Un encuentro con Ramiro Hernández la persona que habita la piel de Barfeye.
Música, industria y la interminable misión de conmover a través de la canción.
En una mañana de violenta humedad, Barfeye saluda en una esquina de la República de la Sexta. Viene de desayunar un vino, dice. Sus labios algo tintados hacen creer que dice la verdad. No es desconfiar de su palabra: se trata de dilucidar si es cierto o es una de esas ocasiones donde está inventando algo solo por diversión, como cuando tira alguna teoría espontánea en sus IG Live o cuando se inventa profesiones ante algún taxista de ocasión.
Por encima de su predilección por la fabulación repentista, Barfeye es un músico dueño de una inteligencia anfibia y una urgencia que lo hace distinto en los tiempos pasteurizados que corren.
Detrás de Barfeye está Ramiro Hernández. Es un joven que hace discos con un frenesí rayano a la compulsión. También se trata del mismo flaco que asesora a sus inexpertos colegas en asuntos relacionados a lo editorial, al registro de autorías, cobros atrasados y otros menesteres de tiendas digitales. Además es el pibe que por la tarde está sentado en un parque mirando como un colega toca la guitarra y cinco horas después sube al escenario golpeándose la cabeza con micrófono mientras canta con Coki.
Ramiro Hernández es todos esos seres en un día cualquiera. De la misma forma, puede esfumarse de Rosario para aparecer en otra ciudad, bosquejando un tema inspirado en las miradas anónimas de San Telmo. Sus discos se anuncian y aparecen con la misma magia silenciosa: el próximo se publica en 15/3 y se llama Música para llorar.
Entre todo eso, Hernández disfruta de la peculiar construcción del imaginario de Barfeye. Entiende que detrás de la mística colorida hay un linaje compuesto por mil momentos; un entramado de vivencias que van cimentándose entre realidad, mito y distorsiones. A la larga, todo es material que sirve, al menos para boludear.
Hoy habla de música. Sus proyectos principales son Barfeye y Garlik, su sello independiente. En su universo musical hay un lugar considerable para La Poderosa, la banda que acompaña a Manu Piró, donde es guitarrista, pero también para divertimentos como Ojete. La lista podría seguir.
“El mundo no me debe nada. No pretendo eso”, tira desde el vamos. “La gente tiene ganas de reírse”. Y Hernández hace exactamente eso, casi todo el tiempo. Habla rápido, con una claridad quirúrgica que va poniendo el lenguaje (y el diálogo) en valor. No tiene latiguillos. Los modismos propios de su generación brillan por su ausencia, al igual que las frases hechas.
De entrada puede parecer un retrato demasiado serio. Sin embargo, Hernández deconstruye todo con espontaneidad. Se ríe muchísimo, especialmente cuando indaga en los recovecos de una actividad que roza lo absurdo. “Si no te reís estás al horno”, declara para inmediatamente reformular: “en realidad, ya estás al horno cuando de chiquito le pedís una guitarra a tu mamá. No elegiste ser odontólogo, productor o político, sos cantante. Ahí ya estás jugadísimo. Es probable que a partir de allí todas las noticias en tu vida sean malas. Pero tenés un comodín que no tiene nadie más en el mundo: la capacidad de conmover al otro”.
Utilizando el humor desacraliza casi todo lo referido a su oficio. Si para el señor Miyagi la primera lección era ‘Pulir/encerar’ para Rama la cosa va de ‘Desacralizar/desdramatizar’. Con los pies sobre la tierra entiende que hay prioridades que, en ocasiones, escapan de la realidad de muchos personajes que pululan haciendo la parodia del artista.
“Se me cae la cara de vergüenza si te tengo que decir que los músicos somos unos trabajadores explotados, que Spotify no nos paga lo correcto y que la Muni no paga en término”, señala, sonriendo. “Es cierto, no cobramos lo que tenemos que cobrar. Ahora, ¿viste cuánto cobra un docente? ¿Cuánto cobra un enfermero? Quiero saber cómo te da la cara para hacerle frente a Spotify sabiendo lo que cobra un albañil”.
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Hernández tiene 23 años. En 2016 cuando publicó Black Beer, ópera prima de Barfeye, el disco se viralizó de manera inesperada. Sin siquiera tener una banda o poseer una cuenta de Instagram las canciones orillaron los 100K.
