Gladyson Panther publicó No me pidas perdón un disco de desamor que hace pop universal de la tristeza.
El disco editado por el sello BPM funciona como el cierre de un primer capítulo en las andanzas musicales del adolescente rosarino.
¿Escuchaba música pop porque estaba deprimido o estaba deprimido porque escuchaba música pop? Es una pregunta que se repite a través de décadas y generaciones. Se lo preguntó el londinense Rob Fleming en 1995 en el libro de High Fidelity. Algunos años después, en la ciudad de los vientos, Rob Gordon reiteró la pregunta para la adaptación cinematográfica. El interrogante no afloró en la malograda adaptación televisiva de Hulu. Con apenas una temporada, Robyn Brooks, en Brooklyn, no tuvo la oportunidad. Quizás eso fue lo que salió mal.
La pregunta no aparenta una respuesta fácil. Al contrario, parece una treta en loop escheriano. Al igual que el huevo y la gallina, es una cuestión universal que va más allá de cualquier generación, medio, paradigma o coordinadas.
En Rosario, a kilómetros de Londres, Chicago y Nueva York, un adolescente llamado Santino Martin logró una lúcida respuesta pensando por fuera de la caja: “No hay nada más pop que estar triste”. Con esa línea, el jovencito dejó en claro dos cosas:
1° Nadie es tan especial por tener el corazón roto.
2° Hay que ser especial para definir con sencillez semejante verdad universal.
No tengo estadísticas provistas por el INDEC ni la Universidad de Massachusetts, pero son muy pocas las personas que zafan de un corazón roto. Es una experiencia (de)formativa para bien. Pero lejos estamos de recomendar o desear semejante pasaje ritual.
Volviendo a las estadísticas, hay algo de lo que nadie zafa. No me refiero a la muerte ni a los cuernos, sino de la adolescencia, periodo de incomodidad, hormonas en fluctuación e inestabilidad afectiva; tiempo de libertad, riegos, absolutismos y cierto dramatismo. Adolescencia, un estado prologando donde lo significativo y real, aún en cantidad infinitesimal alcanza para mucho y ese mucho parece insuficiente queriendo siempre más. Como una droga circulando en el sistema nervioso central, dame más, dame más, dame más.
Meses atrás, sabiendo de la inminente llegada de No me pidas perdón tuve algunas dudas. Conociendo de los recitales las canciones que iban a integrar este nuevo disco de Gladyson Panther se me presentaba un interrogante de manera impostergable: ¿Sería posible condensar el riesgoso proceso de ser adolescente en una obra librada del cliché alimentado por años de construcciones culturales enraizadas en marketing y paradigmas rancios? ¿Podían funcionar las canciones en una unidad con sentido? No me pidas perdón me hace pensar que sí. Mejor aún, me obliga a responder que sí.
No me pidas perdón -AKA NMPP– está compuesto por diez canciones que poseen un dedicado esmero por los detalles de un productor que logra encauzar lo que engendra un artista adolescente de corazón resiliente y mente hiperactiva.
Las canciones de Gladyson Panther capturan esa embriagadora necesidad de salir al mundo. Tan liberadora como atemorizante, esa necesidad es, por supuesto, una búsqueda de unx mismx. Durante la adolescencia las urgencias son enormes, no hay lugar para postergaciones de ningún tipo. Es ahora o nunca, sin –aparentes- posibilidades de ir más allá. La adolescencia es un vértigo erigido por tanto lo bueno como lo malo; una cima que se siente excitante de escalar mientras se va construyendo.
Esta decena de temas tienen la gracia de trasladarte a instancias pasadas; revisitar esas vivencias que dolieron, pero nos hicieron. ¿Hay nostalgia, dolor y luz en los temas de NMPP? Sí. Se trata de la sencilla magia de la música pop. ¿Es fácil lograrlo? No. Se necesita algo especial para lograr que se sienta tan sencillo como universal.
Entre los géneros que propulsan las canciones del disco, nada queda en estado de pureza. Lofi acústico Rock, garaje, discotropicsónico: un mix que agarra mucho para bastardearlo expropiarlo bajo un color personal.
