El ilustrador Maxi Falcone presenta Esquizomedia, novela gráfica que entrama modelos de nueva masculinidad con las angustias de una generación crecida sin estridencias de reclamo en una Argentina de neoliberalismo en loop.
En 1991, el joven animador Mike Judge canalizó la angustia de una vida dentro de un cubículo con un cortometraje llamado Office Space, featuring Milton. Fue un lanzamiento discreto para una de las voces cómicas más singulares de la década, que poco tiempo después se despachó con Beavis and Butt-Head por MTV.
En febrero de 1999, meses antes a la fiebre mundial del 2K, Judge estrenó un largometraje llamado Office Space, que retoma el universo de cubículos, burocracia y alienación corporativa.
La película narra la historia de Peter Gibbons (Ron Livingston), un joven ingeniero de software de la firma Initech. Pasados los treinta años, Gibbons está mal pagado, socavado y frustrado. Una tarde, en un suceso imprevisto, queda atrapado en la profundidad de una hipnoterapia. A partir de ese instante, ya no se preocupa en decir que sí, ni tampoco en bajar la cabeza o tragarse sus sentimientos. Desde que todo empieza a resbalarle, cada aspecto de su vida laboral mejora, hasta recibiendo un ascenso simplemente por expresarse con sinceridad.
Entre incendios, romance e intentos de robo informático, el mensaje (?) del filme se simplifica sobre el final: a la mayoría de la gente no le gusta su laburo, pero salen y encuentran algo que los hace felices entre toda la mierda cotidiana. Más que resignación o entrega, lo que propone Judge es una forma de hacerle frente a la frustración.
Como una especie de Peter Gibbons de la vida real, hacia sus treinta y pico, Maxi Falcone, llevaba adelante una existencia de joven adulto cargada de frustración, rutinas y de agobio existencialista. Como el personaje de la película, Falcone transitaba un trabajo como programador que jornada tras jornada lo enfrentaba a un monitor. En perfecta y eficaz formación, los esfuerzos de los trabajadores se alineaban con la originalidad de una hoja cuadriculada, infinita e inexpugnable.
A diferencia del protagonista de la película, Falcone no fue hipnotizado para que todo le resbale. La vida real no resulta tan sencilla como la ficción. Sin hipnosis ni escapatorias ficcionales ready made por fantasías tardías del neurótico moderno, Falcone llegó a su límite y decidió tomar la vida por las astas. ¿Renunció? No, hay que ganarse la vida. ¿Llegó con una AK-47 a la oficina? Tampoco. La policía no le cedió ninguna. Tampoco los narcos. Sin opciones dignas de un breaking news del primer mundo, Falcone decidió buscar catarsis y paz mediante su pasión más longeva y certera: la historieta.
“Arranqué Esquizomedia como un blog de historieta. Había una idea de contar más intimidades, no había una prioridad por mostrarse feliz o exitoso como hoy. En una línea intimista, arranqué alrededor de 2008. El nombre devino de una empresa donde trabajaba, Enciclomedia. Me sonaba bien y me daba la oportunidad de irme para cualquier lado. Eso duró un año. Caí en la cuenta de que era una locura. En 2010 lo retomo ya desde una perspectiva laboral. Estrictamente se trataba de lo que vivían los programadores de una empresa de software. Era un acercamiento que nos hacía sentir menos solos. Lo llamativo es que el maltrato de una empresa de programación es diferente. Va por el lado de la incomunicación. Meses sin nada que hacer, nadie te explica qué pasa, cuál es el siguiente paso. Nadie te habla, ni te molestan ni te escuchan; un comportamiento gerencial que ni siquiera se gasta en una buena mentira. Te miento y vos lo aceptás porque sos mi empleado”.
Bajo el Imperio de jefes ineptos, burocracia que entumece la mente, camaradería forzada, trabajo repetitivo y vidas hipotecadas a la rutina en pos de un estabilidad sin sobresaltos, las tiras del blog iban acumulando páginas de una futura y jamás imaginada novela gráfica.
Ilustragramador
Falcone es un tipo de perfil bajo, poseedor del don de la constancia. Silencioso, siempre anda en alguna aventura que aparecerá de manera inesperada y sin tanta alaraca. En tiempos en que el autobombo es principio, lo de Falcone es una magia modesta bien distante del culto a uno mismo.
