La última hija pródiga de la escena rosarina regresó a la ciudad para presentar Hermanada, su primer álbum. Con una propuesta integral que incluyó banda completa, diseño visual e invitados sorpresa, la noche se transformó en una confirmación del camino elegido y de todas las decisiones que la consolidaron como una artista distinta.
Es sábado por la noche y la casualidad se tomó el día.
La entrada de la tradicional esquina de Mendoza y Sarmiento ofrece una postal poco común, protagonizada por un compendio de personalidades del circuito cultural rosarino: productores musicales, gestoras culturales, fotógrafas, periodistas de tres generaciones, realizadores audiovisuales, escritoras y libreras.
Hay músicos y músicas que, según un cálculo improvisado, pertenecen a catorce grupos distintos. Vienen del rock, del groove, del indie, del reggae, y la lista podría seguir.
La situación de encuentro constituye una microescena en sí misma. Hay talento de sobra. Gente que impulsa las arterias artísticas de una ciudad que sobrevive gracias al horizonte de la autogestión.
La casualidad debe andar de franco. No hay forma de que este rejunte sea azar.
La razón que les convoca debe ser lo suficientemente poderosa y transversal como para reunirles. ¿De qué se trata la noche, entonces?
Se presenta un disco llamado Hermanada.
Es un disco que se estrena para el disfrute.
Pero hay más: es una noche especial para la artista responsable.
Ella confirma las elecciones que la trajeron hasta aquí.
Esta noche está forjada por esas elecciones, no por casualidad.
La artista toca desde los 13 años. Habita el circuito musical desde los 15. Las decisiones de su vida adolescente y adulta la llevaron hasta este preciso momento. La pibita que eligió tocar y formarse en la autogestión se condice con la profesional que gira por todo el país, junto a artistas consagrados.
Agustina China Roldán sabe enlazar mundos. La prueba es esta noche.
Hermanada se estrena ante una pequeña comunidad.
Apostando por un profesionalismo certero, los horarios se respetan de acuerdo a lo anunciado. El público apura sus pasos sobre los escalones de Lavardén mientras se revisa la ubicación de cada boleto.
Bifes con Ensalada (también conocido como Agustín Reyna) abre la noche en un tono intimista. Cuenta con su cantar privilegiado, su guitarra y un puñado de canciones gestadas desde un entendimiento personal de la cultura pop.
Durante media hora toca el material aparecido en los últimos tres años. Desde sus novedades hasta la primera canción que compuso para el proyecto. Tras su lucimiento solista, El Bife se queda con la banda, sumándose a los coros.
Luego de un breve intermedio, la banda completa de Roldán toma el escenario. Desde entonces, la noche se desarrolla con un dinamismo sostenido que casi no tiene quiebres ni pausas. Tras la presentación en La Tangente, el timing está bien aceitado, con un equipo ajustado que se mantiene tanto en Capital Federal como en Rosario.
Con la banda sonando, quien abre el diálogo es el lenguaje corporal de la protagonista principal.
Roldán aparece en escena con movimientos cuasi flotantes. Entiende que su aparición marca el inicio del show. Su entrada debe ser única.
Se mueve con gracia. En sus pasos, seguros y pícaros, aflora la firmeza de una artista que supo prestarle particular atención a lo escénico.
Roldán se enfrenta a la sala con la seguridad tupida de la experiencia. Es aquella estudiante de jazz que renegó del virtuosismo para sostenerse en el calor de la canción. Es la integrante de Chino Río. Es la misma que se nutrió de decenas de experiencias colectivas.
Son todas esas Chinas en una sola.
Compositora, cantante, tecladista y acordeonista. Maestra de ceremonias. Frontwoman. Líder.
Luce su vestuario en una danza de convite: luce pero no revela; pasea pero no se aleja.
Ese juego introductorio nos deja saber que su prestancia se permite lo lúdico. Sabe divertirse. Apela a la fantasía. Juega la carta de la sensualidad. Es construcción.
Cada gesto asienta su rol fundamental en la escena general: figura central de una apuesta mayor.
Luego de una introducción ceremonial, llegan «Strogonoff» y «Buenas noches».
Lo que se insinúa como una cercanía susurrada rápidamente evoluciona de una propuesta de neo-soul armónica y discreta a un proyecto audiovisual que deja entrever su escala.
Hermanada es la excusa que convoca, aunque también se cuelan canciones de otras épocas. «Gajito de ciudad” genera la primera referencia hacia tiempos no tan lejanos.
La lista avanza. Suenan «Clara», «Caso serio» y «Mejor no callo».
Por cada canción, los matices visuales cambian, con una progresión paulatina. Ningún detalle queda librado al azar. Se intenta buscar una sinestesia común.
La banda está compuesta por Edú Gabriel en bajo; Juan Sarda Lerotich en guitarra; Santiago Arroyo en percusión; Naiah Trigoso en teclado; Lean Quinteros en batería; Gwido Cirione en saxo; Manu Fuertes en trompeta; Igor Cuervo en trombón; Catalina Vila y Reyna en los coros.