El nuevo trabajo tiene algo de rotura que resulta refrescante en una era de pop seguro. Combinar esos temas ríspidos y desiguales con la belleza precoz como “Puntos”, “Verano sin sol”, “Nada bueno en este mundo” y “Sábado/Domingo” hacen de NMPP un gran punto final para el Gladyson Panther del periodo 2018-2020. Es el cierre de un capítulo que algunos inviernos anímicos atrás empezó con Rocanrol, Lofi y Desamor. Es un primer capítulo de su travesía. Ahora todo está por venir.
Me siento interpelado por otras preguntas: ¿Este disco representa a Gladyson Panther? Sí. Contiene su desparpajo, versatilidad musical, sensibilidad, furia y sencillez popera nata. ¿Este disco representa el presente de Gladyson Panther? No. La mayoría son canciones que datan de un periodo que quedó atrás, un tiempo de dolor y encierro en sí mismo. El presente del Glady está mejor representando por el EP Abejas & Flores y 2020, el simple que abrió el año.
No me pidas perdón es el disco que llega para ponerle fin a esa etapa dark que ya pasó. Es un cierre merecido en todo sentido: buenos estribillos, cortes impredecibles, guitarras poderosas, distorsión, melancolía y unos poderosos rayos de luz que funcionan como el puente hacia el presente.
Una última pregunta: ¿A los centenials le interesa lo que pueda escribir alguien que utiliza la palabra desparpajo? Seguramente no. Hacen bien.
DESAYUNO DE CAMPEONES
La grabación de No me pidas perdón se extendió por dos años, algo bastante inusual para los tiempos de feroz ansiedad que demanda el actual paradigma de la novedad. ¿Poco más de dos años para grabar un disco de un ignoto músico independiente de la ciudad de Rosario que solamente en 2018 hizo tres lanzamientos? Suena demasiado, pero en el medio pasaron cosas.
El disco comenzó a trabajarse hace más de veinte meses de manera esporádica con canciones como “XXL” que datan de la época de Rocanrol (2018). No me pidas perdón se fue grabando por partes y de manera intermitente entre el estudio casero de Martín El Panda Miguez – productor y bajista de Gladyson Panther- y el Fructuoso Record Club.
Antes comenzar con el proyecto hubo una decisión conjunta entre los socios creativos sobre lo que estaba por venir:
-El nuevo disco tenía que ser el cierre de una etapa. Iban a ser los primeros tres discos y el intermedio de Abejas & Flores.
-De las 80 canciones que escribe Santino por año seleccionaron las 10 mejores. Desde allí le dieron para delante.
-El álbum a venir iba a tener un lado A, bien pop y un lado B, más raro.
-Por último, decidieron exploran otras sonoridades con arreglos bien diferentes a todo lo anterior. La meta fue alcanzar un peldaño más arriba de lo que fue el lanzamiento anterior.
En 2019 el trabajo en el disco se vio pausado debido a las obligaciones de Miguez con Bestiario de Jimmy Club. Sin embargo, el tiempo no se desperdició puesto que aprovecharon esas épocas atareadas para concentrarse en trabajar detalles como los vientos de varias canciones. Además, por supuesto, Gladyson Panther tocó por doquier, puliendo y afirmando la banda.
La dedicación por fuera del estudio estuvo abocada al trabajo en recitales. El quinteto encontró una regularidad en sus presentaciones, compartiendo fechas Torneo de Verano, El Deschu, Mateo Fuertes (un talento sub 17 que se las trae), Siox, Cállese Hombre Horrible, Bubis Vayins, Kif 4 Kroker, Lichi y otros grupos. Entre las sesiones esporádicas también surgió la oportunidad de viajar a Buenos Aires, una ventana ideal para curtirse ante otra audiencia.
En octubre hubo un concierto diferente: Gladyson Panther tocó por primera vez en el Galpón de la Música en el Volumen I del festival NÚCLEO, tomando el escenario principal y probándose ante un público mixto de poco más de 400 personas.
Tanta dedicación en vivo sirvió para encontrar el punto ideal. El grupo sonó a la altura de las circunstancias mientras que, sin su guitarra, Martin ocupó el escenario con soltura, dedicado a la performance, envuelto en su túnica oscura y usando sombrero de ala ancha. Fue un momento significativo porque probaron ser una banda determinada, construida entendiendo cada parte, sabiendo incluir al público en la ecuación.