Sus ilustraciones pasearon por blogs propios o sitios como Rosario3. Actualmente suma esfuerzos en Alegría Política y El Eslabón, además de programar la revista Rea.
Sin acceder de lleno a la masividad, sí supo disfrutar de la viralización de sus viñetas en varias oportunidades. Su más reciente hit en Facebook es Instagramsci, que se multiplica por los timelines de Facebook en cada una de sus apariciones.
La música es otra porción considerable de Maxi. Fue parte de una etapa iniciática de Matilda, integrando la formación que editó el álbum debut Tres corazones rotos y un ordenador. Hoy es miembro de Cromattista, una de las insignias instrumentales del sello Discos Del Saladillo.
Mientras que las creaciones de Falcone viven en un presente digital, el primer instante de amor entre las viñetas y el autor data de hace más de cuarenta años. Sus primeros recuerdos acerca del mundo del dibujo y la historieta remiten a una muy temprana edad sobre el filo final de los 70, cuando sus padres tenían que buscar formas para que el pequeño Maxi se quedase quieto para una correcta alimentación cotidiana.
“De muy chico mis viejos compraban revistas para entretenerme mientras me daban de comer. Yo estaba fascinado por las imágenes; de esa manera no me negaba a comer y no renegaban tanto. Antes de saber leer, me habían comprado las revistas de editorial Columba. Me imaginaba los diálogos al mirar los dibujos, pasaba horas así. Ese fue el punto de entrada de la historieta. Siempre me imaginé haciendo eso. Un quiebre fue haberlo leído a Crumb en la primera revista Fierro. No tenía idea que con las historietas se pudieran contar ese tipo de cosas. Hasta entonces no había leído así. Fue la identificación con la persona; el loser de la escuela, el loco, el psicópata. Me dije que quería hacer eso”.
Al finalizar el colegio secundario en la Escuela Integral de Fisherton, entre idas y venidas en colectivo al centro de Rosario para rastrear material de lectura, un Falcone determinado se inclinó por una vida dedicada al dibujo pero, eventualmente, esa decisión sería abandonada, al menos por un tiempo.
En una Argentina inmersa a los estragos del menemismo, Falcone estudió Artes Visuales en la Escuela Provincial. El final de la carrera llegó en 1997, en medio de una convertibilidad cimentada sobre pesos-dólares, domingos y saúles. En esa coyuntura, el joven Falcone cayó pronto en el desencanto: “En las Artes Visuales no se puede hacer mucho sin un mango; para dedicarte a eso necesitás un ingreso de un laburo que al mismo tiempo te quita el tiempo para dedicarte a lo que estudiaste. Es muy difícil”.
Un tiempo después, ya inmerso en el mundo de la programación y mientras se acercaba a los cuarenta, Falcone tomó consciencia que su vieja y descartada pasión podía ser una herramienta de catarsis y redención para sobrellevar una vida adulta de trabajo insalubre en el mundo real.
“Metido en el ámbito del software me encontré con que el dibujo era el lenguaje con el que podía sobrellevar lo que estaba viviendo. Ahí me reenamoré del arte, le encontré otro sentido. Para entonces ya estaba por mediados de mis treinta. Uno muchas veces tiene el gesto de abandonar algo que termina reencontrando después”.
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A sabiendas que Esquizomedia (Rabdomantes Ediciones) hoy puede ser leída como un acto reflejo anticipatorio de una midlife crisis o una respuesta a los asuntos pendientes de un pasado latente, Falcone vuelve sobre el momento justo en que la novela gráfica tuvo su primer paso.
El catalizador llegó desde el mismo universo pop que de niño había capturado su imaginación y curiosidad: los mismos días que le entregaban cuatro décadas de vida anunciaban la llegada de una tercera trilogía de la saga creada por George Lucas.
¿Cómo puede ser que en los días en que estoy cumpliendo cuarenta llegue una nueva trilogía? ¿Cómo puede ser que esté tan interesado por esa película, por esos juguetes, por ese mundo, ahora siendo un adulto? En comparación con mi viejo, a esa edad yo ya había nacido. Me comparaba directamente con él. No me imaginaba que iba a seguir siendo un niño interesado todavía en cosas así. El disparador fue eso. El Darth Vader fue una puerta de entrada a la infancia. Me da la sensación que hay una sociedad que no te deja crecer, que pretende mantenerte siempre en una situación de infantilidad permanente, de ser un niño”.
