Con las presentaciones de Las Turbinas, Mora y Los Metegoles y Los Riel, Folkin Fest celebró su quinta edición en un Centro Cultural España Córdoba colmado por público joven. El ciclo itinerante renovó su apuesta afectiva por la integración federal mientras construye comunidad y se anima a soñar con más.
Texto por Lucas Canalda / Fotos de Matías Egea
La identidad no se busca, se trasciende. Como suceso cultural, Folkin Fest se hace fuerte en los detalles de escala humana -los abrazos entre la gente presente; la cercanía; las sonrisas; los saltos- que marcan una narrativa afectiva fundamental que se extiende a través de los hechos que anteceden: Folkin es un ciclo que pretende mostrar la diversidad, el talento y la fuerza que tienen las escenas emergentes del interior argentino. Iniciado en 2019, el festival realizó cinco ediciones de forma itinerante, con propuestas sonoras de Jujuy, Salta, Córdoba, La Plata y Buenos Aires que fueron complementadas por agentes de otras disciplinas como la fotografía, el arte gráfico y el diseño audiovisual.
La narrativa de mencionados detalles aparece una y otra vez al repasar la historia del festival. No se trata de mero color, en todo caso hablamos de la posibilidad de observar trascendencia mientras sucede, con esfuerzos que denotan un pacto afectivo detrás de toda la apuesta. En cada edición, además del presente, se siente el ayer y el mañana: detalles que nos dejan saber cómo llegamos a éste aquí y ahora.
Según indica el núcleo organizador de Folkin, la apuesta es “llevar la nueva cultura musical independiente del interior, con sus procesos de autogestión y pertenencia, a todos los rincones del país generando un espacio de identidad local, de divulgación y de expansión”. Al mismo tiempo, las partes responsables afirman que el esfuerzo se concreta “dentro de un marco de igualdad de género, así como también en la búsqueda de una correcta educación sobre la industria cultural que nos atraviesa”.
Entre hechos y detalles, podría afirmarse que Folkin Fest construye, paso por paso, una historia diferente. La palabra pertenencia no pasa desapercibida: el festival se concentra en potenciar una comunidad que va más allá de Córdoba. Hay una dimensión consciente de lo federal, asimilando aprendizajes de las diversas regiones del país, entendiendo tanto idiosincrasias como problemáticas. Ahí, entre creación, pasión, constancia, frustraciones y resistencia, reside la trascendencia. Es la apuesta a crecer confiando en lo humano. De eso versan los párrafos que siguen.
La primavera se insinúa en las calles de la ciudad de Córdoba. Es jueves 28 de septiembre, la gente anda en remera, exhibiendo brazos pálidos de invierno. Cuando las puertas del Centro Cultural España Córdoba (CCEC) se abren, a las 18hs, un centenar de personas ingresan al auditorio para conciertos, cubriendo gran parte del tercer patio. Al principio es sencillo definir a lxs presentes: jóvenes que no superan los 22 años, luciendo remeras de las nuevas olas argentinas, aunque también con guiños varios a los años 90.
A medida que transcurren los minutos, la heterogeneidad va en ascenso, junto con la asistencia. Gente recién salida de la facultad, del trabajo y hasta del colegio, van encontrando su lugar. Para el final de la noche, algo más de 300 personas se hicieron presente en Folkin. Definirlas, en los claroscuros del auditorio, se vuelve tarea ardua. No obstante, hay algo en común, todos y todas están para disfrutar, conectando de manera personal. Hay público vieja escuela de Los Riel, de cuando eran un dúo y no portaban artículo. También, agite inmediato para Las Turbinas, evidenciando un puente directo entre Córdoba y Salta. Finalmente, Mora y Los Metegoles, en clara sintonía generacional, se divierten con cada paso porque es hora de aventuras.
Durante poco más de tres horas el ciclo presenta una seguidilla de secuencias que rebasan la centralidad del escenario. En el hall del CCEC, una feria de arte impreso presenta, entre otrxs, a ilustradorxs y fanzinerxs como Gretel Humbert, Rosario Nardi y Victoria Domínguez. En los pasillos, entre bancos y sillones, el público descansa, generando diferentes islas de -ya no tan- desconocidos, articulando diversas charlas: bandas, discos, remeras, recis, zines. Palabras van y vienen, entre latas de cerveza, vasos de vermut y agüita.
