La primera edición del Festival Niños del ’00 tuvo lugar el sábado 14 de octubre en Galpón 11, con la música de Serenna, Gay Gay Guys, Dez Moabit, Invernáculus, Anajunno y Nina Suárez. Con una fuerte apuesta por la heterogeneidad, el ciclo recibió un acompañamiento intergeneracional que promete continuidad.
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Celebrar la primera edición de un festival musical a una semana de las elecciones, en medio del torbellino de sentimientos encontrados que atraviesan a gran parte de la población, representa un desafío enorme. Parecería que allá afuera la noche se avecina, orgullosa de sus colmillos sedientos. En un clima nacional enrarecido, las mentes maestras nos tienen atontados. Sin embargo, no todo está dicho. Además, hasta en la peor de las oscuridades, algo resiste. Leonard Cohen lo dijo antes de partir: “en todo hay una grieta, por ahí entra la luz”.
Si no fuera por la música (y las artes en general) nuestra vida cotidiana sería consumida por el padecimiento kafkiano del trabajo; el pago de los impuestos; lo come cabezas del alquiler; cumplir con fechas de entrega; renegar con el monotributo; llegar con los periodos de evaluación; marcar horas extras sin pagos ni francos reales; para luego volver a repetir todo, en un loop de capitalismo macabro. Sin creación y expresión artística la vida sería chata hasta el punto mismo de no ser vida, sino padecimiento. Por eso, a riesgo de sonar idealista, podríamos afirmar que el arte nos enfrenta a un horizonte al que seguir aspirando, transitando los días desde una pulsión de posibilidad transformadora.
Por encima del disfrute, uno de los propósitos de crear y desarrollar un nuevo festival es generar encuentros donde la gente se conozca, hable, piense, comparta opiniones, disienta, construya y actúe. Encontrarse es el principio básico para imaginar otras formas de construcción.
Niños del ’00 (ND’00) propone desarrollar vínculos entre micro escenas de Rosario, además de fortalecer los canales de cercanía con las ciudades más cercanas. Desde la gestión independiente, el tratado estético se enfoca en la heterogeneidad, apostando por una convivencia potenciadora que genere atención cruzada entre las propuestas y desarrolle una visibilidad externa.
Acercando distintas partes de la autogestión, ND’00 procura enlazar esfuerzos hacia una dirección común, sosteniendo rasgos amables y discusiones abordables. Los festivales imaginados desde la escala humana son patrimonio de una comunidad que existe como una inequívoca postal de resistencia constructiva y propositiva por el futuro.
Con eso en mente, la organización concentró sus recursos en acercarse a la gente, proponiendo entradas a precios módicos para un evento que promete la renovación y el acercamiento de los circuitos. La tarea no fue sencilla al considerar que el festival se realizó un fin de semana XL que incluía al día de la madre, siempre una fecha que moviliza viajes relámpagos y escapadas. Considerando esos factores, además de la disparada del dólar originada por la irresponsabilidad verbal de uno de los candidatos, el contexto para el debut para el debut ND’00 fue ganando proporciones rayanas a la épica.
Diez días antes, con el dólar inyectado de adrenalina libertaria, desde ND’00 apuntalaron la buena venta de entradas con un gesto amable para con la gente, anunciando un 3×2. En esas últimas jornadas previas al festival, había algo más que deseo: había necesidad. Cuanto más oscuro pintaba el panorama, más necesidad de encuentro había. Al final, la osadía resultó victoriosa porque el festival llegó a buen puerto, tanto en términos artísticos como financieros. El sábado, en el Galpón, esa necesidad podía respirarse en el aire: teníamos que encontrarnos.
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Con la responsabilidad de abrir el festival, Invernáculus presenta un repertorio certero que enseña su identidad: canciones sostenidas por arreglos sutiles que proponen una sublimación surrealista. Partiendo desde la intimidad vocal de Matías Rivas, productor, fundador y principal compositor, la banda genera un clima cancionero que se mueve lentamente hacia el exterior. Rivas parece más cómodo al concentrarse en lo micro, para desarrollar una paleta que, con serenidad, se aprecia mejor cuando está completa. Para la ocasión, el cuarteto suma el refuerzo de la dúctil Estefi Invernizzi, en bajo y guitarra.
La banda toca canciones como «Perla» «Golpes en la puerta», «Árboles túnel» y «Sueño deforme», entre otras. La sonoridad se centra en el presente construido alrededor de Insecta, su más reciente LP, aunque también aparecen canciones de sus esfuerzos previos.