Todo sucedió ante los ojos de muchos colegas que estaban viendo al wunderkind con una curiosidad nacida por las habladurías. Muchos dijeron “OK, ahí va”. Otros no lo entendieron, ni quieren hacerlo. A veces cuesta ver más allá del presente.
A la par del grupo, Gladyson Panther en clave solitaria aprovechó cualquier chance para salir del nicho. Apenas con su guitarra y la infaltable remera de rock extra large (Nirvana, Billie Eilish, Lil Peep, Marilyn Manson) llevó sus siempre cambiantes canciones por Bon Scott, D7 y otros espacios.
En noviembre de 2019, en ocasión de un encuentro informal de colectivos de la ciudad convocado por el MUG en el Helltrack, Gladyson Panther hizo de representante de NÚCLEO. Días antes, apenas aparecida la oportunidad, no lo dudó un segundo y aceptó. Otra vez recurriendo al kit de acción: remera, guitarra y acción.
Entre propuestas de dub, rock, groove y candombe llegado su turno, Martin bajó el micrófono hasta el piso, se sentó en canastita y se dispuso a tocar por media hora. Con el calor de noviembre y el sol pegando fuerte salieron canciones como “Gime y late”, “Courtney Love”, “Por si muero”, “Solamente en fotos” y otras todavía sin título.
Ante unas 200 personas reunidas por la convocatoria, no flaqueó nunca. Tímido, sin embargo, buscó algo de refugio en la mirada de algunas amistades cercanas. “Uh, tendría que haber tocado parado. Fue malísimo tocar sentado”, comentó promediando.
Fueron 30 minutos reales, sin pausas, ni aditivos, excepto por la espontaneidad que, irrefrenable, afloró para contar historias mínimas detrás de los temas. Justo antes de agradecer y despedirse, agregó: “Esta se la dedico al que me robó ayer”.
Con el nuevo año recién comenzado, el disco no logró escapar del tópico rutilante del 2020: el COVID-19. El gran año de la pandemia comenzó con la dupla Martin/Miguez (Sí, ya sé, es medio raro que el apellido del primero sea casi el nombre de pila del segundo y que casi se forme el nombre del segundo) concentrada en sesiones que soportaron la ferocidad del calor rosarino y continuaron con una constancia determinada.
Lejos de cualquier lugar común de tocar la guitarra toda la noche hasta el amanecer veraniego y dormir durante el día, el compromiso de ambos jóvenes se mantuvo con disciplina. Había un plan, había una meta. Las sesiones arrancaban bien temprano los días de semana. 8 de la mañana arriba y a las 9, sin falta, en el Fructuoso Record Club/Sala Varese.
Cada jornada comenzaba luego de un desayuno de campeones que Vonnegut nunca imaginó: facturas y chocolatada Baggio Shake. La inyección de azúcar marcaba el arranque de la sesión. Las horas se extendieron desde temprano en la mañana hasta entrada la noche, con Miguez al control y Santino haciendo voces, escuchando las tomas o acercando ideas de producción.
Algunas mañanas ambos repasaban los arreglos, luego seguían con las voces. Otros días directamente iban por las voces. Cada tres tomas escuchaban y decidían sobre el siguiente paso. Ciertas ideas se evaluaban antes de accionar mientras que otras surgieron de puro ímpetu, chequeándose a posteriori.
Tanto El Panda como El Glady jugaron con las probabilidades: intros, arreglos, estribillos. Bucearon sin miedo al error. Grabando, escuchando, puliendo, volviendo a grabar una, dos, tres, cuatro veces la misma toma.
La dupla creativa utilizó varias aproximaciones. Cuando las palabras no eran suficientes, llegaba el momento de ejemplificar con referencias. La diversidad fue clave, tanto en lo generacional como en lo estético: Babasónicos, Harry Styles, One Direction o Lil Peep; pop, rock y trap se mixaron como una data que encaja de manera perfecta y natural gracias al Tetris formativo que procuró la Internet a las generaciones centenials.
Miguez, desde el control, se puso la campaña al hombro. A veces, cortando sobre las once de la noche, luego de horas de trabajo en solitario. Además de producir, tocar y mezclar, Miguez hizo coros, incluso doblando sus propias voces en clave de falsete. Para el versátil joven que encabeza Jimmy Club y el proyecto solista Imaginario, NMPP significó un contundente aprendizaje en sus primeros palos como productor: es una labor dura y exigente. Sos el primero en llegar y el último en irte. Si las canciones no resultan es tu responsabilidad. Como diría Peter Hook sobre sus incipientes días como productor, “ninguna de esas responsabilidades importan. Uno está ahí porque quiere. Las oportunidades se construyen”.