Hay algo satisfactoriamente sustancial en el festival. Hablamos de un encuentro estimulante, repleto de movimiento, donde la información se cruza con la curiosidad, siempre sosteniendo una escala humana. Ese último punto se vuelve crucial en una era donde el eventismo se fagocita toda experiencia hasta reducirla a una publicación de feed que se esfuma en segundos. Los festivales que mantienen dicha escala humana pertenecen a una comunidad que existe como una inequívoca postal de resistencia y apuesta por el futuro. La comunidad es un aspecto fundamental de nuestra experiencia en la música: tiende a unir a las personas, formando vínculos que de otra manera no existirían. En el caso de Folkin, entre itinerante y federal, la apuesta es mayor, demandando, sobre todo, paciencia y constancia. El esfuerzo conecta diferentes culturas, promoviendo la diversidad y el crecimiento. En una contemporaneidad que se caracteriza por lo efímero, Folkin es una baliza necesaria.
La circulación de gente empieza desde temprano, generando un flujo sostenido por todo el centro cultural de calle Entre Ríos. Hay quienes consiguen su lugar inmediatamente, mientras que otrxs optan por tomar mates en el pasillo, revisar la feria o beber algo en la barra.
En el camarín las tres bandas aprontan sus listas. Usan fibrones y biromes para enlistar las canciones, cuadruplicando o quintuplicando la operación analógica.
Un metegol considera prepararse un fernet. Otro se ocupa de las listas para todo el grupo. Mora Palvi, sin soltar la guitarra, curiosea qué están dibujando en la lista. Las Turbinas, por su parte, evalúan qué canción tiene que ser la primera. Mora Riel, de forma discreta, resuelve detalles concernientes a sus pedales.
“Che, re que hay gente ya”, indica otro Metegol que entra, agua mineral en mano. Es la señal esperada. Todo parece estar listo. Público puntual, bandas preparadas, productores contentos porque el cronograma marcha de acuerdo a lo planeado.
Por todo el España Córdoba suena Buenos Vampiros, Morrissey, Mujer Cebra, Tame Impala y Vampire Weekend, además de otras tantas bandas seleccionadas por DJ Tote Molina.
Antes de salir a escena empiezan los cánticos y las arengas que van creciendo a medida que se acerca la hora. El ánimo es saludable.
Cuando Las Turbinas enfilan hacia la puerta se multiplica el aliento de parte de sus colegas. La música se enciende. Es ahora.
“Hola. Somos Las Turbinas y venimos de Salta”. No es necesario aclarar mucho más. Todavía con el sol arriba, la banda arremete con un sonido dosmilero que suelta a la gente. La responsabilidad de abrir el festival no les pesa un segundo. Tocan «Helado», uno de sus singles. El escenario ya está inaugurado.
Las Turbinas está integrada por Reina Cobo Roncal en batería y voz, Natalia Lorenzetti en guitarra y voz, Pol Cardón en bajo, Kumo Caro Roselli en segunda guitarra y Camila Solis en teclado. Tienen un disco debut próximo a publicarse sobre finales de año.
La lista del quinteto salteño se compone de once canciones, entre ellas «Espirales», «Mala onda», «Contradicción» y «Qué decirte». Desde la formalidad, la mayoría de los temas permanecen inéditos, por lo que, en dos ocasiones, la cantante jura que salen “prontito, posta, en serio”.
La frescura desinhibida de Lorenzetti frente al micrófono rompe el hielo de inmediato. Cuando presenta a la banda repite que “somos Las Turbinas”, esbozando un growling que, según confía, estuvo practicando. Luego de dos intentos, a la tercera es la vencida, lo que es celebrado entre aplausos y risas.
El quinteto tiende a los estribillos, sosteniendo un ritmo que puede ser bailable, en clave dance-punk, mientras mantienen una contundencia guitarrera en tercer plano, más como consistencia que como ataque.
