Imaginario apunta interrogantes de nuestro tiempo en su libro ¿Cuánto vale una canción?
Editado de manera independiente, el poemario se percibe como un intento de interpelar a una contemporaneidad adoctrinada por los algoritmos y la comodidad digital.
Apenas iniciado el video de «Correr frente a ti» (Eduardo Dyan Martí, 1995) de Luis Alberto Spinetta aparece una silueta de negrura impresionista cantándole a un muro. Se trata de un gesto enigmático que al principio se insinúa fútil, pero pronto se revela como liberador. Con el correr de los minutos de esa trama surrealista, a la que El Flaco definió como “monstruosa y poética”, la pared que parece inclaudicable se va agrietando. Mientras las palabras arrecian, un hueco se va produciendo de manera irremediable, hasta procurar una entrada de luz blanca, cuasi incandescente.
Leer y revisar las páginas de ¿Cuánto vale una canción? de Imaginario trae a la mente ese aprendizaje Spinetteano: la poesía como un ariete universal.
La diferencia entre el clip y el poemario radica en que ahora el muro es una fortaleza digital compartimentada por algoritmos que cada vez nos tienen más aislados. Atravesar el muro parece imposible, no obstante, Imaginario lo intenta sin resquemores. Necesita hacerlo. Precisa vínculos orgánicos ante tanta comunicación sin emoción.
Imaginario es la identidad artística de Martín Miguez, músico y productor de 24 años criado en Luis Agote y por estos días recién llegado al Abasto.
Integrado al circuito underground desde hace una década, los últimos siete años formó parte de la banda Jimmy Club, con la que editó los álbumes de estudio Aviones de Papel (2017), Bestiario (2019) y Bestiario Remixes (2020). Bajo el pseudónimo de Imaginario, editó Medusas en el Jardín (2018) y Música de Cañerías (2018).
Por momentos ¿Cuánto vale una canción? resulta desparejo a causa de la necesidad febril de Miguez por bajarlo (vomitarlo) al papel. Esos desniveles abruptos, en todo caso, están lejos de restar puesto que el trabajo se lee como una apuesta gestáltica: el todo es más que la suma de las partes.
¿Cuánto vale una canción? atrapa porque su autor arriesga a mostrarse sin demasiados tapujos, casi renunciando a cualquier tipo de acto reflejo de protección. Miguez toma distancia y salta sin previsiones. No parece demasiado preocupado por lo que espera abajo (o arriba, o al costado).
Algunas páginas del libro transitan un fatalismo que roza lo desesperado. A priori pueden ser algo asfixiante, no obstante, cuando esa sensación se disipa, deja algo en claro: son lamentos de un espíritu romántico que entiende como casi todo lo que le resulta significativo se desliza, mutando en algo que no ofrece certeza alguna de perdurabilidad.
“Estos últimos dos años fueron muy intensos, en los que todos los meses se sentían históricos por los motivos equivocados. Es difícil mirar hacia el futuro con esperanza cuando todo a tu alrededor está prendido fuego”, confía Miguez.
Miguez interpela desde su arremetida de sinceridad. Busca generar una conversación como un primer paso hacia algo más saludable. Por encima de esos canales de diálogo se evidencian interrogantes puntuales. Probablemente su principal preocupación sea lo perdurable. ¿Qué permanecerá luego de tanto adoctrinamiento digital? ¿Cuáles serán los vestigios de una era de ansiedad digital? ¿Qué valor tiene la búsqueda artística en una contemporaneidad obsesionada con la novedad?
El autor está perturbado por todo aquello que envuelve a su entorno de nativo digital y de trabajador de la música. Lo más importante del poemario son los interrogantes generacionales que se va trazando: la algoritmización; la fatiga digital; la idea falseada de una industria musical accesible gracias a las posibilidades tecnológicas.
La novedad allí aparece como la treta definitiva de un presente regido por la algoritmización. Millones de hacedores y usuarios corren tras una liebre artificial sin un entendimiento real de cuál es la meta. ¿El éxito de likes? ¿La realización financiera? ¿La sustentabilidad de un proyecto de vida? ¿La influencia?