Refugiados por un aire acondicionado heroico y un enorme telón aislante que ayudaba al microclima salvador, las jornadas se hicieron a un ritmo laboral intenso bajo una reserva considerable. En esos largos días, de la nada, se escucharon diálogos impensados.
Miguez: Spinetta es un estado en la mente.
Martin: El primer disco de One Direction es Artaud.
Más allá de la banda, No me pidas perdón cuenta con el aporte de un equipo de talentos sub 21 del nuevo escenario rosarino: Matías Bolzán (Jimmy Club) en bajo, Guillermo Rosa (Como me gusta ser El Willy) en guitarras, Amelia Sagarduy en coros y Ciro Fernández (Cortito y Funky) en trompeta. Todos fueron haciendo su aporte durante el 2018 y el verano del 2019. Para tener una perspectiva real sobre la juventud de quienes intervienen no hace falta más que señalar que algunas grabaciones se hicieron aprovechando los días de huelga docente.
La premisa fue pensar los arreglos de antemano, por eso cada invitado llegó a la grabación con ideas casi resueltas. De todas formas, se permitieron jugar, buscar entre todos.
Trabajando con una cabeza hiperactiva y espontánea como la de Martin, en algunas situaciones, dejarse llevar por el momento de la improvisación fue menester. Sobre el final de “Joya Disco Paraguay”, por ejemplo, se escucha a Martin hablando con Miguez a través del micrófono, “Sabés lo que hay que grabar…no, pará, pará, después te digo”. Momentos así fueron moneda corriente; siempre una idea que aparecía, algo nuevo para intentar, otra rama que explorar.
Temprano una mañana, luego del Baggio Shake, el dúo está grabando voces. Tras una fallida toma para “Ya no canto / Joya Disco Paraguay” el productor pide otra vuelta porque no está conforme. “Grabalo con la impronta que corresponde, dale”, reclama. “Uhh, anotá eso: LA IMPRONTA. No sé. Mejor llamemos a alguien que sepa cantar”, responde su coequiper, divertido. Inmediatamente retoma la grabación hasta que, eventualmente, consigue dar el tono justo.
Hasta las primeras semanas de marzo ese ritmo transcurrió con disciplina, siguiendo el objetivo de terminar el disco para tenerlo entregado (y masterizado) para julio, pero PANDEMIA. Cuando se decretó la cuarentena obligatoria, las sesiones de grabación entraron en un parate inmediato, malogrando los planes previstos por banda y sello. Entre malestar e impotencia el equipo creativo tuvo que tragarse la broca y lidiar con el mundo real. Miguez y Martin se replegaron a sus respectivos hogares dispuestos a esperar.
Durante las semanas de confinamiento el aburrimiento y el deseo creativo hicieron estragos en Santino. ¿La solución? Hacer canciones. Desde el home studio en su habitación empezó a armar un puñado de temas nuevos que resultaron en Flores & Abejas, un EP que se adentra en una mixtura de elementos de pop, psicodelia y cuasi groove. Por sobre todo prevalece el pop nutrido por la principal virtud del joven músico: ganchos irresistibles y estribillos con vocación de himno.
Semanas más tarde, cuando la ciudad ingresó a la Fase 5 y se pudo volver al trabajo, No me pidas perdón entró en el trayecto final. Con Miguez y Martin desconfinados y reunidos otra vez en el estudio se ultimaron los detalles inconclusos y se procedió con la mezcla. A partir de allí quedó todo en manos de Diego Warrior Crisálida de Puro Mastering.
18
Santino Martin nació hace 18 años en la zona sur de Rosario. Con una madre hippie (Leticia) y un padre rolinga (Leandro) se crío en un hogar donde la música estaba por doquier. Ese entorno estimulante se extendía a las casas de tíos, tías y abuelxs. Discos, libros, MTV, revistas, remeras. Casi siempre de rock.
El primer disco (CD) que le regalaron en su vida fue uno de Intoxicados. El presente llegó por parte de una tía. Seguramente sea la misma que a veces concurre a sus recitales.
