Con su libro El lugar en el que estoy cayendo Paula Galansky logró una colección de textos que funcionan como bitácora de un tiempo sin resto.
La escritora y la lectora intercambian roles para adentrarse en las historias que se cuentan entre lo mejor del año.
Viernes 16 de diciembre, Rosario flota en un trance húmedo de calor y fervor mundialista. A tres días de la final en Qatar, las calles céntricas pausan el efecto fin de año, de cara a un domingo que ya quedó en la historia nacional. Refugiada en una nube de aire acondicionado, Paula Galansky conversa con amabilidad. Principalmente habla de libros. Menciona autoras. Recurre a alguna cita, saliéndose con libertad de lo estrictamente puntual. Hay muchas preguntas dando vueltas. Al momento de recibirlas, responde de forma certera, disfrutando del desvío espontáneo que demarcan algunas palabras. Entiende que detrás de cada pregunta reside la curiosidad del otro. Le interesa hablar sobre El lugar en el que estoy cayendo, su primer libro. Galansky siente intriga por las lecturas que posibilitan los seis cuentos. Se evidencia que la Paula lectora le gana en curiosidad a la escritora. La Paula escritora prefiere quedarse en un segundo plano. Se libra una danza dinámica entre ambas. Una no existe sin la otra. El libro no existiría sin ninguna de ellas. La curiosidad emana de ambas.
Para escribir tiene paciencia, dice. Toda la paciencia. Para el resto de las cosas, no. Ese resto suena demasiado enorme para una repregunta. Mejor mantenerse en curso. Si el libro es absoluto protagonista, entonces, es menester destacar que fue desarrollado con debida paciencia durante unos seis meses. Con la Paula lectora volviendo sobre los cuadernos de la Paula escritora. La paciencia es clave en una elaboración que recibe capa sobre capa sobre. Llegado el momento, la otra instancia clave es quitarlas, sabiendo qué dejar. En el libro, ese trabajo resultó en textos económicos que hacen gala de una musicalidad que reverbera. La autora encuentra un equilibrio justo para hacer foco sobre la muerte, el dolor, lo desconocido, los vínculos y el tiempo. La paciencia funcionó para desarrollar El lugar en el que estoy cayendo. Para el resto, no sabemos.
“Estaba en un proceso de buscar lo mínimo”, explica Galansky. “Existieron procesos de achicar o de ver en detalle. Eso me permitía ver más historias y elegir. Hubo una decisión global, mientras estaba escribiendo, de quedarme con una cosa. Fui puntual: estoy escribiendo sobre ésto. En distintos cuentos tomaba consciencia de que me quedaba con algo más bien chico. Laburé mucho eso”.
Los cuentos de El lugar en el que estoy cayendo transcurren en lugares que entendemos: refugios litoraleños cruzados por agua amarronada; barrios de vecinos eternos que resisten al lifting invasivo de la especulación; la villa cariño de cualquier urbe chica que nunca termina de dar la talla de ciudad real. Hablamos de aquellos rincones que conocemos en primera persona, de espacios que transitamos de manera cotidiana desde la letanía del segundo plano. Se trata de lugares que llevamos tan adentro nuestro que, al final, resultan completamente anónimos porque los damos por seguros. Desconocidos hasta el punto justo de asustarnos, ¿cómo puede ser aquello que nos resulta tan familiar lleve la impunidad del anonimato? Haciendo uso de un equilibrio depurado -oficio de escritora, pero especialmente de una lectora implacable-, Galansky traza un territorio afectivo que resulta tan cálido como ascético. A ese territorio lo habitan los personajes aunque son los lectores quienes lo transforman en un lugar vivo. Puede que la mejor jugada de la autora sea permitir que el lector avance sobre ese territorio hasta apropiárselo. Galansky elige sentar las reglas del juego, como una inventora que presenta su novedad y se muestra más interesada en observar desde afuera. ¿Será que retoma el rastro de Almada dejando en claro que el desapego es otra forma de querernos? Galansky escribe cuentos que se fortalecen desde la sugerencia, la exactitud y el detalle. En su economía narrativa gana una confianza que la hace atreverse a sentar las bases del juego. Podría sospecharse que la escritora se queda a un costado, casi sin involucrarse, dejando todo librado a su suerte, sin embargo, sería un error: Galansky permite un lugar para que todo aquello que no fue dicho termine de completar la experiencia de acuerdo a cada lectura. En una época de bajadas vulgares y sobredosis de redundancia, lo suyo es -de nuevo- un equilibrio generoso. Ese gesto, al final, se traduce como virtud.
“Los lugares son bien conocidos para los personajes”, confía. “Hubo una decisión de evitar dar una referencia exacta, más allá que sí las tienen, para mí. Siempre pasa que empiezo a jugar con los lugares. Se trata de un lugar de fantasía porque empiezo a matchear lugares que conozco”, explica la nativa de Concordia. “Por otro lado, el lugar se empieza a proyectar por lo que les está pasando a los personajes o por el tono del relato. En esa mezcla, el lugar termina siendo algo que sucede dentro de un personaje, tal vez. Cada lugar se empieza a desprender de la escritura misma”.
“Me da mucha libertad, cada vez que quiero escribir algo, ir moviéndome alrededor, manteniendo cierta distancia”, detalla Galansky. “Me da capacidad de lectura. Puedo irme del personaje para captar algo mayor. Es una cámara lejana, algo así. Eso te permite cierta artificialidad del relato que me gusta. Jamás sentí lejos a los personajes. Mi manera de estar cerca era desde ahí: la distancia”.
El lugar en el que estoy cayendo puede funcionar como la bitácora de un tiempo sin resto, de una humanidad carente de visibilidad hacia el mañana y que, día por día, se sostiene con lo más inmediato, con lo poco que tiene a mano. El futuro parece un imposible. El mañana está cargado de urgencia. El ahora es lo único disponible, pero avanza, irremediable. Somos testigos de un tiempo al que no le queda tiempo.