«El boludo de la Amarok» es un improbable himno que unifica las regiones dominadas por el monocultivo. La banda hizo canción el padecimiento de las calles de cinco provincias y decenas de ciudades que están repletas de personajes impunes detrás del volante, paseando sus complejos freudianos, entre hostilidad, egos e inseguridades. Por encima de la caracterización del personaje y el título ganchero, la canción evade el tono condescendiente o sobrador, optando una bajada clara: no voy a entrar en tu juego violento. Las Turbinas canalizan frustración y logran una radiografía de un animal urbano que se multiplica. Entre perspicacia y humor la banda logra su mejor perfil, sin necesidad de estridencias ni redundancias.
El agite se concentra al frente, aunque también se estira hacia otras ubicaciones, con brazos arriba, pedidos de canciones o gritos de color, por ejemplo, “Dale, guache” o “Compartí la birra”. Sin vallas de contención que delimiten, la cercanía se traduce en calor inmediato.
Tanto Los Riel como Los Metegoles se diseminan entre el público, mirando el show de la primera banda. El festival transcurre en esa atmósfera de cordialidad, bajo un pacto tácito de disfrute que hace un puente de la música. Dentro de ese círculo retroalimentado por la química humana, el afuera parece completamente ajeno: no importan el conteo de likes; los algoritmos no pueden medir el efecto contagioso de las canciones; el cartel saltea al hype digitado por productoras, managers y medios consagrados al mejor postor. Se celebra, por un rato, el encuentro. No es poco.
“Fue re lindo el recibimiento”, comenta Roncal, ya debajo del escenario. “La primera experiencia fuera de Salta fue increíble. Es acogedor saber que te escuchan y lo disfrutan”, afirma la baterista.
“Siempre está ese pánico sobre cómo va a reaccionar la gente. La cercanía se sintió, lo que significa que funcionó”, comparte Lorenzetti. “Salir de tu ciudad siempre es liberador. Ver toda la gente encendida a las seis de la tarde…keeeee. Fue hermoso. Es confirmar que lo que estás haciendo no está mal”, agrega la cantante y guitarrista.
Acerca del curioso hit que es «El boludo de la Amarok», Roncal señala que “nació en la calle, justo en un conflicto mientras cruzaba. Se piensan que son dueños de la calle. Fue una descarga: para no quedarme con toda la bronca adentro escribí la canción”.
Luego de la despedida del grupo salteño, todxs lxs músicxs vuelven inmediatamente al camarín. Adentro, es Palvi quien comanda el agite, cantando en clave tribunera “Lasturbinas/lasturbinas/ lasturbinas”, abrazando a sus colegas. Diez minutos más tarde, cuando llega su turno de tomar el escenario, Palvi abandoná el camarín, con su guitarra colgada y todavía alentando “Lasturbinas/lasturbinas/lasturbinas”.
Mora y Los Metegoles juegan de local en su primera visita a La Docta. La mirada maravillada de cada integrante del grupo deja saber que jamás esperaron semejante recibimiento. El cariño baja al escenario en forma de pedidos, gritos de alegría y saltos.
El cuarteto platense forma con Palvi en guitarra y voz, Narf Álvarez en guitarra, Joaquín Millón en bajo y Lauti Osacar en la batería. Tocan «Tu maestra», «Falkor» y «Terrícola», entre otras. En vivo, cierta suciedad de reminiscencias grunge del disco Suerte queda a un costado, optando por un rock alternativo cancionero. En ese plan, ganan muchísimo, avanzando hacia algo más propio.
El amplificador de Palvi falla cuando el show está avanzado. La cantante, compositora y líder lo nota, pero no se detiene: sigue adelante a toda voz, con la gente acompañando con total entrega. Su sonrisa es enorme porque no puede creerlo. Con la virtud de la canción fogonera, es el público quien lleva la experiencia más allá, cantando casi por encima de la banda, desestimando el fallo técnico, haciéndose uno con la voz de Palvi.
«Modificador» y «Gran remera» tienen una virtud innata: se impregnan en la audiencia para cantarse a toda hora y ocasión: en el reci, en la ducha, andando en bici, laburando, fumando, paseando al perro o manejando. Cualquier ropaje estético es secundario cuando las canciones irradian magnetismo.
