El músico y productor volvió a Rosario para revelar Última Thule, disco de inminente aparición. Estrenando el Aleación Imprevisible Tour, Melero toma la ruta mientras desacraliza su pasado y disfruta de un presente saludable.
Melero se ríe. Y se ríe mucho. Lo hace entre movimientos de motricidad fina que acompañan cada disparo de su verborragia. Sentado en un mullido sofá del hotel Plaza Real, sus gestos también le sirven para tantear lo que tiene cerca. Reír, responder y gesticular son otra forma de medir aquello que lo rodea.
¿De qué se ríe Melero? Disfruta burlándose de cualquier obsecuencia construida sobre su persona y su obra. En especial de esa mística que lo persigue, esa aura aparatosa desde donde lo declaran pionero, gurú o estandarte del zeitgeist que está por venir. Con espontaneidad desacraliza la pompa que se construyó a su alrededor desde cierto sector de la prensa que lo eleva siguiendo una inercia ajena.
Además, claro, se ríe de él mismo. Acusa la edad. Ya no está para estos trotes, dice. Según sus palabras, “estoy cansado porque soy un viejo de mierda”. Lo dice sonriendo, cómplice. No hay que creerle demasiado.
Es hiperquinético, casi. Mira a su alrededor de manera desentendida, pero toma nota mental de cada rincón. Pide un exprimido de naranja sin hielo y cuando llega sabe que no hay un cesto de basura cerca donde dejar el papel que envuelve el sorbete. Lo enrolla en una prestidigitación de un segundo para guardarlo en el bolsillo trasero de sus jeans Levis. ¿Cansado? Puede ser. ¿Viejo? Es discutible.
Al desacralizar toda la pompa obsecuente a su alrededor está pasando un mensaje tripartito:
– No lo conjuguen en pasado.
– Dejen de repetir párrafos y titulares antiguos como loros, presten atención a su hacer constante.
– Es aburrido que lo ubiquen en un pedestal.
Melero no quiere responsabilizarse por ninguna proyección ajena. Una diversidad de ironías le sirven para rechazar el deber ser que llega desde afuera.
El primero en tirarle una gambeta a su sombra es él mismo. Ni gurú, ni vanguardista. En todo caso, contemporáneo.
Entre tanta esgrima verbal jamás se marea a sí mismo. Aunque descarte la coherencia como virtud valiosa del artista, sí es consecuente consigo mismo y su camino: está pensando en lo que está por venir y en las posibilidades que alberga el mañana que todavía no se revela. En otras palabras: sigue haciendo.
Mientras tanto, al ahora más inmediato lo atraviesa con sentimientos encontrados. Luego de un estadio pandémico muy metido para adentro, saltó al afuera con todo: Rosario, Santa Fe, Villa María, Córdoba. Cinco días y cuatro noches de motorhome, ruta, recitales y charlas.
Viajar, empacar, sobrevivir a los cambios bruscos de temperatura, barbijos, choque de puños, entrevistas, pruebas de sonidos. Todo eso y algo más.
“Es agotador hacer prensa”, confía devuelto al juego. “Ojo, no hay excusas, soy yo”, explica mientras agacha la cabeza y mira directo a los ojos. “Estoy viejo. Algo cansado. Vos después editás todo esto para que yo parezca una persona inteligente que sabe hablar”, bromea, liquidando el exprimido.
El comienzo del Aleación Imprevisible Tour en Rosario marcó la vuelta de Melero a las rutas argentinas, literalmente. La gira por las provincias de Santa Fe y Córdoba significa su primera salida de Capital Federal luego de un periodo extenso signado por la pandemia. Se trató de un período de redescubrimiento que supo tomarse con calma.
“Acá estoy. Es la primera vez que salgo de Buenos Aires en mucho tiempo”, declara, levantando la mano, como diciendo presente.
Durante las temporadas covidianas acechantes Melero estuvo metido para adentro, viviendo con calma en su casa. El imperativo de producir significó poco y nada para él. Admite que no tuvo ganas de hacer música nueva durante la pandemia, aun cuando el COVID llegó irrumpiendo el trabajo dedicado que estaba haciendo junto a un equipo de músicos y arruinando otros planes.
“Todo apareció cuando teníamos definida una gira por distintos lugares del país dando charlas más bien vinculadas a la creación de música y diferentes temas”, recuerda. “Al mismo tiempo estaba conociendo estudios de grabación. Era bastante interesante la situación, pero justo se cerró todo”.
