Con una reciente trilogía de simples y un disco en camino, Magalí Cibrián hace canciones que fusionan poder narrativo y pop.
Por fuera del radar de una industria frenética, reflexiona sobre la necesidad de producir música.
Magalí Cibrián nunca decidió ser música. Empezó a hacer canciones por una necesidad interior. Simplemente se mandó y acá está, varios años después, conversando sobre sus procesos personales y creativos durante un sábado por la tarde.
“Desde que tengo uso de razón me gusta escribir y cantar. Un día me di cuenta que eran herramientas que me podían ayudar a sanar y transitar situaciones que dolían. La música tiene poder curativo”, comparte cuando el sol está bien alto, calentando a la gente en la calle. Ella, por su parte, está en casa, un monoambiente desde donde produce videos, canciones y algo más.
Charla y se ríe de manera pausada. Salta hacia adelante y hacia atrás en su timeline personal, apuntando sobre un disco que está en camino, o los tangos que escuchaba durante su infancia gracias a su mamá abogada y beatlemaniaca. Por supuesto, el abuelo José y la abuela Ana María aparecen en un hilo de momentos tan tiernos como formativos.
“Creo que la música me dijo, vení, tomá, tengo este remedio, ¿lo querés?” Lo probé y quedé enganchada”, comenta.
“Los primeros temas que hice no sé cómo los compuse. No sabía lo que era una escala o un acorde. No quería asumir que era música. Después se fue abriendo camino”.
Quizás no sepa cómo lo hizo, pero queda claro que Magalí tiene la capacidad de atrapar al oyente en una narrativa musical que depara emocionalidad. Magalí hace historias, le sale natural desde un pulso creativo diferente.
Magalí tiene 33 años. Es música, compositora y realizadora audiovisual. Proveniente de una familia de artistas que supieron nutrir su creatividad, desde hace varios años transita el ámbito musical de manera independiente. Con un pie en las canciones y otro en el campo audiovisual propone una combinación de elementos que imposibilitan la descripción sencilla que exige una gacetilla de prensa.
En 2018 lanzó su primer disco, La hora azul, obra que incorpora elementos teatrales, cinematográficos y oníricos. Las canciones de ese disco tienen un tono algo oscuro y una instrumentación que marca una senda que podría considerarse rayana al pop barroco.
Su música parece habitar un espacio algo impredecible, un territorio donde manda la curiosidad y la narración. Dejarse llevar por lo onírico es fundamental. Más que entenderla, la música de Cibrián demanda sentirla.
Una descripción de hace algunos años funciona como una gran advertencia para el disfrute: “hago canciones que parecen cuentos”.
Los elementos de sus canciones mixturan aspectos autobiográficos, aventuras oníricas, y un estado de búsqueda entre la fragilidad y la fortaleza. Se destaca, además, que sus canciones tienen un appeal que parece trascender cualquier edad. Se trata de criaturas casi universales que parecen hablarle a varias generaciones. Las canciones tienen cierto filo. Parecen cercanas al mundo de fantasía de Neil Gaiman donde cada espectador es interpelado, independientemente de su edad.
Hay una bruma oscura en el aliento de «Oda a la decepción», una de las canciones de su debut del 2018. En la reciente «La primavera del desencanto» algo de esa mueca sobrevive en clave algo más luminosa. Ambas coinciden en algo: la resiliencia como una virtud interior.
En los últimos meses publicó una trilogía de simples que funcionan como un adelanto de su segundo larga duración.
Mientras «Fugir» y la recién estrenada «When», representan un pedido de fuerza y de coraje para dar un paso doloroso y necesario, la mencionada «La primavera del desencanto», cuestiona los valores de competencia y de egoísmo que nos han enseñado históricamente y sobre los cuales solemos construir cadenas de frustraciones y daños.
El disco nuevo llegará en 2022. Quizás antes, con algo de suerte. Las canciones están listas, pero el proceso de elaboración demanda atención y paciencia.
La producción demanda aprendizajes. Al mismo tiempo, exige permitirse prueba y error: experimentar para ver; equivocarse para crecer.
El tiempo es un recurso primordial. Tanto el personal como el del mundo real. Producir, hacer su vida, trabajar; ponerse todo al hombro es una empresa corajuda. De nuevo: hablamos de una aventura que solicita paciencia.
“Ser una artista independiente demanda otros tiempos a los propuestos por la industria”, reflexiona. “Entregarse a esos tiempos sería algo irreal”, agrega.
“Trabajar muchas horas por día, bancar todo lo que hacés, y al mismo tiempo experimentar o estudiar, exige mucho. Querés que el material pueda transmitir lo aprendido. No podés correr”.
