EL ÁNIMA AMBULANTE DE VENEGAS Y SANTUCHO

El escritor Marco Mizzi se adentra en Ambulantes, disco de Julián Venegas y José Santucho que retrata el oficio cotidiano de los trabajadores urbanos.

 

 

“La fuerza de trabajo, como mercancía, sólo puede aparecer en el mercado en la medida de que la persona a quien pertenece esa fuerza de trabajo la ofrezca y venda”.
Carlos Marx

ALIENACIÓN

Hay dramas compartidos por todos los gremios. El cansancio, la ansiedad, el tedio, la sensación de que hoy es como ayer y va a ser igual mañana. Monedas que recibimos, junto con el salario, todo los que vendemos nuestra fuerza de trabajo.
Existen otras alienaciones que son específicas. El albañil desafía las leyes de la Física y en eso se le va el físico e incluso, a veces, la vida. La puta juega con la fantasía hasta borrar su propio deseo. Y el que se dedica a vender en la calle debe comerciar, además de su mercancía, consigo mismo.
Porque lo más duro de trabajar en venta callejera es acostumbrarse al No. El dolor en los pies y la incertidumbre por la paga son poca cosa comparadas con el gesto de rechazo de un posible cliente. Es a partir de esta negación que el vendedor se forja. Si puede enfrentarla, mostrará ser digno. Si no puede, si a su alma no se le forman callos, si no traga el orgullo y se toma demasiado en serio el No, mejor se busque otro curro.
El albañil que triunfa sobre el vértigo logra vencer la ley de gravedad. La puta, en su extravío de sí, despliega artilugios del teatro y la psicología. El vendedor ambulante que se vuelve impermeable al No, está listo para manipular su instrumento: la persuasión.
Reivindicando esa herramienta Julián Venegas y José Santucho compusieron el disco Ambulantes, que salió hace unos meses y que escuchamos por enésima vez este Primero de Mayo, tan hostil a la clase trabajadora.
Todas las canciones se basan en una afirmación. En sus letras no hay espacio para los comentarios negativos. Ni siquiera, casi, para la duda. No se menciona nunca lo que los vendedores ambulantes, en su enajenación en torno al No, producen residualmente: la insistencia que a veces se vuelve insoportable, el frecuente abuso de sustancias, la mirada sobradora de quien sabe que tiene calle.
Este barrer bajo la alfombra los disvalores del rubro, contra lo que pudiera parecer, es uno de los puntos altos del disco. Venegas y Santucho no escribieron un tratado sociológico: crearon una obra de arte. Si sus retratos romantizan es porque lograron una mímesis completa y compleja con el objeto retratado. El disco vende venta ambulante.
Los artesanos nunca admitirán, al menos en el transcurso de una venta, los puntos flojos del producto ofrecido. ¿Por qué entonces una canción inspirada en ellos debería siquiera insinuar los claroscuros del oficio? Si lo hiciera, estaría pegándose un tiro en el pie, como un vendedor de torta asada que dijera a sus clientes que la harina que utilizó estaba rancia.
Lo más parecido a una crítica se da en el tema «Chipacera». Está hecha por los propios artistas, asumiendo la vergüenza del que vuelve de farra y se cruza con una trabajadora que va rumbo al yugo. Este giro, una primera persona irrumpiendo en medio de una evocación que la supera, es una típica alienación del poeta. Cuyo oficio consiste, aún a costa del sentido, en hurgar los resquicios donde forma y fondo se vuelven indivisibles.

TESIS

Toda acción se fundamenta en una tesis. Todo planteo serio tiene su programa. La canción «Ambulante» es el manifiesto con el que Santucho y Venegas explicitan sus intenciones. El disco se abre con dos guitarras dialogando: una marca la rítmica con un riff de armónicos, la otra hace el contrapunto melódico. Una guitarra se calla y entra la voz. Todo en equilibrio. De a poco, se incorpora otra voz, y por fin quedan las dos violas y las dos voces. Estamos en el territorio de la música. La lírica despliega travellings, imágenes fugaces. Enumeraciones caóticas: pañuelos de papel, turrones, lechucitas tobas, sahumerios. Estamos en territorio de la poesía.
Una corneta irrumpe en el silencio. Un perro ladra. La corneta insiste. Se vuelca una milonga. Llega «Churrero» y los elementos que en «Ambulante» se insinuaban ahora se ponen en juego. Va a ser algo que, con sus distintas suertes y contadas excepciones, se repetirá a lo largo de cada canción. Con un método explícito. Primero se nos compone un lugar y una sonoridad. De ahí, nace un ánimo. Y los instrumentos y las letras rondan ese fuego tibio, lo agitan, y lo hacen ambular.
Esta ánima ambulante, el Prometeo estético que Santucho y Venegas dan a luz, es uno de los aciertos del disco. El haber encontrado arquetipos donde antes solo había un tipo que mira y no ve.