Durante el encierro disfrutó de varios ejercicios. Volver a leer viejos vínculos. Repensar páginas asimiladas años atrás, ahora desde otra perspectiva. ¿Se siente más sabio por el paso del tiempo? No. Prefiere decir que hubo otro tránsito, una experiencia que le agrega algo nuevo a la ecuación.
En 2020 y 2021, principalmente, Melero se dedicó a una operación: reescuchar. “Volver a ese espacio de tiempo fue verdaderamente mucho más grato de lo que se podría suponer”, comenta sobre el proceso de revisar archivos. “Fue interesante encontrarme con aquellas cosas que eran excepciones a las reglas que yo había establecido para lo que debería ser el contenido de un disco mío”.
“Además de escuchar nuevamente materiales grabados también releí libros que había revisitado muchas veces en mi vida. Muchas cosas las tenía muy presentes. Habían quedado muy guardadas en un legajo para el futuro. De hecho, una enorme carpeta tenía ese título”.
Legajo para el Futuro podría camuflarse entre la vasta bibliografía de JG Ballard, alguna trama psicológica sobre amenazas que el capitalismo detenta sobre nuestro frágil espacio interior. Melero se detiene y se ríe. Podría cerrar perfecto todo, por supuesto, pero otra vez toma un desvío fuera de la pretensión. “Podría ser ballardiano, pero es Lawrence Saunders, uno de esos que salía en la colección Grandes Novelistas. Yo fui víctima de leer muchos libros suyos durante la década del 80. Particularmente, me gustaba Legajo para el Futuro. También había uno de espionaje que era buenísimo … ya me va a salir…”
El título del libro no llega nunca porque rápidamente vuelve sobre su rastro: “el material es muy basto y disímil. Por algo lo guardé. Yo tiro las cosas. No soy de pensar que algo es imprescindible. Inclusive, nunca estoy haciendo un solo tema a la vez. Siempre hay cosas que son rupturas de la estructura que uno quiere inicialmente”.
“Ahora tengo planificada una colección de cuatro volúmenes que es Qualia”, indica. Melero apunta que se trata de un trabajo acerca de lo intransferible que hay en las experiencias personales.
Última Thule, su inminente nuevo disco, llega el lunes 4 abril en una serie de NFTs. Esa novedad es parte del proyecto Qualia, que el músico comparte con el sello Fuxia, y también contempla otros tres lanzamientos que se podrán adquirir en la plataforma Qurable.
El nuevo álbum será la primera experiencia en Latinoamérica de un lanzamiento musical en que los seguidores de Melero participarán activamente y colaborarán con el artista utilizando tecnología de contratos inteligentes sobre la red Ethereum.
“Lo que tiene de lindo este proceso que ahora me trae a Rosario es que estás tocando algo que todavía no editaste. Es como cuando recién empezás y únicamente vos conocés tu demo. Estás tocando tus canciones y va salir el primer disco. Hay una frescura en eso. Psicológicamente me cerró muy bien esa situación”.
Cuando Melero y Guillermo Avto -lease Auto- Rodríguez toman el escenario de D7 a las 22:30 hs un aplauso discreto baja desde el público. Un rato antes Mariano Marcial había presentado un impecable repertorio desde su Magia Blanca.
Unas veinte personas ya están apostadas frente al tablado, expectantes por el show. La música comienza bajo una intermitencia lumínica de color rojo sangre mientras el resto de la gente abandona sus ubicaciones para colmar el espacio bailable.
Apenas iniciado el show hay un problema con el sinte de Melero. Cuando el técnico aparece sobre el escenario para solucionarlo, Melero le dice algo al oído y se cuelga de su cuello, abrazándolo mientras sigue tocando. Sonriendo, levanta la mirada hacia Rodríguez. En complicidad, Melero salta en su lugar y el otro guitarrea. Antes que sufrirlo, Melero incorpora al desperfecto, casi divertido. Una vez solucionado, sigue tocando, soltando al técnico mientras se desdobla encima del sintetizador.
Melero y Rodríguez se ubican separados por algo más de un metro. Melero tiene su micrófono, un Mac Book Pro y dos sintetizadores: un Arturia y un Yamaha CSS. El guitarrista cuenta con su Roland Jazz Chorus 85 italiano y un set de pedales: un delay Moogerfooger, un Wah-Wah, un Shimmer, una distorsión Rat y el fundamental pedal de volumen que sube y baja según la necesidad del momento.
Eléctrico, Melero se mueve entre el sintetizador y la computadora. Salta. Estira sus brazos hacia ambos equipos. Transpira. Melero goza.