Sus primeras aproximaciones a un instrumento llegaron bien temprano. A los seis meses una bisabuela le regaló una guitarra de madera. Era una de esas guitarras de juguete que poseen cuerdas y que suenan. Desde entonces comenzó una relación inseparable. A todos lados cantando (y tocando) canciones conformadas con pocas palabras porque obviamente era muy chiquito.
A los tres años cantaba canciones de Pity Álvarez. A los cuatro años ya quería aprender a leer y escribir. Una de las primeras palabras que escribió después de su nombre fue Intoxicados. Además, con alguna fibra o lápiz edibujaba el logo por todos lados.
Curioso por naturaleza, se nutría de toda la información que estuviera dando vueltas, pero, cuando le interesaba, se zambullía por completo y sin pausas. A su voracidad como lector de cuentos e historietas pronto le agregó su propia producción empezando a escribir y a dibujarlas. Todo lo que motivaba y le daba curiosidad al niño Santino inmediatamente era un incentivo para la creación.
El hogar familiar destinaba un presupuesto considerable para papel ya que las hojas volaban entre viñetas, cuentos y la invención de todo tipo de juegos. Más tarde, la cosa tomó tintes multimedia cuando toda esa producción empezó a complementarse con la computadora con software bajado especialmente para ese tipo de tareas. A partir de allí llegaron las animaciones que incluían música, voces de personajes y narrativas. Ese tipo de aventuras hacía pensar a Leticia que Santino iba a ser director de cine, por eso siempre tuvo un vestido reservado para el gran momento de los Oscar. El cine parecía el campo natural donde volcar tanto tesón creativo. Hoy Leticia guarda ese vestido para los Grammy.
Mientras el torrente creativo infantil seguía creciendo, pronto su relación con los instrumentos se estrechó un poco más cuando llegaron lecciones con un profesor de música. Con poco más de siete años en esas clases dio los pasos iniciáticos hacia el piano. La cosa no iría mucho más allá, pero con ese profesor buena onda había recreos del piano…con la guitarra. Allí empezó su romance rudimentario con la guitarra a partir de acordes de Nirvana y, por supuesto, cualquier composición propia del Pityverso.
Esos primeros recursos fueron complementarios para un niño constantemente nutrido por todo lo que se cruzara en su camino. La llegada de Internet a la casa familiar multiplicó la voracidad de manera exponencial. A la diversidad musical de Leticia y Leandro, que curaban un soundtrack cotidiano de jazz, tango, blues, bossa nova y rock argentino, el acceso a la banda ancha le agregó una autopista sin horarios que llevó todo a otro nivel.
Libros, recitales, programas de radio, notas, foros, documentales, tutoriales, televisión: todo se bebía como un brebaje datero que buscaba apagar una sed insaciable. Con el flujo de información ilimitada los horizontes se fueron ampliando hacia una diversidad estética que fortalecieron un basamento multiplicador.
Mientras que la red se transformó en una herramienta formativa fundamental, casi tanto como un instrumento, años más tarde, hubo otro quiebre significativo en la vida de Santino: el ingreso a la Escuela Provincial Nigelia Soria. En esa institución pública con especialización en arte (música y danza popular para ser precisos) el jovencito encontró una contención especial e ideal para su espíritu sensible y curioso. Ese paso fue importante en la vida del todavía adolescente, quien sin poses comparte que en escuelas anteriores pasó algunos malos momentos.
Creciendo en el barrio de España & Hospitales, la adolescencia llegó con la idea de salir a la calle a tocar con algún proyecto. Junto a su primo Guillermo Rosa -A.K.A. El Willy-, empezaron Cabeza de Tortuga aventura grunge de la que todavía pueden encontrarse vestigios en forma de stickers por las paredes del centro rosarino, especialmente sobre calle Laprida (“Es que Laprida es una buena calle”, comenta al respecto).
Cabeza de Tortuga intentó procurar algunos contactos importantes para poder sacar la banda adelante. Para eso escribieron mensajes a varios referentes de la movida tanto en Rosario como afuera. Entre ellos, Ignacio Molinos de Matilda, quien todavía recuerda con cariño el mail del grupo cuando andaban necesitando algún contacto con la industria musical.