Por entonces el plan de Hernández era otro: cantaba en inglés y pensaba irse a vivir afuera gracias a una beca. En aquella época, al igual que ahora, la velocidad lo acompañaba: dormía poco, estudiaba mucho (inglés, psicología, música) y devoraba data por doquier. Con guitarra acústica y unos pocos tatuajes empezó a tocar mientras el disco sumaba reproducciones. Mientras tanto, entre viralización y conciertos inconstantes, empezaba la mística de Barfeye: El Barfi, Barfai o Barfeshe; cada persona lo decía a su manera, pero lo importante era que su nombre empezaba a repetirse de boca en boca, tanto del público como de sus colegas, quienes veían al muy jovencito cantautor como una anomalía más que bienvenida. Otra característica de esos primeros tiempos era su negativa a encasillarse en un género, además del enunciado implícito en sus movimientos de no anotarse en ninguna micro escena. Su “gracias, pero no” era sutil y amistoso. Barfi estaba, pero no estaba. Eso generó mayor curiosidad sobre su figura. Con la llegada de Elizabeth´s fears, todo se reforzó. No quedaban dudas de algo: había talento e iba evolucionando con una velocidad feroz mientras caminaba por la tangente.
Al momento de referirse a la viralización de Black Beer, Barfeye no pretende conocer el secreto o una fórmula que resulte. Simplemente sucedió. Observa, por supuesto, algunos puntos que sacó en claro: “La viralización tiene que ver con la masividad y la masividad tiene que ver con lo simple. Lo que pasa en tres actos simples lo entiende cualquiera. Si para entender lo que te pasa en la vida personal tengo que sentarme a escuchar 40 minutos con los monitores del estudio, no va a pasar. Black Beer se disparó. Yo ni siquiera tenía una cuenta de Instagram y el disco tenía miles de reproducciones. Eso fue suerte, aunque no me pude ni comprar un par de zapatillas”.
Black Beer al igual que todos los álbumes desde entonces (Elizabeth´s fears del 2017, A greater light de 2018, Ataraxia de 2019, Pop music for sad people, Cómo capitalizar la tristeza y Amar y diferir, los tres de 2020,) fue publicado a través de Garlik, sello que Hernández fundó en sociedad con Lautaro Ruggieri alias Dagger, productor musical en expansión transterritorial. Junto a su socio y compañero de batallas fueron formando un catálogo de manera discreta.
A diferencia de otros circuitos donde el sello editor sobrevuela con identidad y marca territorio como una especie de complemento ego-urinario, Garlik siempre esquivó el protagonismo en los titulares de notas o gacetillas de sus artistas. Ubicar al sello en un modesto segundo plano permitió su correcto funcionamiento, obteniendo un desarrollo provechoso con prioridades claras.
Entendiendo que la música es un trabajo más, Hernández y Dagger apostaron a una marcada disciplina respecto a los detalles burocráticos que son tanto un consumo de tiempo considerable como el lado menos glamuroso de la actividad. Por algo nunca se pusieron de moda las selfies espontáneas en los pasillos de SADAIC. Esa claridad (y responsabilidad) permiten tener la casa en orden, logrando un ingreso regular que es la caja para seguir proyectando posibilidades y caprichos.
De manera cotidiana Hernández elige creer en lo que hace. Esa creencia se refuerza con los hábitos diarios de componer música, pero también de hacer trámites, organizar papeleríos y ordenar sus tiempos. Entiende que detrás de cada estrella existe un trabajo constante que se mantiene con el día a día. No compra la foto exitosa de los artistas que llegaron: detrás de cada pic hay mil días de laburo. Por eso se ríe con complicidad de la imagen proyectada que curten ciertas estrellas de la industria: el descontrol, la keta y las nubes de humo dulzón son un hermoso marketing para tapar el laburo concreto que hay.
Hernández no quiere ganarle a la industria. No considera tener la capacidad para alcanzar semejante logro. Opta por un oasis de cordura: generar su propia industria. Lo logró cuando fundaron Garlik en 2016. Desde entonces el sello está creciendo. Garlik tiene ediciones de vinilos hechos en México, otros en Alemania, como el de Ataraxia. Además hay CDs o cassettes en ediciones ideales para los coleccionistas más exigentes.