Atravesando el escenario hay una línea imaginaria por la que ambos músicos se mueven, evitando rebasar su lugar estipulado. Cada uno disfruta de acuerdo a lo que sus instrumentos le permiten. En el caso de Rodríguez, de cabizbajo look mancuniano, se mueve en semicírculos, tirando unos guitarrazos psicodélicos de hastío minimalista.
“Guille no tiene la menor idea sobre el tono en que están los temas” explica Melero sobre su química con el guitarrista. “Aparte a veces se los cambio. No quiero que la presentación se base en algo gimnástico. Detesto ensayar para que las cosas salgan perfectas”.
Ante el lanzamiento de Última Thule y el inicio de la serie Qualia sería lógico asumir que Melero tendría un interés particular en los NFTs y el debate global sobre dicho fenómeno. No obstante, para el músico y productor hay razones más terrenales detrás del proyecto: “lo que verdaderamente me atrajo fue la posibilidad de trabajar con el sello Fuxia. Me estimula trabajar con ellos”.
Después de años de distanciamiento humano y construcción remota parece que Melero anda buscando una conexión con los demás. Podría afirmarse que precisa una química que aparece desde determinada colaboración/fricción/potenciación humana. Eso se evidencia en su colaboración con Fuxia; en la entrega sin red de seguridad que comparte con Rodríguez en el vivo; en salir a la ruta junto a su equipo más estrecho; con el deseo de volver al estudio para trabajar con gente.
“En la parada de la situación de cuarentena infinita, yo estaba grabando en estudio con músicos para una película. Ese material quedó interrumpido. Era un material para elaborar en un estudio, hubiera sido muy poco enriquecedor desarrollarlo por mi cuenta. Necesito entropías con otras personas”, aclara.
“Recién hace unos meses que volví a elaborar estas cosas y a dedicarme a sesiones específicas, de cerrar el bloque conceptual del tema con todos esos músicos y con temas que definitivamente tienen un grado de mutación nueva”.
“Lo que más me cautivó de la experiencia fue ver, como nunca, la importancia de los procesos. Casi la metabolización de los sonidos y la forma en que los procesos cambian los significados de los sonidos mismos y de hasta las palabras”, señala.
Para Melero se trató de una de las experiencias más interesantes del último tiempo. Otra vez parece encontrar algo de frescura allí. Algo le cierra bien, lo estimula a seguir. ¿Poder percibir los procesos desde otra perspectiva lo hace sentir diferente? ¿Será que se siente seguro haciendo música de esa forma? ¿Esas entropías ofrecerán seguridad?
“No sé qué sería la seguridad”, responde casi como un acto reflejo. “Sentirme seguro puede ser un microsegundo. Sí, cuando publico algo, tengo el engreimiento y la vanidad de pensar que es una opinión interesante. Luego, si eso es atendido o no por los demás, me afecta en poco grado”.
“No saber qué estoy haciendo es algo que me pone muy bien. Sobre todo, después de tanto tiempo. Aunque yo no tengo formación académica, más o menos, sé los trucos. Cuando me encuentro con que algo podría tener un aspecto mágico, por denominarlo de alguna manera, un artificio desconocido, un artilugio nuevo, una táctica y una estrategia de cómo presentarlo, como lo que pretendo que sea, que no tiene absolutamente nada que ver con una estrategia de mercadeo, la vivo con disfrute a esa inseguridad”.
“El planteo que tengo en este momento para tocar y para grabar, es ir con una idea muy pequeña, a realizar una idea mayor. Pienso, no sé, hoy en el estudio nadie va a poder tocar la misma nota que el otro, a ver qué pasa. Cada uno se hace cargo de algunas notas, lo importante es con qué sonido. Luego puede ser que en la sesión se violente todo y todos hagamos unísono. Pero voy pensando esos aspectos en el estudio. O una simple cadencia de piano y construir alrededor de eso. La verdad es que el arte de saber comunicarse con los otros es algo que he desarrollado porque son ideas que, en general, a un músico le resultan muy inseguras. Quiero que las cosas salgan como la primera vez. Estoy interesado en eso” .
Finalmente, aclara un punto particular, quizá preocupado porque idea mayor se confunda con idea grande: “no estoy, de ninguna manera interesado, en crear proyectos grandes. A mí me interesa lo micronico. El otro día me estaba dando cuenta que el volumen II de Qualia está muy cerca de las investigaciones de (Robert) Hooke en Micrographia.
Melero parece desconfiar de lo enorme, casi de manera instintiva. Cuando habla de Qualia lo hace con entusiasmo sincero. Sin embargo, también existe un influjo de precaución en ese entusiasmo. Elige tomar las cosas en su medida justa. ¿Anclado en el futuro? OK, pero sin perder la escala humana.