El grupo se disolvió porque ambos púberes evolucionaron hacia otra cosa. Pero Cabeza de Tortuga not dead, vive en Cómo me gusta ser el Willy, aventura integrada por ambos primos que de manera regular lanza canciones y regresa para tocar, casi siempre en Bon Scott.
Bon Scott, el bar capitaneado por el inefable Chino Macías, acaba de cumplir una década de vida. Con su declarada dedicación a la diversidad artística no sorprende que ese espacio sea una constante en los proyectos que atravesaron al joven Santino en sus pocos años de actividad “oficial”.
– En 2019 Como me gusta ser El Willy se presentó una noche de viernes con el lugar repleto. Esa ocasión, con un público adolescente en su totalidad, se agotó el stock de Coca Cola. La única opción fue recurrir a la Coca Zero. Dato, no opinión.
– Ese mismo año, meses más tarde, Danke Ediciones presentó el fanzine que compila canciones de Gladyson Panther. Otra vez, el lugar estuvo abarrotado con público que llegó para conseguir el zine publicado por Julia Enriquez y escuchar las canciones de Amelia y el autor publicado.
Otros momentos unen a Gladyson Panther con el clásico espacio de calle Pichincha. Para eso, es necesario retroceder un poco más en el timeline.
En nuestra ciudad mientras algo está sucediendo y alcanzado nuevos niveles algo subyacente está gestándose, tomando forma, generando la próxima ola de renovación. Rosario, como La Plata, tiene la virtud de cobijar una intensa actividad en un mismo puñado de cuadras, casi de forma contrastante: mientras algo brilla con todo a favor, relativamente cerca, en lo tenue de la noche, algo fresco está creciendo y tomando impulso.
El sábado 7 de julio 2018 Mi Nave presentaba Ojos Cuadrados, su último disco, en La sala de las artes. Esa misma noche de temperaturas bajas, rocío denso y humedad espantosa, a unas pocas cuadras, pero un rato antes, Gladyson Panther tocaba por primera vez como banda en Bon Scott junto a Daddy Rocks, quizás la banda que más abrazó a las nuevas generaciones, compartiendo fechas de igual a igual y respetando términos claros.
Aquella noche el Bon estuvo colmado por una amplitud etaria sorprendente que anticipaba lo que vendría un año más tarde con la irrupción de una nueva camada de talentos en los escenarios conocidos de la ciudad.
Pero no nos movamos del Bon. Gladyson Panther, la banda, por entonces estaba integrado por Santino en voz y guitarra, Nito en batería, El Panda en bajo, Lucio en teclado y Efe en guitarra.
Con el lugar lleno y mientras sonaban las canciones de Rocanrol, Desamor y Lofi, había algunas constantes que iban a ser características en la carrera del grupo: la espontaneidad; la canción como espina dorsal fundamental más allá de los ropajes rocanroleros, sónicos, grunge y caóticos; un sentido del humor omnipresente; pero por sobre todas las cosas se leía que Martin encontraba un respaldo en su banda, permitiéndose atreverse a lo perfórmatico, algo todavía incipiente, pero que empezaría a tomar forma de a poco.
Entre canciones, distor, una remera amarilla de Nirvana y agradecimientos a la gente por concurrir, afloraban chistes. Más que chistes, eran guiños internos que hacían alusión a héroes de la guitarra. “Uhh, te salió re Bonzo”, “Metele una re a lo Bonzo, Efe” y demás. Sin ninguna mala intensión ni animosidad, esos guiños y salidas espontaneas ayudaban al líder laissez faire a ocultar cierta timidez ante una sala (o back room) repleta.
Dame más
Gladyson Panther en directo es una experiencia diferente. Es una apuesta declarada al show desde la espontaneidad expresiva de Martin, quien siempre se corre de lo seguro, sorprendiendo a la gente y a su propia banda.
Nadie permanece indiferente. Pero como pensaban Federico Moura y más tarde Adrián Dárgelos (una figura clave para la generación de Santino), lo importante es generar una reacción, el problema real es que el público permanezca indiferente.