Con formación completa, tanto arriba como abajo del escenario, despliegan con comodidad todo el concepto de su estética, en una puesta audiovisual envolvente. De esa forma, logran personalizar a ND´00, mostrando su identidad ante el público neófito.
Desde que se abren las puertas -con una hora de atraso- a las 20hs hasta el final del festival, pasadas las 2AM, la circulación se mantiene de forma constante, siempre con una asistencia in crescendo.
Con la puesta en marcha del escenario, el resto de los espacios encuentran su dinámica cíclica entre banda y banda: gente fumando en la puerta; miradas curiosas sobre la feria de zines, cassettes, compactos, libros arte impreso y remeras; dedos hiperquinéticos en los fichines (Street Fighter, Tetris, Mortal Kombat y The Simpsons rankean alto); se renuevan los vasos de cerveza; salen los primeros burritos bajoneros o ya cubriendo la cena. ¿Salen tatuajes? Sí. ¿Salen fotos en el mural de postales dosmileras? También. Lo que no funciona es el living dedicado a la PlayStation 2, puesto que los sillones son ganados por quienes necesitan descansar en plan full plancha.
La postal de festivales en el Galpón se recrea como una fiel tradición: el balcón al Paraná sirve como pausa sonora mientras se respira aire fresco. Alrededor de la gente van apareciendo los vendedores de cerveza, con sus respectivas conservadoras. La escala humana, de nuevo, se muestra necesaria.
Con los horarios precisos (ponele) comunicados de antemano, la gente puede moverse con soltura, entre shows. Hay quienes deciden no entrar para algunas propuestas, lo que es entendible, puesto que seis bandas constituyen un maratón musical demandante, sin embargo, en términos generales, el público se mezcla, se pierde, se reencuentra, descubre, gusta o no, pero se queda durante toda la tarde-noche. La apuesta por sumar desde la diversidad estética logra su cometido, acercando esquinas, sentando bases para apostar a más.
ND´00 marca el esperado regreso de Anajunno a nuestra ciudad tras algunos años de ausencia. Colmando las expectativas de un fandom local reducido, aunque acérrimo, la tercera visita de la banda santafesina logra un disfrute circular que no se ve empañado por el corte de cuerda de una guitarra, ni la algo distante respuesta del público presente a esa temprana hora.
Tratar de restringir un solo género musical que resuma a Anajunno es un desafío difícil, ya que el sonido de banda litoraleña abarca una variedad de descripciones posibles: tienen cierta inocencia de twee pop, junto a las considerables dosis de dream pop, elementos básicos del kraut y un shoegaze popeado. El equilibrio de sus trabajos de estudio cobra otra dimensión en vivo, proponiendo algo más viajero, bailable desde la levitación etérea, con sonidos expansivos que invitan a relajarse. Aun cuando se acercan hacia bordes más directos, persiste el aura aterciopelada que cobija aún más al viaje.
Anajunno es una banda melódica que utiliza la dilatación del noise sin valerse de su aspereza, prefiere las capas atmosféricas, tejiendo sin apuro. En ese sentido, debe destacarse que la banda tiene sus prioridades claras, puesto que se permite el disfrute. Tiempo al tiempo. Si el público logra viajar es porque está subido a la frecuencia de la banda. «Los turnos», su más reciente single, tiene una línea perfecta que reza “Voy a escapar de este lugar con calma”. Tiene sentido.
Sobre el escenario, la música del quinteto suena más directa, sin colmar el volumen ni jugar a la contundencia ruidosa. De nuevo: no hay deseo de hacer sangrar tímpanos, sino de envolver a los cuerpos en un arrullo pop delicado. La banda elige demostrar que no están ceñidos a replicar el sonido de sus discos por eso apuestan a delinear su show en un paseo climático con texturas varias. Hacia el final, hay cierto acelere. Parece que están escalando, aunque en realidad están bajando, llevados por corrientes de serotonina.
Tocan «Julia knows», «Pisar», «Generador de pruebas» y «Sines». El final llega con «Space transmission», sellando una de las mejores presentaciones del festival.
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Es justo decir que Gay Gay Guys juega con un dominio de localía en Galpón 11. A través de los años, en su evolución sostenida, el grupo supo reconocer fortalezas y debilidades del clásico espacio ribereño para aprovecharlo a su favor. No debería sorprender, entonces, que su show en ND´00 sea el momento más concurrido de la noche.