MEDIOS DE PRODUCCIÓN

Hay algo que podemos agradecer a la -polémica- democratización tecnológica que ofrece el mundo globalizado: se ha vuelto más sencillo que la música suene bien. Los artistas la tienen menos complicada para lograr timbres y mezclas que reflejen cabalmente sus intenciones. A pesar de todo el amor que le profesamos, tenemos que admitir que hay grabaciones de Gardel que son inescuchables. Santucho y Venegas, obreros especializados, saben utilizar la técnica de su tiempo. Y dotan a Ambulantes de una sonoridad increíble.
Tienen con qué.
Las guitarras suenan precisas, y no sólo son bellas: son inteligentes. Entran y salen en los momentos justos, e incluso cuando cansan por melosas se salvan porque siempre van al punto. En «Florista», por ejemplo, las dos violas entablan un diálogo, y mutan de función según la parte lo requiera: la que hace los bajos, pasa a la melodía, para que la otra en un registro más alto tire acordes con brillo. En «Limpiavidrios», el riff con el que empieza en quinta aumenta hasta una sexta y genera cada vez más tensión, en consonancia con la lírica.
El oficio del ambulante se basa en la parla. Y por eso las voces están trabajadas con especial dedicación. Como se ve en «Recolector», en la que cada uno va tomando turnos para coincidir después en las partes más sentimentales. O en «Pregón del Heladero», donde el timbre usualmente juguetón de Venegas se hace dulce hasta volverse irreconocible. Pero sin dudas el mejor momento vocal nos lo entregan, no podría ser de otra forma, en «El Grito del Canilla». Las dos voces armonizan a capella, y después sólo queda una, y la segunda alterna entre los bajos y la armonización. Van intercambiando roles hasta que desembocan en un canon a dos voces que es sarpado.
Hay un tercer elemento que resalta: la instrumentación. Si bien se trata de dos trovadores, Venegas y Santucho eligen complementar el clásico combo voz y viola con arreglos que acentúan la evocación propuesta en cada tema. Una kalimba, en «Pregón del Heladero», nos sumerge en el universo bucólico de las siestas. Una piedra se utiliza como percu en «Afilador» y afila la daga de la pena que se canta. Un cuatro marca el pulso en «Artesana», y nos coloca en una plaza llena de paños y olor a sahumerio. Tranquilamente las canciones funcionarían sin estos detalles. Pero que estén presentes le suma un plus, como un buen lijado hace maravillas sobre una madera ya de por sí noble.

ANTÍTESIS

Mencionamos a «Churrero» como ejemplo del método que se utiliza en todo el disco. Sin embargo, es una de las canciones más flojas. Y sirve como ejemplo para meternos en un terreno agridulce: los fallos de la (a)puesta que hace el disco.
En esta canción, las guitarras calcadas de Zitarrosa, y versos como este oficio se merece una canción, nos revelan una inseguridad. Un típico error del vendedor ambulante novato: insistir tanto que se espanta al posible cliente.
Las alegorías son el problema del disco, las que le impiden ser una obra maestra. Se abunda en rimas fáciles y entonaciones solemnes. El método de identificación total con la materia retratada, que más arriba elogiamos, a veces agobia. Suena demasiado condescendiente. En esos pasajes sentimos que nos tratan, si se nos permite, un poco de boludos. Y cualquiera que haya andado en la calle sabe que es un error que se perdona, pero no se deja pasar así nomás.
El pecado de sobreexplicar se volvió patente en la presentación en vivo de la obra, que tuvo lugar en octubre del año pasado en El Cultural de Abajo. Si bien la puesta en escena fue ambiciosa y estuvo muy trabajada, fue demasiado. Los diálogos teatralizados entre los artistas, la escenografía rococó-obrerista que hacía que el Centro Cultural La Toma pareciera una oficina de Google en comparación, y la decisión -tan de época, por otra parte- de volver a todo una experiencia, restaron intensidad a una obra que no necesita nada más que ser lo que es: buenas canciones.

SUPERESTRUCTURA

Como se asegura en «Pochoclera», el disco es recuerdo de un circo que vuelve desde el aroma. Es decir, se inscribe en una tradición. Desde la referencia a Jorge Fandermole, padrino del dúo compositivo, hasta los guiños a las instrumentaciones lúdicas de Hugo Varela, hay un universo en el que Ambulantes se asienta y se despliega.
En cuanto a temas, se nota la influencia del extenso catálogo de Jaime Dávalos y Eduardo Falú, que el siglo pasado cantaron sobre el oficio del zafrero, el mensú y el molinero. En la delicadeza del tratamiento sonoro, hay algo del espíritu indie-folk de Neutral Milk Hotel. En la exploración de lenguajes musicales “populares” desde una perspectiva “culta” -no nos alcanzarían las comillas para hablar en tales términos- se percibe la huella genial de Fernando Cabrera.
Ideológicamente, las letras de Santucho y Venegas son de izquierda. Pero de una izquierda posmoderna, que a la vez que afirma, y con razón, que el mundo fabril se fue para no volver, aún no acierta en poder construir un programa político capaz de plantearse como alternativa de poder. Y se contenta con la enumeración de sus reivindicaciones. En un sistema estallado, inserto en la insaciedad de consumo, el hecho de autoafirmarse pareciera ser la única victoria posible. El concepto de precariado que enarbolan, con distintos matices, figuras como el intelectual Guy Standing, el dirigente de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular Esteban Castro, el precandidato presidencial Juan Grabois, y el Obispo de Roma Su Santidad Francisco, está muy presente en toda la obra. Con todo su potencial transformador. Y con toda su torpeza luddita.
Hay también cierto aire melancólico, que responde a lo ideológico pero sobre todo a lo álmico. En «Chipacera» escuchamos: Litoral mi devenir/ojo ciego del ayer/comer es también partir. Es la conciencia trágica de la existencia, inscripta en un tiempo y en un lugar. Y que el proletario acepta con resignación saturniana, tal y como poetizó Hesíodo en Los Trabajos y Los Días, acaso la raíz más honda de Ambulantes.
Pero no todo es negro. Hay una promesa. Una vuelta al jardín perdido. Un regreso a una primavera de extraña lumbre, como se profetiza en «Florista».