En varios cuentos aparece la pérdida impostergable. Parece existir otra que es aún peor: aquella que abre interrogantes que no van a callarse pronto, que son inalcanzables. Es un fuego cruzado de interrogantes. ¿Qué sucedió? ¿Adónde estará? ¿Qué hubiera pasado? En todas esas posibilidades habita el fantasma del ayer, generando una fricción entre el pasado, el presente y ese futuro incierto -con el final siempre cerca- que atraviesa todo el libro. Galansky evita caminar de forma lineal. Por el timeline de sus personajes se mueve entre saltos reveladores, jugando con que lo peor ya pasó, pero dejando en claro que todavía hay rispideces peligrosas, que dañan e imposibilitan. También, claro, hay algo de sosiego.
Se trata de un libro sobre personas y sobre la vida. La lectura observa cómo esas personas se las arreglan para seguir adelante. Galansky retrata la imposibilidad de hacerle frente a las cosas, el preciso instante en que algunas decisiones se convierten en desvíos, en carreras de evasión. A veces, la aceptación es una enormidad insostenible.
Galansky prioriza las atmósferas de los personajes, poniendo especial dedicación a la ambigüedad. Allí aparecen rastros de una ironía quirúrgica que puede pasar desapercibida. Cuando se la encuentra, puede resultar un vínculo fundamental para generar una complicidad entre partes. Así, Galansky otra vez demuestra estar a cargo de la situación, incluso sumando al lector. Son guiños pasajeros, casi minúsculos, aunque significativos para lograr otra cercanía mientras todo alrededor mantiene su tono.
“Me gusta que los cuentos tengan tantas lecturas como lectores”, precisa. “En mi cabeza está pasando algo al momento de escribir. Después el otro lo completa con lo que trae”, añade. “No sé si fue una decisión de trabajar tal cosa como ironía de manera específica. Es algo que aparece en la escritura. No me gustaría completarlo. No siento que tenga que hacerlo. Creo que hay cosas que son simplezas que se leen como ironía. Para este libro intenté trabajar con cierta musicalidad o cierto ritmo. Trabajé con mucha consciencia la sonoridad y la atmósfera de los cuentos. Eso puede que reciba una lectura irónica. Eso es totalmente incontrolable y me gusta”.
Publicado por la Editorial Municipal de Rosario, El lugar en el que estoy cayendo integra la Serie Cuento, y fue ganador del Concurso Municipal de Narrativa Manuel Musto 2021. Como autora, Galansky integra la antología Divino tesoro (Mardulce) y publicó Dos noches (Menta Zines) e Inventario (Ediciones Danke). En 2022 también formó parte de la antología 9 nueves (Serapis), a cargo de Francisco Bitar.
Desde su aparición a principios del otoño pasado, el libro de Galansky logró una visibilidad sostenida durante todo el 2022, con críticas, entrevistas, notas, citas y recomendaciones que se multiplicaron entre medios especializados, colegas y lectores influyentes de varias latitudes. A medida que el libro se hizo un lugar en las librerías de todo el país, el feedback llegó de forma cansina aunque constante.
Además del disfrute hipnótico que logran sus cuentos, parece que El lugar en el que estoy cayendo sienta basamento para un futuro que ya llegó, donde el nombre Paula Galansky llega aparejado al título de escritora. En ese sentido, el excelente recibimiento del libro trajo consigo la experiencia de una joven que empieza a familiarizarse con la exposición de ver su nombre reflejado en titulares, citas y críticas de periódicos, portales de noticias y apariciones radiales. El rol de la Paula escritora se va ampliando con nuevas responsabilidades.
“Siento que la exposición cae sobre el lado del libro”, comenta. “Es el libro el que está recibiendo exposición y yo estoy re contenta. Me flashean mucho las reseñas. Se trata de alguien que se sienta a pensar sobre algo que escribí en el living de mi casa. Siempre que estoy en esa pienso que es algo super personal y no le va a interesar a nadie. Cuando alguien se sienta a pensar en eso que escribí me parece algo mágico, me pone re contenta”.
Junto a lecturas lúcidas y una apreciación de bienvenida, El lugar en el que estoy cayendo trajo la velocidad de una exposición que Galansky todavía está manejando. 2022 se convirtió en un periodo de aprendizaje para la escritora y docente. De repente, sin siquiera pensarlo, el hábito de escribir ideas en sus cuadernos trajo aparejado el ejercicio de exponerse, una tarea a la que todavía está encontrándole la vuelta.
Casi despidiendo un año clave, Galansky desdramatiza bastante. Primero, la formalidad de ser escritora. Cuando aborda esa palabra, la expresa enfatizando lo grandilocuente que puede sonar para lugar desarmarla. “Creo que no lo pienso tanto”, afirma. “Termina siendo algo para afuera”, refuerza.
De forma relajada, toma entre pinzas cualquier formalidad o deber ser que llegue junto a la presentación de ESCRITORA. Prefiere moverse hacia una tangente, deseosa de relativizar cualquier pompa rutilante. “Mi primera reacción siempre es de vergüenza. Me da timidez. En un trámite me preguntan la profesión y yo respondo que soy docente. No me hace sentir incómoda, tampoco. Escribir es algo que yo hago, tiene que ver con mi práctica cotidiana. Es una cosa muy importante para mí, pero no sé si estoy pensando demasiado si yo tengo una identificación solo con eso. Escribo un montón, pero ser escritora socialmente me intimida un montón. No tengo idea la razón de eso. Prefiero dejarlo ser”.
Por Lucas Canalda y Flor Carrera Ph