Si los festivales convocan a un grupo heterogéneo de personas a reunirse por un mismo interés común, bajo el canto unificado todas las diferencias parecen desaparecer logrando una conexión igualadora. En ese ritual inexacto de la espontaneidad reside una abrumadora sensación de comodidad donde todas las partes se resguardan. No dura demasiado, apenas unos tres minutos, sin embargo, seguramente sea la vivencia que quede marcada para el recuerdo. No extraña que Palvi pida otra vuelta de estribillo. Lo está pasando de maravillas.
“Todavía es re pronto para caer y tener un análisis despegado del asunto”, declara Palvi, sentada en el sofá del camarín, refiriéndose a lo que acaba de suceder.
“Necesito dar pasos seguros”, reflexiona a partir de lo que constituye su debut en Córdoba y la primera salida fuera de la provincia de Buenos Aires. “Tener una banda y tocar en tu propia ciudad ya es un trabajo. Sostenerlo a lo largo del tiempo es un triunfo. Salir a tocar por otras ciudades, conociendo otro público, lleva tiempo. Es mejor ser pacientes. Todo demanda trabajo. Además, puede pasar que a la gente no le interese lo que hacés. Es así: si a la gente no le interesa, no hay con que darle”, considera.
“Creo que nuestro último disco llegó a mucha gente. Esperamos para cuando sabíamos qué podía pasar algo. Nunca nos apuramos por dar movimientos en falso. El anhelo de tener una banda es, creo, salir a recorrer todo el país. Eso puede pasar cuando sabés que hay gente del otro lado que te espera. Está bueno ser paciente, saber que tenés un interlocutor, sino es medio hablarle a una pared”, reflexiona la joven platense.
Históricamente conformado por Mora Riel en voz y guitarra junto a Germán Loretti en batería, Los Riel presentan una formación full band que se complementa con dos Gonzalos: Peluso en guitarra y Tello en bajo. En los últimos años vienen potenciando matices gracias a la suma clara de elementos. Es una decisión criteriosa. Suman sin entorpecer ni resignar dinamismo.
En formato de cuarteto hay otro entendimiento del grupo porteño: a su forma orillan una pared de sonido de sutileza dream pop siempre intervenida por el ataque saltimbanqui de Mora, logrando una electricidad del disfrute. Con toda la musicalidad que denota el grupo, al final, lo fundamental es divertirse, contagiando energía. No hay necesidad de redundar con palabras: lo dicen sónicamente.
Luego de una década de crecimiento artístico sostenido, Los Riel supieron lograr una inteligencia investigadora con canciones para sacudir la cabeza y una musicalidad inquieta con melodías más accesibles, conservando las combustiones guitarreras garageras. Centralizados alrededor del poderío guitarrero de Mora, los pedales le permiten ramificarse, en una ñoñería post noventas que entiende a la patria alternativa en sus ambivalencias tanto ásperas como poperas.
La banda arranca con «1990» y luego suenan canciones como «Espacio», «El fin», «TKM» y «Desamor». La banda cumple con los pedidos de la gente y hasta los dedican con calidez. Para Los Riel, cerrar Folkin Fest es mucho más que un regreso a Córdoba: la fecha constituye una postal férrea de su constancia a través de los años en un circuito musical cambiante de acuerdo a los requisitos de la industria. Aquí y ahora, entre público de la primera época y adolescentes de la nueva escena, su vitalidad se ratifica, entre experiencia y disfrute.
“Super contentos de estar de regreso. Salió todo hermoso”, afirma Mora Riel, cuando el festival está concluido y la gente permanece afuera, todavía encendida. “Ya son más de diez años tocando así que se siente lindo ver que la gente se prende con todo el material. Nos encanta que llegue público nuevo junto al de otra época”, señala. “Unas chicas nos pidieron «Merienda», y lo hicimos para ellas. Fue especial. Contentos de poder hacerlo. Qué loco que nos quieran desde aquellas épocas”, cuenta la polifacética líder.
“Nosotros trabajamos cada aspecto por separado” explica Loretti. “El vivo siempre es lo más importante. Siempre”, remarca. “Al show lo vemos como una propuesta más extensa. La energía del momento es única. La gente te da algo diferente cada noche”, indica el baterista.
Algo queda flotando cuando la música de Los Riel se termina. El aire, electrizado, todavía invade al Centro Cultural España Córdoba. La gente abandona el lugar sabiendo que forma parte de algo diferente. Una historia con capítulos por venir. De eso se trata.
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