El libro surge como la posibilidad de reunir el material de Falcone a través de los años. El ámbito laboral del programador entumecido y rabioso supo ser un niño diferente, creciendo frente a un TV, una ventana a la factoría del sistema capitalista y sus fábulas resueltas en contundentes blancos y negros. Entre el programador entumecido y traga ira que echa panza en pos de una vida de seguridades y el niño que todavía late en pulsiones irresueltas por los imprevistos de la vida, hay un mundo donde aprender a hacer equilibrio, conjugando paletas de grises en decisiones cotidianas que nos determinan, que nos conforman. Crecer, aprender y ceder; hacer para no perecer.
“Siempre hay presión de lo que es el entorno social. Ceder, de alguna manera, es crecer y sobrevivir, pero me da la impresión que nosotros, como generación, cedimos demasiado. No hemos sido una generación conflictiva. Diría que hemos sido una generación bastante sobreadaptada. La lógica de primero bajarse los pantalones para que luego te pidan bajarte los calzoncillos, sucedió. Así funciona el poder”, observa Falcone, integrante de la generación X.
“En un principio pensé que iba a terminar escribiendo una historia moral, algo sobre el bien y el mal, algo bien de Star Wars, pero me encontré yendo hacia otros lados. En pleno auge de las redes sociales me daba cuenta que la felicidad era un paradigma muy fuerte. La gente tiene que mostrarse feliz permanentemente. La dicha, la tristeza, la vida real, no pertenecían. Eso fue un disparador de los últimos tiempos. De ahí derivó a la posverdad, otro fenómeno de nuestros tiempos. Desde ahí empecé a encontrarle la vuelta a esa pregunta por la infancia”.
Hijo único de padres de clase trabajadora, el pequeño Maxi crece en un hogar donde las imágenes dominan su atención. Primero desde las revistas, luego desde la televisión. Las películas de fantasía, las teleseries ochentosas y los íconos globales regían la imaginación de un niño bombardeado por la ventana de canales.
En un mundo dividido por el muro de Berlín, la industria del entretenimiento norteamericano era la herramienta más poderosa en la batalla cultural. Mientras que Michael Knight y KITT se consumían como contrabando de subversión capitalista del otro lado de la cortina de hierro, en la Argentina eran combustible estimulante para imaginación de niños y jóvenes. Madonna y Boy George, íconos de la era del video, eran propaganda de la decadencia occidental más allá del muro. Entrar en contacto o poseer semejante material podía generar problemas graves en ciertas partes del mundo.
Pero el pequeño Maxi (el real y el personaje) no está del otro lado de la orilla comandada por Reagan. Vive y crece en el gran Rosario post dictadura, un aglomerado urbano golpeado con ferocidad por las políticas económicas de Martínez De Hoz donde predominan las familias obreras, con padres y madres que trabajan todo el día mientras que los chicos van a escuela y luego se alimentan de un bronceado catódico que les ofrece narrativa post Vietnam, espadas láser, máquinas que hablan y son pilotadas por galanes ocurrentes. Lo foráneo se complementa con dosis diarias de destape y picaresca nacional en formatos que hasta el presente se resisten a morir.
En Argentina, Michael Jackson, Culture Club y Madonna no son material subversivo pero sí son exponentes desafiantes de un tiempo en que los contrastes generacionales empiezan a chirriar dentro del hogar. Especialmente entre hijos varones y padres crecidos entre dictaduras.
Con un padre laburante y sin hermanos mayores de quienes asimilar roles de masculinidad tradicionales, el niño Falcone crece diferente. Desarrollando una masculinidad distinta y bien alejada a la de un padre criado en un mundo donde pasar de pantalones cortos a pantalones largos significaba algo más que un cambio de vestuario.
Lejos del fútbol, de la plaza, entre revistas, libros y TV, Falcone será parte de una generación de jóvenes argentinos crecidos soportando lecciones de sus mayores casi siempre rematadas con “eso es de putos” o “ya te va a tocar hacer la colimba”. Una retórica cotidiana pasada de generación en generación y que tardaría poco más de una década en extinguirse.
Hurgando en su crecimiento, el Falcone narrador/ilustrador muestra en el Maxi personaje una revisión del rol del varón, una masculinidad que escapa a la hegemonía de las décadas en las que se crió. Ni campeón del potrero, ni macho musculoso en spandex con vincha sobre su frente; tampoco langa a lo Facha Martel o as del doble sentido como espejo de capocómico televisivo. El Maxi protagonista descubre la sensualidad vía Mtv, encuentra el erotismo en compañeras tan inexpertas como él, lo descubren en un camino en común, acompañándose.