SÍNTESIS

«Chatarriero» comienza con una matraca girando lentamente, que emula un ruido de chata vieja. Después entra una guitarra, tocando arpegios muteados: nos remiten a la cumbia pero también a la milonga. La letra comienza a forjar un Golem. Un monstruo de Frankenstein hecho de alambre, patas de mesas y persianas.
Al terminar la segunda estrofa, estamos completamente cautivados. Y los artistas saben aprovechar la situación: eligen, a dos voces y por primera y única vez, que el estribillo sea el pregón del ambulante retratado. No es que se inspiran en la letanía del chatarrero, no. Tampoco es, como en «Florista», «Pregón del Heladero» o «Pochoclera», que usan la proclama de un vendedor como floritura melódica. No. En «Chatarriero» se utiliza el pregón en sí, vuelto operativo dentro de una canción.
No contentos con esto, pasan a contarnos de alguien que sabe transformar una carcasa en un racimo de rosas. Es una cita doble.
Por un lado, es una referencia interna a la obra, que dialoga de forma polémica con otro del mismo disco. En «Florista» se insta a condenar la flor ficticia, que no es flor, es injusticia. ¿Por qué en una canción se celebra lo que en otra se reprocha?
La respuesta la obtenemos en la cita externa. Roberto Arlt, hace casi un siglo, escribió sobre un grupo de obreros químicos que tratan de crear una rosa de cobre. La misma flor que es falsa y es injusta en su forma de producción serializada, se vuelve bella al ser recreada artesanalmente por manos proletarias.
Aún cuando para inventarla se haya recurrido al delito. Como es el caso de la rosa de los obreros artlianos, financiados por el desfalco de Erdosain, o los distintos pregones que forman parte de Ambulantes, choreados de las proclamas que suenan en cada rincón de la ciudad.
Santucho y Venegas, en este punto, juegan tirando lujos. Explicitan sus intenciones: crear belleza orgánica a partir de elementos de apariencia inerte. Es casi una bravuconada. Casi, porque en verdad lo consiguen.
«Chatarriero» es el cenit de su hallazgo. Pero también hay que nombrar a «Florista», «Artesana», «Chipacera», «Limpiavidrios» y «Pregón del Heladero», hitos en el camino.
El disco logra poetizar el ánima ambulante. No quiere explicar nociones que permitan entender la situación de los trabajadores informales. Nos coloca, mediante el lenguaje de la canción, en ese drama. Ese es su triunfo.

PLUSVALÍA (CODA)

Ensayé muchas veces cómo escribir estos apuntes. Preferí hacerlo, siguiendo el ejemplo de Ambulantes, como ya no se acostumbra: trabajando únicamente con la materia a reseñar.
Pero alejándome un poco de ella, me acuerdo de los cuatro largos años trabajé vendiendo libros y revistas en las peatonales, las plazas y los parques. La rutina que me permitió codearme con cientos de vendedores ambulantes, hombres y mujeres que hacen lo único que saben hacer: negociar con el No.
Pude admirar su elasticidad. Aprendí mucho de su testarudez. Toleré mal sus fanfarronadas, esa forma de dejarse crecer púas por estar constantemente a la defensiva. Terminé criando sus mismos fantasmas. Y descubriendo su valor.
De entre todos, se impone el recuerdo de mi amigo el Indio Pedernera. Era pralinetero de la Plaza Sarmiento, portaestandarte de la murga Okupando Levitas, y poeta. En uno de sus versos, que me leyó una tarde con ojos incendiados, hablaba de su oficio: son voces que van y vienen/voces que nunca se fatigan/es la raza invisible/los vendedores de vida.
En lo personal no traté nunca a Julián Venegas ni a José Santucho. No sé cómo paran la olla, qué música escuchan, si prefieren hacer asado con leña o con carbón. Pero después de escuchar este disco, los considero mis hermanos.
Por eso este Primero de Mayo, tan hostil con quienes tenemos que vender nuestra propia vida para poder vivirla, el encuentro con su obra me reconforta. Casi tanto como el plato humeante de locro que me dispongo a servir sobre la mesa familiar. Salud.


Fotos Renzo Leonard

 

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