En tiempos fugaces, una producción que demanda años de trabajo se reduce a una novedad que apenas dura lo que un mero posteo en el feed de Instagram. El trabajo y el crecimiento, parece, reducirse a nada.
Lograr atravesar el muro de información constante parece una misión compleja. Miguez se pregunta por otras alternativas. ¿Serán posibles? La suya es una voz dentro de una minoría. Sin ponerlo en palabras concretas Miguez se pregunta por un afuera: ¿existe la posibilidad de algo más allá del baño digital que nos envuelve? Imaginar bifurcaciones es la opción más saludable, a pesar de eso, quienes se decantan por allí representan una minoría. Miguez está ahí, asfixiado.
El verdadero desafío de una industria cultural sustentable radica en lograr articular una discusión sobre posibilidades viables. Reinventarse a una escala más humana no es imposible. Miguez quiere creer. Se aferra a eso porque sabe que lo necesita para seguir adelante.
“Últimamente pienso que el rol del artista es funcionar como una suerte de canal por el cual se comunica una idea. No importa si esa emoción es ajena al artista, uno está ahí para amplificarla, para darle forma. Es como dice Charly en «Chipi Chipi: ´yo sólo tengo esta pobre antena que me transmite lo que decir´. Es una lectura un poco colectivista, quizás en otra época lo veía de una forma más personal, más cercana a la idea de retratar algo que me ocurre a mí y después ver si el resto responde”.
“Me cuesta desligar la faceta social del músico”, admite Miguez. “Mucho más en estos últimos años en que a todos nos tocó hacerle frente al aislamiento y a la soledad, a nuestros propios demonios. En uno de los textos del poemario digo que nadie debería vivir en un mundo sin amor, en el que se ha relativizado la muerte, en el que todo cuesta mucho y a la vez no vale nada. Ni una canción, ni el amor de un amigo, de una pareja, de un hermano. En este mundo frívolo que proponen las redes sociales y los algoritmos, amar se transformó más que nunca en un acto de rebeldía”.
El engaño más infame que logró perpetrar la industria fue instalar la idea de que la proliferación de plataformas de streaming establecía las mismas reglas de juego para todos los ámbitos de producción musical.
En la última década la industria musical apostó casi todas sus fichas al mercado digital. El experimento desarrollado por compañías multinacionales, algoritmos y redes sociales engendraron una bestia adicta a la novedad. Dentro de ese paradigma de lo efímero, el circuito independiente se metió en una danza desigual. Procurando mantenerse presente en ese caudal de usuarios, parte importante de la escena independiente se adaptó al paradigma de la novedad, bailando al ritmo de un algoritmo (o de cuatro, tal es el caso actual de Instagram), solo para cosechar impotencia y quedar dependiente de un sistema de listas editoriales que traccionen algo de atención hacia sus producciones.
Estando ahí, la tarea resulta hercúlea. Hay que alimentar ese círculo que no espera por nadie. Un sencillo, un clip, algún show, un EP, noticias de color para descomprimir la venta y a repetir el ciclo, sin objeciones. Así lo hacen los actos grandes, por ende, debería funcionarle al resto. Not.
Un LP siempre es mala idea: exige demasiado tiempo de producción y la gente no puede prestarle la atención a nada que supere los 40 minutos. De esa forma son arrasados los plazos madurativos que necesita un artista para crecer y forjar una identidad, para ejercitar su capacidad creativa y lograr algo más sustancial que la novedad descartable de la semana.
“Me cuesta amoldarme a la propuesta de las plataformas y sus algoritmos, que proponen una escucha más inmediata y pasiva de la música. En la que editar un sólo track es más rentable que hacer un álbum porque tiene más posibilidades de ser incluido en una playlist”, afirma el hombre detrás de Imaginario.