Cada edición que se anuncia desde Garlik se agota con rapidez. La comunicación institucional es mínima. Los artistas tampoco están machacando hasta el hartazgo. No buscan ganar por cansancio. Entienden que el público al que se dirigen es específico y que sabe estar atento. Cada llamada de los últimos tres años tuvo una buena respuesta. De esa forma siguen adelante.
“El circo está armando y funciona bien”, cuenta Hernández, sin falsa modestia. “Son cosas que ni te las hace Warner. Yo agoté los vinilos de Cómo capitalizar la tristeza. Hice 150 copias a 4 lucas cada una, no me quedé con ninguna”, agrega. “Ni yo lo tengo al disco”, cierra.
“Trabajo de representarme a mí mismo. No se trata de hacer canciones, es hablar con Carlos en SADAIC a primera mañana, organizar el cachet, pasar la planilla, registrar las obras. Ese es el trabajo. Hacer la canción es la parte más divertida. Yo me encargo de todo, en ese sentido. Porque soy capaz, no porque sea egoísta. Si te ofrecés a hacerlo por mí, no te voy a decir que no”, explica.
Hernández es verborrágico y directo. Invocando al fantasma de Hemingway (o al menos, a su imaginario) podríamos decir que su hablar es limpio y conciso. Aún en su fluidez, maneja la economía de palabras. En ese sentido, tanto su hablar como su música están despojados de parafernalia redundante y pirotecnia efectista. Con su tono franco aborda todos los temas, sin ser agresivo ni buscar un contrapunto desde el cual construirse. Siempre (se) desdramatiza y se ríe. Principalmente, relaja todo desde una postura libre de pretensiones. Desconfía de quienes enarbolan ampulosos discursos. Agotado de esos discursos, se corre, priorizando el hacer.
“El momento de goce en toda la cultura es cuando el artista está haciendo arte. Todo lo demás es trabajo arduo de llenar formularios, hacer filas, sacar boletos, hablar con gente desagradable, que te pongan el sello. Son todas cosas del trabajo para la que tenés que estar sobrio y despierto y perfumado”, asegura luego de haber pateado pasillos hasta aprender el minué burocrático.
“La parte que tenés que disfrutar es otra y es mínima: La que hacés tomando vino con la gente que querés; lo que hacés diciéndole con una guitarra lo que nunca pudiste decirle a otra persona; o grabando en un estudio hermoso rodeado de colegas”, afirma.
Mensaje vía Whatsapp del otoño de 2019: “Hola, Broderick, ¿cómo va eso? Recordame tu mail así te mando la gacetilla del disco que está por salir. De paso también sale data de los otros discos que saco en el año”.
En tiempos de cuarentena estricta Barfeye tenía listo Cómo capitalizar la tristeza, su primer trabajo íntegramente compuesto de canciones en castellano.
Al mismo tiempo que preparaba la edición física de ese lanzamiento craneaba lo que se aproximaba. Barfeye marca el calendario con fibrón y se lanza. Quizás con fechas desfasadas o contemplando alguna modificación, pero el material llega de manera indefectible. La estrategia es hacer.
Pocos después del excelente Cómo capitalizar la tristeza llegó Amar y Diferir, un disco que mantiene la línea de cancionero crudo y quebrado por el desamor. Sin embargo, a medida que los temas corren, Barfeye alza vuelo algo harto de lamerse las heridas. Arrogante y pendenciero, cruza fuerte los lugares comunes de la corrección política, las frases hechas y la moral higienista.
Algo despabilado del dolor, reacciona corriéndose hacia un territorio que no le garantiza seguridad. Se vuelve electrónico, pero también contemplativo. Vuelve a la calle: un poco en Rosario, otro poco en Buenos Aires. Aparece Páez, inexorable. También el Dárgelos provocador.
La compulsión por grabar y publicar disco tras disco (y simples y EPs) no es fácil: los resultados son desparejos y dispersos. Esa inclinación es una especie de sabotaje calamariano en clave Honestidad Brutal: seleccionar las mejores canciones del cúmulo general sería lo ideal tanto artística como comercialmente, pero quién espera lógica de un entripado que arde de urgencia.
Con la misma vehemencia con que graba y planea, Hernández no piensa dos veces en archivar discos terminados si ya no se siente identificado por el material. En algún cajón reposan discos rígidos repletos de temas y discos encanutados. Hay unos cuantos con canciones en inglés. No se trata necesariamente de negarlos o querer desaparecerlos: si alguien tiene interés y aporta un billete para su publicación, el material sale a la luz.