“En ningún momento me planteé escribir sobre la masculinidad. Siempre me sentí afuera de un modelo de masculinidad predominante”, confía el autor. “Esa diferencia en la masculinidad se acentúa en ciertas zonas, creo. Alguien del centro no lo vivía como nosotros en los barrios, donde nos conocíamos todos, nos veíamos en todos lados, incluida la iglesia cada domingo. Lo más conflictivo para mí, era el fútbol. Es una herramienta disciplinadora, es la pasión de las multitudes, además en nuestra ciudad es mucho más apasionante. Es una herramienta disciplinadora que aparece muy temprano. Simplemente no me interesaba el fútbol, eso me puso en un lugar diferente al resto. Cuando me interesaba por otro deporte, me decían mis amigos que tal cosa u otra era de putos. Ahora que todo esto lo miramos de otra manera, me doy cuenta que también el libro es una historia sobre la masculinidad, de alguna manera. Entre todo lo que hoy se está discutiendo, creo que también es momento de pensar al varón. Es tiempo de construir una nueva masculinidad que dialogue con la vieja masculinidad sobre todo lo que está sucediendo hoy”.
Buceando en las vivencias que lo marcaron y lo hicieron crecer a los golpes, Falcone se adentra en interrogantes sociopolíticos propios de su generación. Por momentos las preguntas son para sí mismo, por otro, el autor parece ahogado, necesitado de un perspectiva externa que le procure algo de oxígeno. Elevando cuestionamientos algo existenciales, esos que golpean la nuca en cada número del calendario, genera una ruptura de la cuarta pared. Al interpelarse a sí mismo también lo hace de manera extensiva a su generación. En momentos de asfixia, busca respuestas en su círculo íntimo y otros personajes que se presentan. No pasa demasiado hasta que el propio lector es interpelado por el Falcone entre escéptico y agotado; un Falcone que finalmente está buscando un símbolo de paz, alguna certeza para seguir caminando.
Mientras transcurren las páginas un quiebre resetea la partida. Entre Shakespeare y Freud (o Anakin y Luke) el quiebre remite al Daniel Clowes más introspectivo, ese que recurre a elementos oníricos o surrealistas para mostrarse camuflado. Falcone no tiene tiempo para camuflarse, tiene asuntos pendientes, interrogantes abiertos que nunca terminan de cerrar, que arden en lo profundo de su cabeza: ¿Qué le diría a su padre en caso de una conversación? ¿Cómo sería ese encuentro? ¿Cuál sería su mirada sobre el hijo de cuarenta años? ¿Sobre el niño que creció?
Falcone se atreve a imaginarlo. Su atrevimiento va un poco más allá porque se decide a dejarlo sentado en viñetas. Catarsis y una cicatriz que pide ser.
“Me pasó algo interesante post libro. Ese capítulo lo reescribí tres veces. Tuve que reescribirlo por cosas que me estaban pasando en ese momento. Después de haber terminado el final, hice un montón de cosas con las que tenía que ponerme al día. Cosas que había dejado frizadas veinte años atrás. Retomar el trámite de sucesión de mis padres, fue una de esas. Fue una situación extraña, no lo hice con la frente en alto, fue bastante crítico. Hasta el punto de no dormir. Me reestructuró bastante”.
“Atravesar eso me hizo observar la relación entre escribir y dibujar”, remarca Falcone que respira con profundidad y tras un instante de silencio retoma la idea: “al escribir debo pensar el sentido de esa acción. Lo que más me sale es escribir de mí. Es algo que no se hace con tanta felicidad. Empiezo a revolver y encuentro cosas que no me gustan. El dibujo, en cambio, y probablemente todo el arte visual, es algo mucho más liviano, más agradable, hay más luz. Tal vez sea esa la razón por la cual los pintores viven por tanto tiempo y los escritores se suicidan. Creo que ambas cosas, la escritura y el dibujo, se sostienen entre sí; ambas encuentran el punto gris para llevar adelante la vida misma. Empecé a escribir el segundo el libro exactamente hoy; un año después de haber terminado el primero. Esa experiencia me agotó, pero ahora estoy buscando algo más”.