MARTTEIN EN CLUB TRI: SOLDADO DEL PUM-PUM-PÁ

Marttein pasó por Mar del Plata para sacudir la pasividad veraniega en una medianoche llena de estímulos. Notas sobre un presente que es apenas el prólogo de una historia que acaba de comenzar.

Según Boris Vian, el misterio de la identidad no se puede sustituir por una palabra, ya que esto da como resultado la creación de otro misterio.
Marttein parece signado por esa aproximación poética del escritor francés. Acaso destinado a ser un misterio a partir de otro misterio; un interrogante detrás de otro interrogante. Su naturaleza cambiante no permite ataduras. Su corporalidad rampante sobre el escenario supera la idea de simple performer o músico.
Definirlo es multiplicarlo.
Tiene 23 años. Se insinúa polímata.
Con Marttein no se trata tanto de entender como de expresarse.
Demasiado raver para los rockeros. Demasiado autor para la electrónica. Un cultor del lunfardo por herencia familiar que se encuentra perdido en los pasillos del RKT. Estudioso del rock británico, pasea por los frondosos devenires de tres décadas de subculturas.
Aprendiz. Lector. Estudioso. Espectador.
Silencioso. Atrevido. Contemplador. Atento.
¿Quién es éste rubio? ¿De dónde viene? ¿Quiénes son sus compinches? ¿A qué está atento, precisamente? ¿Cómo describir su música? ¿Por qué su obra atrae al underground, superando al gueto, ahora alcanzando a un público más general? ¿Es un artista político? ¿De qué está hecha esa mirada que atraviesa la totalidad de la sala, por encima de los gritos de histeria, como un profeta de barro que viene a iluminar a cambio de devoción e idolatría?

Luego de un 2024 que representó un periodo posibilitador de reescribir su propia historia, Marttein llega a Mar del Plata para una fecha atlántica junto Broke Carrey, en Club TRI.
MARTTEIN se editó en octubre para pegar fuerte y cambiar el rumbo de su carrera. El disco se metió entre lo mejor del año, capturando la atención de una audiencia neófita, rebasando su pertenencia al gueto de vanguardia.
A la par se estrenó en YouTube MARTTEIN, UNA PELÍCULA ARGENTINA, un mediometraje dirigido por Clemente Bruzzone y José Fogwill, que expande la narrativa de un artista joven con ideas corridas de lo predecible.
A la ciudad feliz, el Rubio arribó con todo su equipo, secundado por El Pepe en guitarra y Jeremy Flagelo en sinte.
Adonde vaya, Marttein desembarca con un material atrapante que conecta en diferentes niveles: político; neurótico; escénico; sónico; anímico.
Se trata de un cachetazo de realidad que captura la atención de quien se cruce en su camino, en una Argentina revuelta desde el entripado, además de confundida en su orientación.
Marttein, argentino, atraviesa el ruido, sembrando un mañana en lo incierto. Camina los estados alterados del presente con gracia, haciendo gala de una sofisticación arrogante. Lo que dice necesita comprenderse desde las entrañas de la bestia.