Si bien el paradigma actual de la industria demanda un constante flujo de novedades para mantenerse siempre en el candelero, Barfeye marcha a su propio ritmo. De controlar su velocidad personal podría sintonizar bien con el baile propuesto por la industria, pero Hernández busca su propia frecuencia dentro del sistema.
Lejos de campañas de pre-save, conteo celebratorio de reproducciones, estrategias de marketing o movimientos de prensa, Barfi produce de forma cuasi compulsiva porque necesita vomitar el ardor de su entripado. Publicar con una frecuencia febril quizás genere un ensimismamiento del material. Pero eso es secundario. ¿Qué importa el marketing digital cuando hay fantasmas que exorcizar?
Los discos de Barfeye abundan en rispideces desde Black Beer. En los últimos dos años, la cosa se puso aún más filosa. Tanto la crudeza de las letras como el ímpetu inacabado del audio dejan en claro que no hay zona segura para quien quiera escuchar.
«Teddy Wilson», «Desaprender» «No falta tanto», «Ticket», «Acero damasco», «For fun» no son canciones de fondo para la inercia mundana de lo cotidiano: absorben para transformarte en algo más, al menos por unos pocos minutos.
“Yo me hago cargo de que digo cosas desgarradoras en mis letras. No es voluntario, escribo de esa manera. Como dice el Indio: Sobre la felicidad ya lo dijo todo Palito Ortega. Yo escribo desde el desconsuelo, el desamor y el dolor”.
Barfeye busca conmover. En ese sentido, recuerda al Pablo Comas de Hambre: no quiere hacerte bien, quiere dejarte algo que te ayude a arder.
Sobre el escenario Barfeye juega y proyecta diversas formas de conmover. En la entrega en directo aparecen esas máscaras de ocasión que tanto le gustan. Puede ser un poseso eléctrico imantado por el poder de su banda y el feedback del público. O un trovador iniciático, frágil y despojado, apenas munido de su guitarra y un tono vocal desnudo. También puede ser un crooner dañado, seductor y cómplice.
Barfeye es todos y no es ninguno. En cada encarnación juega hasta el final, disfrutando al máximo para luego colgar al personaje en el ropero, guardándolo para alguna otra ocasión incierta. Probablemente no repita el rol, puesto que entre recital y recital el terreno cambia como piel de estación.
Tres apuntes de Barfeye en directo:
-Entre Black Beer y Elizabeth´s Fears, toca con su acústica frente al micrófono. Delgadísimo, su torso desnudo es casi transparente. Su pelo largo desciende en dos trenzas divisorias. Se presenta ante adolescentes (como él) que viven la experiencia del toque como un evento de fiesta + recital + feria. La sala completa lo acompaña prendida y curiosa.
-Años después hay cambios: hay más tatuajes, tiene el cabello casi al rape. No carga una guitarra. Lidera una banda que es una usina de potencia punk pop. El público es otro, al igual que el contexto: pasada la medianoche, hay éxtasis etílico y ganas de adrenalina. La banda no hace canciones, hace descargas. Barfeye es un poseso que canta, salta y juega. Entre contorsiones, se quiebra y mete guiño al Rotten clásico con la banda acompañando.
-Con capacidad limitada por protocolos de prevención, hace sold out en la cúpula de Plataforma Lavardén. Sin artificios, Barfeye entrega una canción detrás de otra. Enlaza temas de Cómo capitalizar la tristeza y Amar y Diferir con versiones de Él Mató, Andrés Calamaro, Auténticos Decadentes y Ricky Espinosa. El público está sumido en una música acústica que Barfi hace junto a Lichu, su guitarrista. Las canciones interpelan: cuanto más despojadas, más poderosas.
En seis años, la experiencia en vivo de Barfeye fue evolucionando junto a su música. Con el repertorio en castellano, el entendimiento con su público escaló a otro plano: la conexión fue más profunda que nunca gracias a canciones que versan sobre la ausencia, la pérdida y el desamor.
Con la accesibilidad del idioma, la cosa se simplificó. Paradójicamente, cuanto más dolor cantaba, más cercana estaba la audiencia. ¿Morbo? Para nada. Se trata de magnetismo.
En la evolución de Hernández como músico y los notables cambios en Barfeye reside un subyacente amor-estudio de la canción popular.