Se trata de un show integral. Una apuesta completa que se interpreta como una declaración de principios: cuando la lógica dicta reducir debido a bolsillos magros y presupuestos detonados, aquí arriesgan para superarse.
Una banda completa, además de acordeones, vientos y escenografía. Las proyecciones de Javier Casadidio. Un vestuario dedicado. Como se dijo previamente: una escena mayor.
Entre todo lo que puede destacarse sobre la presentación, hay una idea que no pasa desapercibida: no hay ningún tipo de redundancias estridentes. La música habla de forma poderosa, ofreciendo la oportunidad para que la construcción evite literalidades.
La China no necesita enfatizar demasiado. Unas pocas palabras son suficientes: “Aguante la autogestión. Que viva la música real con la que podemos decir algo.”
Hermanada es un álbum que dice mucho para quien sepa (quiera) escuchar.
En tiempos donde se predica el individualismo en todos los frentes, cada canción se hilvana con una idea sugerente: hermanarse con aquello que nos hace humanos.
Para su compositora, hermanarse con la música es una forma de encontrarse consigo misma y de centrarse cuando todo alrededor está alterado. De esa forma, hermanarse con aquello que nos hace sentir vivos, con los pies en la tierra, se vuelve clave. Puede ser la música. Podrá ser la familia. Cada quien sabrá.
Publicado el primero de noviembre, Hermanada es un disco logrado donde se manifiesta lo artesanal, como predicó en El Pity treinta años atrás.
La sofisticación y el virtuosismo están enfocados en composiciones que entienden a la canción como puente de vinculación. Son canciones que dicen. Más importante aún: son canciones que llegan.
Roldán comprende que la misión del arte es transformar. Por ende, decir es imprescindible. El corazón adelante; la catarsis como impulso; la cabeza para producir de manera consciente, comprendiendo el contexto.
El disco fue grabado en el Estudio Brod por Juan Pablo Sarda, quien coprodujo cada instancia junto a Roldán.
La dupla se embarca en una primera experiencia conjunta, produciendo sin redes de seguridad. Ese fluir orgánico logra canciones ajenas a clasificaciones concretas.
Hay un concepto orientador que parece respetarse: la comprensión del jazz como una carta blanca para moverse en libertad, atravesándolo todo.
Aparecen retazos de soul, R&B y música latinoamericana, con estribillos que saben ser poperos. Con todo, manda la canción y el jazz provee fluidez. La ecuación funciona.
Hay una cuota de rock argentino que parece imbuir a la China hacedora de canciones. Una inclinación por olfatear lo sintomático de los tiempos.
A su forma, Roldán pone un énfasis significativo en el contenido de sus letras. Aborda temas de amor, deseo e identidad a través de una composición introspectiva. Entre tanto, el ropaje musical propone instrumentación en vivo y técnicas de producción digital, creando un sonido cálido.
Mientras que «Perlita» tiene la responsabilidad de cerrar el disco, en la presentación la canción cumple un rol diferente: tuerce la dirección sonora y estrecha la cercanía.
Luego de un segundo de silencio, desde el ingreso de sala se insinúa un acordeón tímido que luego toma fuerza hasta incorporarse. Aparece Lucas Roldán —hermano mayor— tocando un vals mientras se dirige, con pasos cuidadosos, hacia el escenario. Subiendo unas escaleras, se encuentra con la China, quien ya carga su propio acordeón.
El litoral se manifiesta, inspirado en las personas y tradiciones que nos nutren. Es un momento contagioso. Con las luces puestas en el escenario, hay quienes se atreven a soltarse en los pasillos, dándose al baile. Difícil, aunque no imposible.
La lista sigue con «Compañera», «Corazón de papel» y «Andate a la mierda». La intensidad sube de diferentes maneras. Desde lo rítmico, claro. Pero también empieza a jugar fuerte lo emocional. Si la China expresa con su música, todavía quedan palabras que resuenan. Será por eso que cada canción se celebra de diferente manera, como si el factor FAV estuviera repartido fuera de lo predecible.
Mientras que cada integrante del grupo podría calificarse de mostri, parece haber una resolución en pos de la sobriedad. Virtuosismo sí, derroche instrumental no. Corrida de esos vicios típicos del circuito, se prioriza la idea de espectáculo integral basado en la canción. Con esa decisión, la extensión del show se vuelve amena, posibilitando bises cómplices, entre otras sorpresas.
Luego de un primer agradecimiento, las luces de la sala se encienden discretamente. Observar los rostros del público sentado deja saber que el aprendizaje es un proceso que refleja y alimenta de manera mutua.
En las butacas se advierten muchos compinches de aventuras de la China, de etapas previas.
La noche de confirmación atraviesa tanto a la artista convocante como a quienes están debajo del escenario, compartiendo el viaje con ella.
Hermanada se trata precisamente de eso: aprender es una necesidad; compartir, también. La empresa de crear en un mundo grosero y falto de decoro está lejos de ser inútil. La música llega donde la palabra no.
Texto por Lucas Canalda
Fotos por Gaby Terre
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