Ser locales, sin embargo, nunca fue garantía de seguridad para Los Gueis: si desarrollaron una mística con el lugar fue porque siempre apostaron musicalmente a más. El sábado no fue la excepción, entregando un set equilibrado entre los clásicos de Droga y Delincuencia junto a algunas canciones del inminente álbum Culto Roto. Además, recibieron a Seba Bosch en guitarra, para una versión incendiaria de «Saladillo Blues».
Bien establecidos como cuarteto rockero que maneja la ductilidad cancionera, la banda apuesta por un revoltijo de emociones: metafísicas, políticas, adolescentes y fiesteras. Su presentación tuvo una sobriedad que habla del rodaje que lograron en los últimos años: con una ubicación relajada, comprendieron su lugar en un festival amigo, tendiendo al disfrute, por ejemplo, hacer jueguitos sobre el escenario, pero sin dilatar su entrega musical. Ni demasiadas palabras, ni chistes internos. No hace falta decir algunas cosas en voz alta. Otras, de todas formas, son absolutamente imprescindibles, como la memoria cariñosa a Rocco Pezzotto.
Hay dos momentos de consenso: cuando tocan «Droga y Delincuencia» y «Feliz año nuevo». Si los festivales convocan a un grupo heterogéneo de personas a reunirse por un mismo interés común, bajo el canto unificado todas las diferencias parecen desaparecer logrando una conexión igualadora. En ese ritual inexacto de la espontaneidad reside una abrumadora sensación de comodidad donde todas las partes se resguardan. No dura demasiado, apenas unos tres minutos por tema, sin embargo, seguramente sea la vivencia que quede marcada para el recuerdo: se cantó fuerte, en compañía de una multitud desconocida.
Culto Roto, producido por Patricio Invaldi aka Cyberangel, llega el jueves 2 de noviembre y se presenta oficialmente la semana siguiente, el sábado 11, en La Usina Social. El nuevo disco es un significativo paso adelante en la afirmación artística del grupo, otra vez comprobando que son una rara avis dentro del rock local: no les interesa ser tradicionalistas del género, ni sostener encendida ninguna llama más que la de su mensaje. Para GGG, el menester es que sea una inyección de vida.
A pocas semanas de la salida de Culto Roto, podemos apostar que este tercer trabajo compuesto por diez temas no pasará desapercibido, generando reacción entre su público y una nueva audiencia que puede llegar. El disco tiene dos pilares que sostienen el gran momento del grupo: Juan Robles, con el corazón en la mano, suelto, acercándose a la tradición cancionera rosarina; Iván Jiménez, hacedor de hits instantáneos con estribillos listos para ser entonados.
En las canciones de Culto Roto la urgencia característica de Robles va cediendo hacia algo más transcendental. Mientras que su llamado de es ahora cuando sigue vigente, el imperativo de la acción le hace un lugar considerable a la perspectiva y a la reflexión. ¿Aceptación? No. ¿Resignación? Jamás. Desde su ropaje de cancionero contempla otras posibilidades. Cuando baja la velocidad, muestra otra faceta. En esa frecuencia, la mirada de Robles es otra, con un horizonte más amplio.
El clamor poético de Robles en Culto Roto es valioso en una contemporaneidad redundante de canchereada, cantapostismo y poses retóricas que perpetúan el bucle de una cotidianidad efímera únicamente enfocada en el individualismo.
Tanto Jiménez como Robles versan sobre lo mismo: no quieren contarla como algo que pudo haber sido; no pueden conjugarla en pasado, desde una sabiduría ganada por la experiencia de los años; quieren vivir ahora, sin regalarse, sin romperse el lomo para que sean los explotadores quienes celebren.
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Serenna toma el escenario ante gritos histéricos. Es la primera propuesta de ND´00 que sale ante un público propio que la espera, consistente, con aplausos e histeria. Desde la gente arrecian algunas propuestas de amor, otras indecentes, todas cariñosas. Ella devuelve la atención con complicidad y reacciona de inmediato ante el micrófono: “¿Es porque me vine escotada?”.
Pronto se mete en un papel que disfruta: la de diva, la de cantante, la de teen idol. Toca canciones propias, una colaboración con su productor Rama Empanada y una versión de Olivia Rodrigo.
Con banda completa, llegan a ser ocho personas sobre el tablado. Además del bajo, batería y dos guitarras, Serenna y sus coristas se concentran en la armonía vocal, resabio dosmilero bien High School Musical y Glee. Desde esa tendencia amante del pop, sus melodías alegres y pegadizas se quedan grabadas, y sus letras repetitivas son fáciles de recordar. Maneja la fórmula y la ejecuta.