A través de diferentes circunstancias y contextos fue habitual escuchar a Rama o Barfeye -depende del contexto- referirse a Sandro, Pet Shop Boys, Flema, Callejeros o Fito. Cita aprendizajes puntuales sobre formas de componer o producir de dichos artistas. En ocasiones pudo incorporarlos a su propia producción. Seguramente el futuro traerá oportunidades de seguir aplicando esas lecciones.
La diversidad sonora es un norte alentador, siempre el mejor cofre para encontrar enseñanzas que se escapen tanto de la académico como lo previsible. En la búsqueda de data nunca pierde perspectiva: quiere aprender y seguir creciendo, pero siempre para aplicarlo a su misión de conmover. En ese sentido, toda su vida ha sido un fiel creyente en el poder de la música popular. No hay mayor honor que una canción aceptada por el pueblo. La fibra sentimental que es íntima y colectiva, se le antoja a Barfeye como un gran horizonte. Quizás el definitivo.
Hernández pasa de catalogar los estratos de la canción popular como cool, grasa, nostálgico, demodé o camp. No se inclina por una lectura irónica. Tampoco pretende un rescate emotivo mediante una relectura edificante: no tiene condescendencia con la canción. Una buena canción no merece una adaptación apócrifa para encajar mejor fuera de su contexto. No hay que ser cerebral con aquello que el corazón siente genuino.
“Lo popular es aquello que no es elitista. No significa que sea simple”, afirma antes de tomar una pausa. Respirando profundo arremete: “Desafío a cualquier artista, músico o ejecutor a que haga algo como lo que hicieron Calamaro o Solari. No pueden hacerlo. Lo que hicieron esos tipos fue conmover. La música popular es la más hermosa de todas las músicas porque es sincera y está mal hecha, en general. No me gusta la perfección: yo toco y canto mal, mis discos no suenan bien. La música popular es algo que nunca se le va a poder borrar a la gente. Una buena canción, si la podés silbar en la ducha, conmueve de forma más grande que Snarky Puppy. Esas son bandas que están siendo deportistas, están demostrando destreza: quienes demuestran destreza son los deportistas, los artistas tratan de conmover a la gente. Mi misión artística es esa. No quiero que se me reconozca por tocar bien, ni por ser mejor que otros. Hay muchos colegas que sí. Lo entiendo y lo respeto: quieren ser ejecutores. Lo son o están en camino de serlo. Tienen todo mi respeto. No es mi aspiración. Hoy soy mil veces más fanático de Gladyson Panther que de Jacob Collier. Sin sugerir que Gladyson sea algo simple o menor, para nada. Se nota cuando una persona está expresándose. La cuestión es esa al final: buscás expresar o vas detrás de la aceptación de la Internet. La aceptación de Internet no pasa por los influencers, únicamente. Porque tal toca con fulano en la ATR band. ¡A la gente le chupa dos huevos la ATR band! La gente quiere escuchar «Ola mina XD» de la voz de dos tipos, no quién es el batero o quién es el bajista. No me interesa hacer música para músicos ni para técnicos, para nada. Me quiero parecer más a Kapanga que a King Crimson. Hay gente que se está quedando pelada tratando de sacar data y no meten 20 personas. Mi camino está donde quiero que esté. No me siento mejor que nadie, ojo. Simplemente, apuntar que lo que quise lograr está funcionando. Yo quiero conmover. Cuando pasa eso siento que soy útil a la función de la música. Hay gente en zona sur que tiene tatuajes de Barfeye. Son chabones que no tienen Instagram y tienen tatuajes de Barfeye al lado de uno del Indio Solari. Eso, para mí, vale mucho más que tranzar con algún sitio especializado en indie o comprar nota en Rolling Stone”.
Habitantes de La Sexta, Barfeye y Dagger habitan una casa de escaleras y pasillos que le alquilan a Jorge Risso, compositor y cofundador de Vilma Palma. Bajo el mismo techo, además, conviven Chulimane, Yoru, Kid Kerchak y Frank Rous. Todos talentos sub 25 abocados a la música. A esa crew multitalent hoy se suman Jorge y Liliana, padres de la criatura.
Entre los pasillos y las habitaciones de donde asoman instrumentos, camina el jovencito Miguel de apenas tres meses. Naranja, curioso y con ganas de jugar, Miguel es un gato de hogar a puertas abiertas: opta por la amistad ante el desconocido, dejando de lado la territorialidad.