Para Martin el show es prioritario en todo sentido. Quiere transmitir una experiencia, romper con las barreras estáticas y distancias frías entre banda y espectadores. Lo físico, en toda su soltura expresiva, cobra un sentido especial: las canciones son para liberarse, para salirse del guión predestinado que tienen lxs cuerxs en épocas de poses y reacciones estudiadas. La espontaneidad, ese tesoro olvidado en épocas de vivencias transmitidas 24×7 se convierte en la principal virtud de Gladyson Panther.
Si por años Fede Leites y Jubany – en sus respectivos ámbitos- de distinguieron sosteniendo esfuerzos conceptuales globalizadores de cada una de sus acciones, en los subterfugios más under apareció una vertiente oxigenante ante las ondas expansivas de la abulia del indie platense: Dekandencia, con la incorporación de Lola Burana como vocalista, logró una frontwoman salvaje y completamente impredecible que agitó el avispero y le corrió el eje a un ambiente plagado de testosterona. La Metamorfosis del Vampiro, por su parte, durante cinco años hizo de sus recitales una combustión performática en continuado que se sirvió de recursos mínimos bien potenciados alrededor de un subterráneo y casi clandestino.
Gladyson Panther empezó a formarse en una ciudad vacía de propuestas volcadas a la performance o al show más corporal. Llegó en la década equivocada a la ciudad equivocada justo en un tiempo donde salirse del papel indie y mostrar algo más estaba mal visto. Demasiado joven para experimentar Sinapsis, Los Daylight o Los Del Fin, se encontró con el fuego de grupos como La Metamorfosis (vía Daddy Rocks) y conectó para bien.
Mirando alrededor, quizás sintiendo cierta soledad, en su interior se dijo algo: si nadie lo está haciendo, entonces voy a tener que hacerlo yo. Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo.
La banda se esforzó para encontrar el balance ideal. Con su selección de túnicas, Martin exploró diferentes facetas. Siempre midiendo el escenario correspondiente, buscando potenciarlo, explotarlo a su modo. En ocasiones la performance trascendía desde el lado más roto y furibundo, impulsado por la guitarra y un acelere eléctrico. Saltar entre el público, perderse entre la gente, delirar en el piso con los pedales y el mic, fueron algunas alternativas.
Hubo paradas casi desastrosas como una noche en Anderson donde no salió bien nada. Tanto la música como lo escénico y la performance fueron un desatino total. Pero eso no desanimó al grupo. Fue cuestión de hablar las cosas, estableciendo roles y límites. La búsqueda fue progresando a medida que la banda encontraba la seguridad necesaria. Desde ahí, Martin hacía lo suyo mientras sus compañeros lo soldadeaban desde atrás.
A medida que los toques pasaban el balance de la fuerza fue el ideal. La banda tocaba mientras Santino, al frente, cubría el escenario, dándose la oportunidad de crecer, concentrarse en la voz y apoderarse del teclado de a ratos. La guitarra quedó de lado por un rato. En esa situación de equilibrio, el campo quedó libre, con todo para descubrir.
En Gladyson Panther, el personaje que habita Santino Martin, hay porcentajes considerables de performer, caos escénico, ternura y simpatía. Todo está tamizado bajo una espontaneidad que no cesa nunca. La composición celular de Santino Martin/Gladyson Panther es, indiscutiblemente, la de un cantautor. Ese término seguramente le parezca demasiado formal y grande. Mejor vayamos con cancionero.
Con tres acordes Santino te saca 20 canciones. Todas pegadizas e impregnadas de vocación de himno. Le funcionó a Lou Reed hace más de 50 años en Nueva York y todavía funciona con frescura para este habitante de España y Hospitales. La sencillez es un horizonte obligado. En eso no cede. No le parece que haya que refugiarse en la metáfora para expresarse. Descartando el ropaje del quehacer filosófico, prevalece lo adecuado y directo; economía de palabras correctas, nada de poesía lírica, ni palabras intrincadas.
Más allá de la ortodoxia de lo simple, Gladyson Panther nunca es obvio ni reiterativo. OK, tal vez sí lo sea con su reincidente fijación en morirse/matarse. Pero eso califica como guiño, un recurso del personaje rockero que despliega sobre el escenario.
Las maneras en que Santino crea una canción van cambiando. Van evolucionando de forma orgánica. Por supuesto, hablando de alguien tan joven, es obvio que todo está en proceso de transformación casi urgente. Todavía no hay ningún método que haya quedado. Tal vez en el futuro. Lo cierto es que Santino no descarta nada. ¿Herramientas? Guitarra, teclado, cuadernito, computadora y Twitter. Sí. Santino supo desarrollar canciones a partir de algún tuit arrojado a la red. Todo depende del momento.