Su música es una colección de himnos de centennials que adoran dramatizar hasta el punto mismo de llorar o reírse. La perfo de Serenna varía, según lo necesite, entre teen drama queen o jefa de banda de rock bubblegum que le pone los puntos al rockerito de turno. Se planta, carísima, para divertirse sin pretensiones. Es la más relajada de la noche y, por ende, una de las más saludadas.
Instalada en Capital Federal desde 2022, su participación en festival es la primera aparición local en varios meses. No obstante, esa distancia, Serenna elige hacer un show que obvia la motivación del reencuentro, también eludiendo el lado nostálgico.
Algo sorprende: Serenna entiende a la perfección su rol, sin sobrecargar las tintas. Utiliza el desparpajo de la ídola adolescente, pero no se tuerce hacia el multitasking juvenil actual que quiere serlo todo: ni influencer, tampoco humorista, cineasta o astróloga, elige su papel, disfrutando lo que implica.
“Cuanto estoy tocando, más que concentrarme en la técnica, que ya está implícita en lo que hago, intento encontrarme con los sentimientos que tuve cuando escribí los temas. No desde un punto nostálgico o que me haga mal. Quiero representarlos. Quiero proyectar algo completo desde mi rol”, explica.
“Tocar en Rosario es un privilegio, siempre. Medio que estoy malcriada para bien con mi ciudad”, cuenta. “El trato es diferente en Buenos Aires. Acá me dan pelota para armar algo semejante. Puedo hacer el despliegue que me gusta. Hay confianza para generar eso. Me siento local, claro. Allá todavía soy nuevita. Voy de a poco”.
En un camarín repleto de bolsos y ropa, de fondo suenan los Gay Gay Guys desde el escenario. “Está buenísimo lo que pasa en el festival. Hay de todo. Siento que me llevo algo”, comenta Serenna fuera de micrófono, mientras ayuda a su guitarrista con los auriculares in ear. Están empacando sus equipos, haciendo lugar para que otros artistas hagan uso del lugar.
Por los pasillos, el movimiento es constante, con otros grupos haciendo calentamiento. Hay quienes cenan, luego de haber tocado.
Serenna destaca un acierto: ND’00 genera un intercambio de información necesario. El entrecruce de data se produce entre el público de diferentes bandas, pero fundamentalmente entre artistas. Rompiendo la burbuja algorítmica cotidiana, cada persona presente descubre y aprecia algo distinto. Con algo de suerte, eventualmente, esa data debería circular con recomendaciones entre pares, constituyendo una paciente apuesta a la convivencia potenciadora.
“Es re importante armar esos nichos para luego conectarlos. Todo suma” considera Mati Rivas de Invernáculus “De hecho, mi proyecto arrancó solo. Como no tenía una formación fija, era muy difícil generar algo. Cuando se armó la banda, algo cambió. Juntarse es armar. El MUG, por ejemplo, sentó precedente. Entendieron las complicaciones de tocar. Corrieron la voz. Se unieron. Apuesto a eso”, agrega.
“Son tiempos complicados. Más que nunca hay que juntarse, estar preparados de esta manera: creando espacios”, opina Rivas. “El sistema hace que el individualismo se potencie a pleno. Cada uno hace la suya. Unirse para sostenerse y sobrevivir es la que va”, concluye.
“Necesitamos seguir alimentando la colectividad que está sucediendo ahora mismo en el festival”, afirma Victoria Rittiner Basaez, cantante y tecladista de Anajunno. “Realmente te motivan muchísimo esos vínculos entre pares. Se celebra de otra manera cuando hay una cercanía de admiración artística y apuesta conjunta”, señala.
“Como banda creo que estamos viviendo una época de reencuentros. Pudimos volver a salir, así como también volvieron las bandas amigas a Santa Fe”, comparte Victoria, analizando el presente del circuito.
“No vienen siendo años fáciles. Tuvimos que reconstruir la escena en Santa Fe. Estamos en un reconocimiento de los lugares que habitamos: saber dónde podemos tocar, dónde la pasamos bien, dónde se respetan los derechos de las personas que trabajamos. Cuando tomás consciencia, no son muchos. En Rosario creo que está pasando lo mismo”, explica desde su rol como gestora.
“Pasaron muchas cosas. Fue un tiempo sin tocar. Algunas personas pudieron generar cosas, pero la mayoría no. Hubo quienes sacaron discos mientras que otros se bloquearon. Cada quien tomó ese momento como pudo”.