“Siento que a muchos de mis colegas esta discusión les resulta estéril y anacrónica, y quizás así lo sea, pero eso no me hace sentir menos solo. Yo no quiero un mundo en el que suene Bowie en todas las radios, yo lo que quiero es una industria con mayor pluralidad de voces y texturas. Si todo el mundo apunta a hacer música para TikTok o para que suene en una playlist vamos a terminar escuchando siempre la misma canción, una y otra vez. Los mismos samples, los mismos sonidos, las mismas temáticas. Y eso sí que me aburre”.
Pero el autor no está solo. Algo flota en el zeitgeist atravesando generaciones y territorios varios. Siempre adelantado, ya en 2013 Palo Pandolfo apuntaba sobre la tecnología como tótem condicionador del inconsciente al cantar “el nuevo milenio destila alegría, muerte, fantasía” y se preguntaba “¿Qué haré? ¿Qué me pasará? Sin Madre computadora…”.
Más cerca, las preocupaciones de Miguez coinciden, por momentos, con ciertas búsquedas de CyberAngel con el transhumanismo y de Gay Gay Guys en su búsqueda humanista por calor terrenal. Allí también se inscriben los conceptos-manifiestos de Gina Valenti cada año para el Festival 404. Pero, principalmente, los interrogantes que nublan su cabeza recuerdan a La pregunta última, álbum de Maia Basso publicado en 2012 por Polvo Bureau, que a medida que pasa el tiempo se vuelve más magnético. Basso logró retratar una época de entumecimiento sensorial donde el terror de lo efímero se apodera de todo lentamente. En ese sentido La pregunta última y ¿Cuánto vale una canción? son complementarios.
¿Cuánto vale una canción? se presentó sobre finales de febrero en Casa Brava. En esa ocasión Miguez estuvo acompañado por la escritora y editora Julia Enriquez, quien compartió una introducción ante el público presente.
Más tarde, luego de la lectura de algunos de sus poemas, el autor interactuó con la prensa local emitiendo algunas declaraciones relevantes sobre los procesos creativos detrás del libro.
De su verborragia característica se destacó una línea especial referida a su vida en el oficio de la música: “Ya tengo 24 años, es demasiado tarde para cambiar. Muero en esta”.
Es una afirmación tan obcecada como arrogante, casi un desafío propio de la sangre joven. Pero no se trata de una provocación de juventud, en todo caso, parece la resignación de un boxeador promedio que está dispuesto a lidiar con los golpes inevitables.
¿Pensar una vida por fuera de la música constituye un imposible para Miguez? “Hace seis años que tomé la decisión de estudiar y trabajar con música y debo ser consecuente con esa elección. Trabajo todos los días para construir un futuro en el que pueda ganarme la vida con mis canciones y mi trabajo como productor”, comparte.
“No hay sufrimiento ni crisis que se equipare a la satisfacción que me da publicar una canción o terminar la producción de algún disco. Es el camino que elegí y me hace feliz”, sostiene el joven músico.
“No me imagino teniendo un trabajo convencional porque soy un completo inútil en cualquier labor que no tenga que ver con capturar emociones”, concluye.
Es probable que el libro de Imaginario/Miguez no encuentre su lugar de inmediato. Interpelar no es sencillo.
Mucha de la crudeza vertida en sus páginas lo vuelve incómodo. En una época de moral higienista y protocolos regidos por la orden del día en Twitter, las expresiones inconformistas van quedando relegadas.
El tono fatalista que sostiene la publicación parece colisionar de manera directa con las pretensiones estéticas de una época empedernida en maquillar su desasosiego con filtros y sonrisas maníacas de ocasión. El grito de Miguez tampoco puede memearse fácilmente para lograr una salida graciosa de aquello que jode bien adentro del entripado.
Miguez aguarda. Tal vez armado de paciencia. O quizá sencillamente ya esté en otra.
Lo importante, al final de cuentas, es que hizo lo que debía hacer. Fue sincero conmigo mismo y también con sus demonios. Su salto tendrá otra dimensión con el transcurso del tiempo. En ese sentido recuerda a Allen Ginsberg: “Mi culpa, mi fracaso, no está en las pasiones que tengo, sino en mi falta de control sobre ellas.”
Por Lucas Canalda + Renzo Leonard