Hasta ese momento eran contadas las oportunidades en que el periódico fundado por Lagos y Carrasco le dedicaba espacio real -por fuera de gacetilla o pregunta de rigor/ley del menor esfuerzo- a expresiones locales. En los medios rosarinos regía un paradigma que nunca se terminó de caer de forma definitiva: se le hacía una nota a alguien de la ciudad una vez encontrase éxito o reconocimiento en Capital Federal. El Ciudadano descartó eso por completo, optando por salir a las calles, volcarse a los detalles de lo que sucedía allí para reflejarlo en páginas que iban creciendo, al igual que su tirada.
Giordano recuerda los 18 meses que duró ese primer Ciudadano como una escuela donde se encontró cara a cara con el oficio que tanto anhelaba años antes. Las lecciones de aquel periodo fueron fundamentales para todo lo que habría de venir más tarde, fuesen otros diarios u otras ventanas de periodismo cultural.
“Recuerdo esa redacción como un lugar donde aprendí a trabajar y a resolver una nota en 90 minutos porque tiene que salir al día siguiente y todos los días es así”, comparte con un entusiasmo que, otra vez, expresa alzando las manos.
Por entonces, la sección Espectáculos y Cultura estaba integrada, entre otros nombres, por Martín Prieto, Nora Avaro, Caro Taffoni, Miguel Passarini y Juan Aguzzi. “Era un plantel de recontra lujo. Era buenísima”, remarca.
“Era ridículo pensar en esa validación de Buenos Aires”, observa Giordano. “Además era un valor ver ese compromiso en mis compañeros”, cuenta, mientras sus manos vuelven a la carga. “Verlo a Miguel Passarini que conocía a todo el mundo del teatro. Iba a ver todas las obras de teatro local. Le dedicaba mucho tiempo y mucha cabeza a escribir sobre esas obras. O Juan Aguzzi entrevistar a los realizadores audiovisuales rosarinos. Todo eso fue fundamental en mi percepción y convencimiento de que ese es el periodismo cultural que hay que hacer. Hay que contar lo que pasa en tu ciudad. No estoy diciendo que no podés escribir un libro sobre David Bowie, ojo. Pero vos también vivís en un lugar que no es el lugar donde vivió Bowie, cuyas lógicas y dinámicas responden a un montón de cosas que son las que te atañen a vos. O sea, lo mismo que le pasa a un artista de teatro es lo mismo que te pasa a vos cuando vas al supermercado o tomás el colectivo, es parte de tu entorno”.

 

Por Lucas Canalda y Flor Carrera Ph

 

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