Alrededor de la medianoche del sábado, la sala de Club TRI se compone de tres elementos: expectativa, humo y carne.
El público de adelante, inamovible desde que tomó su lugar, espera que el show arranque, soportando la invasión del humo arrojado por las máquinas.
La gente está ubicada directamente sobre el escenario, donde brillan algunas luces, ya anunciando la acción. Nadie quiere perder su lugar. Para eso llegaron temprano. Como canta una de las chicas reposadas sobre el tablado: “Era a las 9/la puta que lo parió”.
Jeremy Flagelo y El Pepe suben primero, seguidos por Marttein. Son bienvenidos con un griterío ascendente.
Marttein viste una chaqueta de cuero de molde estrecho. Lleva pantalones rectos y zapatos. El cabello mojado, peinado hacía atrás.
Su silueta es propia de un personaje androgino de Mariana Enriquez.
El vestuario podría ser de Tony Manero o José Ignacio Rucci o Michael Jackson.
La mirada se posiciona por encima de todo, devorando la intensidad de la expectativa. Esa mirada pertenece al líder de un culto. La vehemencia de un predicador combinada con la fascinación de masas propia del rock. Es 1984 según Diamond Dogs; o Marjoe Gortner suelto en California, con las cámaras cautivas; es la fantasía entre antorchas de Pink en The Wall; un chico del teatro frente al espejo, devorándose a sí mismo, concentrado en su rol.
Las luces toman un color rojo sangre. El inicio llega con «Sabor», partiendo de un sampleo quirúrgico desde el inconsciente colectivo: «Step on» de Happy Mondays o «La Macarena» de Los Del Río. O un punto común en el medio de ambas. Lo cierto es que el tema deviene en una relajada cadencia mancuniana. Las reminiscencias a la otrora ciudad industrial británica se sostienen toda la noche, entre poéticas ácidas y movimientos a la Bez.
Suenan «El rubio», «Futurista», «No vayas», «Adelante», «Para amarse», «Amigo», «Llamalo», «AAA» y hasta la versión de «Sucio y desprolijo», entre otras. No hay palabras de por medio. Las canciones caen una detrás de otra, apelando al trance sin pausa, casi como una apuesta a la rave. En ese sentido, la narrativa queda en manos del personaje. No hay un maestro de ceremonias. Tampoco un líder anfitrión. Es una narrativa entre la rave y lo cinematográfico.
«El rubio», «Adelante» y «Llamalo» funcionan como una trilogía sensorial que desata frenesí, con cabezas liberando dopamina, gargantas en llamas y cuerpos rebotando con otros cuerpos. Los flashes descargan su munición repetitiva. La entrega es total, envolvente.
Las palabras arrecian, arltianas, sincopadas, gritadas por la gente, mientras desordenan la sala. Quien estaba adelante, ahora está al final, o al medio, o al margen. No importa porque vuelven a la carga, zambulléndose en el melé, con el “Llamalo/llamalo/llamalo/llamalo”, prendido fuego en sus cuerdas vocales. Marttein, mientras tanto, aviva ese fuego, canalizando todo ese feedback en su físico lánguido que se convierte en sudor.
El escenario centraliza la atención, aunque se involucra a la totalidad del Club. De adelante para atrás, y viceversa. De arriba hacia abajo, sacudiendo la verticalidad. La sacadez implosiona el lugar, entre espirales, saltos, gritos,  brazos elevados y vahos de humedad. Una esencia lúbrica flota por el aire.
Marttein, El Pepe y Flagelo tienen la formación de un triángulo que se desentiende de sí mismo. Puede que el triángulo represente simbólicamente la completitud de la divinidad y el origen de la creación, pero a esta runfla no le interesa eso. Prefieren bastardear cualquier divinidad, escupiendola de BPMs-glam-lumpen-RKT lunfardo-hardcore-stone dragueado-hormonal-raver madchesteriano mientras el piso se pone espeso y los flashes revelan caras desdibujadas de euforia y goce.
Flagelo, micrófono en mano, deambula en pasos largos, secundado vocalmente de forma casi gutural. Su sintetizador queda olvidado atrás,  aunque siempre vuelve.
El Pepe se mueve con cierta pasividad gazer. Sus retazos guitarreros son minimalistas. El set-up de sus pedales es casi discreto. Tiene claro su concepto. Con poco hace muchísimo.
Marttein sube la apuesta a medida que escalan los BPM. El público le responde. Devuelve y potencia.
Cuando sube Juana Rozas, para «Cachetazos», ambos cuerpos se armonizan, ralentizados, de forma instintiva. Entre gritos devocionales desde abajo, la dupla mide sus miradas, girando en un juego de seducción animal.

En esencia todo el show es un intercambio dinámico entre el intérprete, la música y el público. Es una fusión de habilidad técnica, expresión artística e interpretación emocional, todas convergentes para crear una experiencia única. Cada nota, acorde quebrado, ritmo y gesto comunica, en un viaje pulsional.
El resultado es un testimonio de la dedicación y disciplina de un protagonista que dedica innumerables horas a perfeccionar su oficio. Detrás de cada curva de Marttein se esconden horas de práctica, estudio, ensayo y refinamiento, en un esfuerzo por alcanzar lo irrepetible.
La química grupal, entonces, toma espesor. Con una estrella protagonista, sus camaradas en armas adoptan un papel fundamental: la espontaneidad e imprevisibilidad inherentes de la interpretación en vivo. Marttein está por todos lados, sin embargo, la impronta no deja de ser grupal. El equilibrio de un equipo pulido, firme, que contempla tanto a quienes están sobre  el escenario como a quienes están detrás de escena.
Musicalmente, la hibridación funciona de forma saludable. Nada está forzado porque Marttein se mueve con seguridad.
No hay dogmas. Tampoco protocolos. Marttein prefiere la fluidez estética en detrimento de cualquier noción solemne. De la misma forma, su asalto incluye el tradicionalismo de la cultura popular argentina. Sin embargo, no lo hace como un gesto de provocación pavota porque, ante todo, es un estudiante del pasado y del presente, en pos del futuro. Jode porque aprendió. Escupe porque entiende. Provoca porque comprende. Quiere romper porque le interesa construir para su generación.
Lo genuino de su personaje hace que la música tenga una autoridad arrogante: una mueca provocativa que genera escozor a cualquiera que necesite pergaminos de autenticidad o de honestidad. En ese caso, la convivencia del RKT con una versión raver de Pappo´s Blues o con otras gringuerías, hace un híbrido orgánico que burla toda restricción.

Le queda un resto considerable a la conversación sobre Marttein.
¿Qué decir sobre el disco? ¿El miedo al fracaso es sintomatología del zeitgeist? ¿Dónde está el banquete prometido? ¿Cuánto queda por desglosar sobre el derroche idiosincrático de la película? ¿Cómo bajar de «Vinieron a buscar la paga», la colaboración junto a Lucy Patané, Proyecto Gómez Casa y Punga, también del 2024?
¿Qué pasará cuando llegue el mainstream, inevitable, para seguir abriendo interrogantes, confundiendo e intoxicando a este presente horrible que no tiene decoro ni sutileza? Será un momento mágico, con miles de palabras posteadas en el vacío digital, engendrando un lore estallado, donde se recorten decenas de Martteins, en una especie Martoverso, donde la única verdad será la realidad: un rubio que sonríe de refilón y estudia su próximo movimiento.

 

Texto por Lucas Canalda
Fotografías por Florencia Couto

 

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