Pero Cibrián es inquieta. Rechaza lo unidimensional. En paralelo al nuevo disco está escribiendo un proyecto de serie para el público infanto-juvenil. No dice mucho. Sin abundar en spoilers filtra un detalle: “me permite abordar de una manera lúdica tópicos que son urgentes”.
Conversar con Cibrián tiene cierta frescura: no acude a ningún cassette ni discurso preparado de antemano. Con espontaneidad revela procesos personales que también echan luz sobre sus procesos artísticos.
No compone pensando en un género o una onda determinada. Tampoco corre tras un nicho o una etiqueta. Cuando necesita curarse de algo, surge una canción. Es sublimación, aunque ella evita la palabra.
A partir de esa curación empieza a pensar la producción. Con los años fue sumando herramientas para desarrollar el material. La búsqueda sigue. Todavía no está conforme. Las canciones piden, las canciones necesitan. Magalí lo entiende. Se ríe contando que, a veces, lo comprende justo a tiempo. En otras ocasiones, llega tarde. No se desanima: entiende que son procesos que siempre están activos. Hay revancha mientras siga caminando.
“Quiero transmitir. Quiero que el cello hable, que cada parte diga algo que llegue”, comenta. Yendo más allá de los procesos de producción, remarca que lograr cierta emocionalidad depende de una cercanía entre los músicos involucrados. No tiene que haber una banda enorme, sencillamente tiene que existir un vínculo real entre los músicos implicados. “Todo se va construyendo desde el vínculo”, observa. Luego sentencia: “la conexión vale más que nada”.
Distante de las etiquetas de consumo que propone la industria, busca crecer desde un lugar propio. No se trata de una carrera inútil en pos de la originalidad: quiere llegar a capturar una expresión más real.
“Me identifico con el arte que tiene una carga emocional fuerte y una sinceridad que te atraviesa. Lograr un clima, desarrollar un mundo particular, es fundamental para mi” , comparte. Sabe que no está sola. “María Pien y Paula Maffia son dos ejemplos. Son propuestas que me impactan. Emocionalmente me llegan”.
Al repasar el rastro digital de Magalí algo se repite, como una línea fija que la describe en su alcance y en su dedicación: artista integral. Cibrián es tanto compositora como realizadora audiovisual. En los años recientes, además, suma una formación que la adentra en la producción musical, sin ser un título oficial. La necesidad de seguir creciendo la llevó a entender con mayor precisión cada paso del proceso creativo. Ser responsable del puntapié inicial del juego, procurando las canciones, no fue suficiente. Entender cada eslabón se tornó imprescindible, por eso los tres años que pasaron desde su disco La hora azul la encontraron aprendiendo, yendo paulatinamente hacia otra entrega, hacia un compromiso más demandante.
Disfrutando la producción de su música, enfocando en detalle cada aspecto de su tarea, Magalí entiende al tiempo como una velocidad propia que poco tiene que ver con una industria (musical, audiovisual) que explota de manera cuasi invasiva.
Su dedicación también podría pasar como una obsesión. Sin embargo, la tranquilidad de sus procesos denota que todo transcurre en una plano saludable.
Cibrián refuerza la idea de una velocidad personal diferente a lo que propone una industria que avanza a paso frenético. Mientras que la corriente de data contaste despersonaliza, arrastrando al artista hacia una estado de caricatura borrosa donde persona, personaje y exposición social mediática convergen en algo que desorienta y agota, Cibrían encuentra algo de equilibrio sabiéndose consciente de un esfuerzo que la tiene alejada de esa cadena de producción.
“Bajar un cambio y estudiar es necesario. Es algo que tardé en hacer”, señala. “Cuando me puse a producir estos tres temas, estuve involucrada más que nunca. Para lograr eso hay que entender cada vez más”.
Con una duración de apenas cuatro minutos, «When» condensa una importante cantidad de arreglos enfocados en la narración de una Cibrián cantando en inglés. Del error del silencio, Cibrián hace aceptación y catarsis. Tiene la capacidad de tomar algo oscuro y doloroso para convertirlo en algo que puede cantar junto a la gente.
Escapando a la categorización, su música denota elementos de mundos diversos: pop de cámara, boleros, melodías de raíz catalana y mucho rastro latinoamericano. Un cierto sinsabor es otro elemento común en casi todas sus canciones. Se trata, quizás, de una persona que no relega su sensibilidad a un estado de piloto automático. Cibrián parece observar con profundidad, cincelando su sentir en una canción.
Cibrián tiene una voz que irrumpe tomando el control. Recurriendo a imágenes barrocas y literarias bien propias de un universo cinematográfico y una herencia que dice tanto Lewis Carroll como Maria Elena Walsh, hace un ejercicio de la imaginación.
Cuando la música le ofreció un remedio ella aceptó y dijo “dame más, necesito más”, empezando a fabricar mundos a su propio ritmo. En eso anda.
Por Lucas Canalda