“Mi forma de componer va mutando”, explica unas horas después de la llegada de No me pidas perdón. “Las que son más canción, las compongo con la guitarra. Hago una progresión de acordes y voy agregándole la melodía que se me ocurra. No compongo a partir de una melodía. La melodía se adapta a lo que escribí”.
En ese sentido se extiende: “Hay ideas disparadoras, frases que voy anotando. Las cosas van a apareciendo. Ahora mismo estoy componiendo mucho con la compu. Robo alguna base de Internet o me pongo a hacer algo ahí y escribo encima. Se nota mucho como va cambiando la cosa”.
Entre discos, recitales, anotadores y canciones algo se desprende desde ese accionar espontaneo e inquieto: Martin no quiere ser etiquetado ni ubicado en ningún casillero. No es que lo diría abiertamente, es preferible buscar las señales a propósito de las (micro) observaciones que hace sobre lo que rodea al mundillo musical. “El héroe del indie”, “Not dead” o “Ya no canto” hablan elocuentemente.
Gladyson Panther es indiferente (y lejano) a sumarse al plantel de propuestas políticamente correctas que actualmente pueblan las esperanzas de la industria basada en Spotify y en redes sociales.
Por un lado, hay mucha angustia, ruido y dolor en sus canciones. Todo proviene desde una honestidad brutal libre cálculos. Además, su predilección a cantar sobre morirse/matarse/suicidarse (aún como recurso meta) lo aleja del monótono lamento manso que marcó tendencia en los últimos años.
Por el otro, su acto en vivo es impredecible, roto, divertido: todo bastante inusual en estas épocas de sorpresas anunciadas, seguridad y riesgos inexistentes. En febrero de 2018, cuando Gladyson Panther –el joven- irrumpió en la atención del circuito rosarino independiente al subir al escenario de un D7 sold out como invitado de Luca Bocci, hubo algo fascinante. Ese adolescente algo cabizbajo e incómodo irradiaba espontaneidad al ciento por ciento. Cero pretensiones, divertido y sin tener idea real de lo que estaba aconteciendo, Gladyson Panther salió entre la gente y subió al tablado a cantar con la mochila puesta (esas negras, de alguna banda de rock, bien 90 y 2000). Divertido, antes de tomar el micrófono saludó con los brazos para luego proceder a tirar un desodorante hacía el público. Esos pocos minutos tuvieron más espontaneidad, energía y disrupción que cuatro años de frío orden musical basamentado en Festivales de franquicia, listas de Spotify y curaduría de productores.
FIN
20 horas antes de cerrar esta publicación recibo un llamado bien temprano por la mañana. Para ser exacto, 8:58 AM. Es Gladyson Panther –el individuo- que propone ir a desayunar. Afuera, en la calle, se siente fuerte la ola polar, además del humo que viene estallando desde el Paraná. La temperatura es de – 4° y sobre los tapabocas, las bufandas no alcanzan para pilotear la fresca.
“Yo sabía que ibas a estar despierto como yo”, dice vía celular. Hay un trasfondo a la invitación: a las 9 tenía que ensayar en el Fructuoso Record Club/Varese, pero El Panda se quedó dormido. Entonces, antes del ensayo, sale cafecito (que Santino no toma).
“Mi mayor meta, creo, o sueño, es poder vivir de esto. Poder profesionalizarme dentro de lo posible. Tocar en todos lados. Poder hacerme dientes de oro. No depender de ningún trabajo formal. Siento que nací para hacer música”, comparte Santino. “¿Está bien eso?”
Un rato más tarde, ambos socios creativos están encerrados en el estudio, con sus auriculares, teclados y sintes. El dúo está enfocado en el repertorio del Festival de El Club del D7 (5/9). De a dos, con ideas que rebalsan, quieren probar cosas distintas. Están aventurados en una hermandad sónica con probabilidades difíciles de pronosticar. Se quieren correr de todo, salirse de su propio molde, reinventando lo que tienen entre manos. Están creciendo en público, pero no lo saben. Mejor.
Por Lucas Canalda & Renzo Leonard
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