“En nuestro caso no estuvimos saliendo a tocar. Es la primera vez que salimos en años. Te juro que tenía re-ganas de salir, mientras que, al mismo tiempo, me daba cierta ansiedad llegar para encontrarme con tanta gente. Hoy estuve hablando con muchas personas que no conocía que tuvieron devoluciones muy copadas. Eso pasa en nuestra ciudad, pero afuera se siente de otra manera. Todas las personas que sostenemos una banda necesitamos que eso se mantenga”, concluye.
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Nina Suárez viste íntegramente de negro. Chaqueta de cuero y jeans. Borcegos altísimos. Tiene el cabello engominado, con un discreto tupé que cae, en clave rockabilly garage. De rodar una lágrima por su mejilla podría ser nuestra versión de Cry Baby. ¿Acaso estamos en Baltimore? ¿Estará John Waters presente en el festival? Por su actitud, entre enigmática y decidida, parece más un guiño al Alex Turner de Suck it and See.
Como introducción, esperando que el público se apersone frente al escenario, toca una abolerada versión de «Somethin’ Stupid». Ya acompañada de Juana (bajo) y Manolo (batería) se embarca en un viaje de guitarras envolventes donde rige la palabra justa. Tocan trece canciones, entre ellas, «Querido chico», «Corrida al arco», «A dónde» y «Batalla naval».
Su segunda visita a Rosario se disfruta con otro espesor. Algo para decirte caló en la gente presente. Se canta. Se baila levemente. Se formulan pedidos con gritos corteses.
En clave de trío, con una base impecable, el conducto guitarrero se siente más personal. Nina está flotando en un punto equidistante del rock británico, del indie norteamericano de los 90 y del indie argentino de los 2000. El punto de partida va quedando atrás con un desarrollo artístico que alcanza su velocidad personal. Su voz poderosa tiene un tono oscuro que desarticula en segundos, entre sonrisas, acusando recibo de los pedidos que llegan desde la gente.
La guitarra principal, elige una melodía simple y resignada, expresando melancolía en idioma de reverb errante. Nina canta sobre conocer el vacío que cuelga dentro nuestro. Es un júbilo que se revela liberador.
La presencia de Dez Moabit en el festival fue motivo de celebración entre mucha gente de la escena independiente rosarina. El sentimiento generalizado era de “por fin toca”. Pero nada es tan sencillo.
Luego de publicar Silver Place, uno de los títulos del año, Martín Vacchiano alias Dez Moabit, hizo contadas apariciones en vivo. Tocando solo con su guitarra electroacústica y una laptop, esas esporádicas fechas jamás tuvieron la intención de ser presentaciones oficiales de Silver Place. El tipo salía a tocar y punto. Canciones suyas y ajenas, de acá y de allá, de ayer y hoy. Lavardén, Hévalé, El Diablito: elija y gane. En casi todas esas fechas hubo temas del disco, pero jamás hubo atisbo alguno de presentación completa.
Dez Moabit cerró ND’00 siendo sincero con su naturaleza esquiva. Nada de protocolos de expectativas.
En vivo las canciones marcan un músculo rockero donde la melancolía deja paso a la mueca desabrida con la que Vacchiano intenta encontrar su lugar. Todo entra en un extrañamiento: para él, para su banda (Dani Pérez y Patricio Invaldi en guitarras, Camila Fernández en voz, Lisandro Valdelomar en bajo, Tano Rosignoli en batería), para el público. Está en otro estadio, uno que ocurrió a puertas cerradas y ahora se manifiesta frente al público. Lo inédito se mezcla con lo conocido (reversionado-revisado-repriceado) y nadie sabe si va a tener continuidad alguna. Tampoco importa. Es ahora.
Vacchiano disfruta sobre el escenario, no obstante, un poco le da igual. Además, se lo presiente tímido. Tal vez preferiría estar bebiendo en otro lado, hablando sobre Instinct de Iggy Pop. Pero no, está acá, cerrando un festival, liderando una banda de lujo que arremete con una versión de «Search and Destroy» de The Stooges. No quedan dudas: está pegando, firme como un puño directo en tu cara.
La próxima edición del Festival ND’00 llega pronto. Sus artistas están confirmados, así como también una nueva sede. Ahí vamos. Antes nos vemos el domingo, votando.
Texto de Lucas Canalda / Fotografía de Renzo Leonard