Los primeros quince minutos del show son de un disfrute extraño. La música es física, generando movimiento inmediato en el cuerpo. Bailar parece la respuesta de Melero a los infinitos meses de confinamiento entumecedor.
¿La gente baila? No necesariamente. En un principio, observan, midiendo. Es una noche atípica para una época donde absolutamente todo está anunciado, procesado y masticado: nadie sabe qué está por venir. Melero propone un territorio extraño donde casi todo está por descubrirse. Los discos nuevos todavía están por editarse y ni siquiera hay registros en YouTube o en Setlist de fechas previas que puedan arrojar algún indicio de qué esperar.
Suenan «Mk Ultra», «Sagrado corazón», «El mal de San Vito», «Ocasiones», «El ritmatista», entre otras. El público se suelta, sumándose a la alquimia que llega desde el escenario.
Entre la gente presente se advierten, a priori, tres generaciones. Algunos de los rostros más experimentados -los mismos que en la puerta ostentan la cantidad de recitales de Melero que cargan- están quietos, casi duros. Su disfrute llega por otra sintonía: están estudiando cada movimiento del artista. Los más jóvenes, viajan en un goce más sencillo. Se trata de su primer contacto con Melero. Están en un trip iniciático.
Nuevas y viejas generaciones comparten algo: una curiosidad sincera ante cada acción de Melero. Se trata de una correspondencia lógica: Melero supo estimular su instinto de curiosidad a través de los años, más allá de resultados desparejos. Ahora vienen precisando algo más, disfrutando de un regreso esperado. Puede que toda la noche se trate de eso: una celebración de la curiosidad. En tiempos tan pasteurizados como previsibles, lo de Melero no es un logro menor.
Curiosidad es una palabra poderosa para el nativo de Flores. Su mirada foguea cuando aparece ese término. Casi que sus manos vuelven a la prestidigitación, pero no: respira profundo, estirando sus manos abiertas hacia adelante, como tomando envión.
“Lo que realmente es muy fuerte es que, en una sociedad que se propone como muy libre, esté tan poco inculcada la idea de la curiosidad. Parece que todo pasa por lugares que son conquistas, pero no hay ninguna conquista en un mundo sin curiosidad”, observa.
“Ese debería ser un ajuste que tendría que darse para que, después, eso también fracase. Estoy profundamente convencido de que las buenas ideas tienen como destino convertirse en una mentira, también”, agrega, gesticulando una sonrisa final.
Durante el show Melero apenas media palabras con el público. Un saludo de buenas noches. Un gracias ante los aplausos. Está en estado de flujo. Aun así, un pifie lo obliga a salir de su mutismo: entre tema y tema se reproduce la pista de la canción que acaba de terminar. “Perdón, me dejé llevar”, dice frente al micrófono, mirando a quienes están en la primera línea de baile.
Cerca de la mitad del show, durante un claro de silencio, se escucha un “Siga, maestro” que baja desde el público. De nuevo el pedestal: del maestro, del referente, del histórico. Melero no responde. No peca de maleducado ignorando el afecto de los presentes, simplemente está concentrado sobre su instrumento.
La música sigue adelante, con una intensidad creciente. Mientras el escenario de D7 se va tornando azul mediante espasmos luminosos que se apoderan de todo, Melero y Rodríguez llevan la sonoridad hacia unas orillas proto industriales. El público, agradecido, baila intuyendo un final que se acerca.
Una pregunta se hace inevitable ante ese pedestal recurrente que aparece, siempre impredecible: ¿qué pasa cuando a un artista de curiosidad continua se lo quiere encasillar en el ayer? Si bien habla de respeto y cariño, también significa un encasillamiento peligroso que restringe toda existencia a un pasado mientras apisona los esfuerzos más contemporáneos ¿Qué pasa por la cabeza de Melero ante ese respeto sacralizado? ¿Qué siente cuando la prensa especializada -o lo que queda de ella- prefiere ahondar en su amplio catálogo obviando las acciones recientes?
“Si algo de lo que hice tocó alguna fibra, yo tengo que estar agradecido. Soy agradecido. Lo valoro cuando hay afecto”, responde.
“Eso que decís sobre todo lo anterior pasa seguido, demasiado, tal vez. Es una cosa bastante chota. Creo que sería sencillo decir que tengo más recuerdos que proyectos. Pero tengo muchos proyectos y muchos recuerdos. No paso el tiempo embelesado en lo que ya pasó”, reflexiona.