Rama habla con respeto sobre Gladyson Panther y Dani Pérez. También de los Gay Gay Guys, a quienes lleva en la piel con una tinta que reza “Droga y delincuencia”. Siente admiración por su socio Dagger. Lo describe como un animal enchufado que no para de generar data. También cuenta primicias -no publicables- acerca de su laburo como productor.
Reflexiona sobre la convivencia cotidiana entre monstruos que tenemos en la ciudad. Hay gente grosa en cada cuadra, dice. Hay que trabajar para que haya más.
Con atención camina, escucha y estudia en el circuito musical rosarino. Lo hace en detalle, pero hasta ahí nomás. Se marca un límite. Elige cierta distancia: tiene miedo de decepcionar a sus colegas, de no estar a su altura.
Jamás quiso suscribirse a ninguna de las micro escenas. No le interesa ser nada más que Barfeye. Tampoco involucrarse en las retóricas de diferentes nichos. La retórica onanista de una movida que se pisa su propia cola no guarda ningún atractivo para Hernández. Tiene muchas diferencias, pero en ningún momento habla mal de sus colegas.
Así como afirma estar muy orgulloso con todo lo que está pasando en Rosario, apunta que la competencia nubla juicios y que el discurso de comprarse una Ferrari con la música percudió muchas mentes de las generaciones anteriores y que sigue pegando fuerte en la actualidad. “Hay muchos colegas que no saben diferenciar el arte del deporte”, comenta.
Por sobre las enemistades y las diferencias éticas y estéticas, entiende que todos son colegas. “Eso lo aprendí gracias a Dani Pérez”, cuenta. “Colegas míos son los que me caen mal, también”, confía, sabiendo que el odio o la negación son un tiempo perdido.
Hernández demuestra un poco de hastío con un punto específico: la tendencia de nuestra ciudad a comprar el humo generado desde afuera. Con humor, observa los estragos realizados por productores mediocres asociados a marcas registradas, las notas compradas y las listas editoriales pactadas. Con los brazos arriba, divertido de incredulidad, va enumerando las consignas de una máquina de humo consagrada a engrupir incautos. Inquieto, se contorsiona. Es tanto lo que quiere escupir que se traba, pero su cuerpo lo expresa: ¿cómo puede ser que siga todo eso? Se ríe, pero aclara: “la gente no es estúpida, sabe elegir”. Reflexiona con una máxima de índole dargeliana: “La música es el único deporte donde los feos y los no dotados pueden ganar”.
Con esa línea le quita dramatismo al juego constante de influencias y séxtuples que presumen carreras de cartón que se caen inmediatamente. Sabe que algunos colegas se desesperan por bailar esa danza de negación y validación, aún cuando conocen lo irreal de los resultados. Por su parte, elige enfocarse en lo que resulta: hacer la suya. “Prefiero que las cosas sean orgánicas. Cuando no es orgánico, no funciona. Si la gente no me busca a mí, si no eligen poner un disco mío, no quiero forzarlo. No quiero que música suene hasta en el bidet. No me interesa el factor influencer, me interesa el factor artístico. Si es necesario, perder dinero, lo pierdo. Si quería hacer plata no me dedicaba a la música. Hay un montón de carreras que te dejan dinero. Acá no estamos buscando una Ferrari. No sé quién instaló eso, pero no viene de ahora, es de gente grande. Nos dejó mal esa idea”.
Finalmente, se refiere a la distancia que guarda respecto a sus pares. Afirma que no forma parte porque no quiere decepcionar. Teme no estar a la altura de sus colegas. Por otra parte, es indudable que ese espacio le permite una oxigenación más sana. Opta por caminar respirando un aire fresco, libre de atmósferas viciadas: “A veces es preferible juntarse a jugar a fútbol con gente que no sepa la diferencia entre un género y otro, o que no sepa cómo funciona un disco de vinilo porque escucha la radio todo el día. El mundo avanza a pasos agigantados mientras alguna gente está discutiendo sobre micrófonos de batería y Yamaha DX7. Nada importa tanto. Hay que restarle un poco de importancia. No somos albañiles, ni docentes, ni enfermeros, somos músicos. Estamos en quinto plano. Bajemos la demanda de prioridad. Tenemos que empezar a desarrollar más el concepto de humildad. Ser conscientes de quiénes somos y dónde estamos”.
Por Lucas Canalda y Flor Carrera
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