“Al respeto lo tomo como un halago, pero tampoco lo siento demasiado profundamente si no hay afectos de por medio”, comenta bajando un tono. Su voz se pone más grave a medida que avanza en su respuesta. Puede que, en su mente, haya indagado en semejantes cuestiones hace tiempo: “yo sé qué me dicen mis amigos cuando tal o cual cosa. Sé qué significa, inclusive cuando les desagrada algo que hago musicalmente”.
“Casi tomo todo como un gesto de existencia, hasta cuando me doy cuenta que hace muchos años que no me escuchan y me ponen en ese pedestal. Ah, si, el artista floreado de laureles, sin embargo, no escuchan lo que hago porque parece que fue hace mucho y que actualmente no estoy haciendo nada”.
Alguna vez Melero supo decir que lo suyo no es una carrera sino una trayectoria sinuosa. Inquieto desde la adolescencia, se movió de acuerdo a una velocidad personal que lo hizo único en la música argentina. Difícil de predecir, nunca necesitó aprobación de nadie.
Se complica aceptarle que está viejo. Sobre el escenario baila y se retuerce. Eleva los brazos en un ritual que lo estrecha con la pista de baile.
Una década atrás, en una entrevista, me confió que volvería a bailar recién cuando estuviera viejo. ¿Llegó ese momento? ¿Acaso debo -debemos- pensar que entre tanto movimiento sinuoso siempre llevó la coherencia dentro suyo?
Melero contempla una respuesta y se ríe para adentro. No hay prestidigitación, pero estira las piernas y se revuelve en el sillón, divertido. No vive de sus recuerdos, pero le interesa la memoria. Le gusta ese juego.
“Yo no soy un amante de la coherencia. No creo que ser coherente sea un valor en un artista. Sí tengo la impresión de que resisto el archivo. Siento que es real, casi. Eso es muy impactante. Me da vergüenza decirlo, incluso. Debería reírme”. Lo hace, casi como un niño.
No le compramos que esté viejo, pero es cierto que resiste un archivo.
2022 marca varios aniversarios de su trayectoria sinuosa: cuarenta años de la formación de Los Encargados y treinta de las ediciones de Dynamo de Soda Stereo y de Colores Santos junto a Gustavo Cerati. De ambos discos puede hablar con fruición siempre que le pregunten. Nunca se negaría a volver sobre esas etapas por pedido del periodismo. Con todo, nunca le interesó repasar motu proprio aquellos trabajos publicados por Sony Music en 1992. Algunos años atrás se mostró indiferente antes las reediciones en vinilo de ambos álbumes. Ahora, el aniversario de tres décadas no suscita demasiado entusiasmo: “es que, la verdad, no vivo de eso. Vivo de una construcción muy posterior”.
Acaso no le interese demasiado el historicismo sobre sí mismo, ni tampoco los aniversarios que promueve la industria. Sin embargo, se atreve a mirar atrás libre de tapujos. De nuevo: se divierte.
A los doce años intentó aprender a tocar la guitarra con una profesora que lo apartaba del resto del grupo porque era malo. ¿Allí nació el no-músico? No hay confirmación ni tampoco desmentida. Lo que sí podemos afirmar es que Mario Daniel Melero lleva la mayor parte de su vida haciendo música.
“64 años tengo. 64. Es mucho”, dice. “Es un número feo porque es una mala canción de Paul”, bromea.
En esos 64 que remarca una y otra vez realizó discos maravillosos, hipnóticos, incomprendidos, suicidas, inclasificables, incómodos.
Una vida dedicada a la música. Seguramente de niño nunca llegó a imaginar algo así: casi medio siglo haciendo música y todavía sediento. ¿Qué podría decirle Melero a ese chico embebido en los pioneros del rock argentino? ¿Ese chico alguna vez llegó a imaginar que su vida sería la música?
Al final, su voz vuelve a tomar un tono grave. Sus manos están quietas por primera vez en todo el encuentro.
“Mirá, hay algo interesante allí. Yo sé que me di cuenta, más o menos, a los 32 años, que había logrado ser el que ese chico quería. Fue casi a la mitad de la edad que tengo ahora”, revela.
“Eso me otorgó mucha más libertad. Entonces pude empezar a imaginarme ser otro. De alguna manera no fue tan diferente ese otro, creo. En términos de concepto básico de cómo funciono, fue algo más, diferente sí, pero no tanto”, reconoce.
“En la mitad de lo que he vivido hasta hoy había logrado lo que soñaba cuando era adolescente. Me liberó muchísimo”, admite, adaptando un tono serio impensado. Cuando toma consciencia de lo que acaba de suceder, se relaja y exhala. Todavía le queda un último disparo: “en fin, confieso que he vivido”.
Por Lucas Canalda y Flor Carrera Ph