Gladyson Panther, Las Aventuras, Amelia, Chiljud/lusio y Tomi Leuda lograron una postal de recambio generacional en el Festival de Invierno, encuentro independiente que tomó lugar en Galpón de la Música.
Con las presentaciones de Gladyson Panther, Las Aventuras, Amelia, Chiljud/lusio y Tomi Leuda, el viernes 1 de julio se realizó el Festival de Invierno en el Galpón de la Música. Los cinco proyectos musicales hicieron las veces de anfitriones y organizadores, puesto que se trató de una movida gestionada desde el Hazlo Tu Mismo, apostando por un esfuerzo complementado por deseo y trabajo horizontal.
Más allá de la propuesta casual u oportuna de su título (¿Habrá otra edición en 2023 o nace un evento estacional?), el festival fue una contundente postal del recambio generacional que viene sucediéndose en los últimos años. Si en 2020 y 2021 supimos referimos a Gladyson Panther o Amelia como propuestas que empezaban a comprender su protagonismo en el circuito, el Festival de Invierno llegó como una confirmación de esos pasos decisivos para apuntalar una transición que empezó en 2019 encontrando en la pandemia su principal obstáculo.
Mientras que a mediados del año pasado el circuito indie comenzó a reorganizarse -haciendo control de daños, revisando las posibilidades del alicaído terreno, evaluando qué pasos seguir- 2022 encontró a los grupos más jóvenes activando en distintos frentes, mirando hacia el futuro, haciendo lo posible entre la inflación, los espacios que todavía se mantienen en pie y tendencias masivas que apuntan a otro lado, como siempre.
Mientras que la situación parece compleja, una serie de fechas DIY dejó en claro que el público está dispuesto a acompañar ante propuestas que ofrezcan complementación estética mientras se introducen artistas haciendo sus primeras armas u otros que van ganando visibilidad sin desesperar por titulares, reproducciones o cartel. La combinación Jimmy Club-Las Aventuras en Casa Mona es un buen ejemplo. Perro Fantasma con Marton Marton fue otro mojón visible. No es casualidad que ambas fechas hayan ocurrido en el mismo espacio: nuevo, independiente, manejado por músicxs. Saltando a otra orilla, las gigs en Sala Mitre, siempre están repletas, igual que las movidas off the grid de Jit Jot Records.
Sin proponérselo, el Festival de Invierno se convirtió en otra postal de recambio que llega inmediatamente después de la segunda edición del Festi MUG y los tres días del Festival Kuikatl, confirmando que la gente está expectante de movidas que quiebren el unisono habitual de la ciudad.
De acuerdo a una realidad nacional que jamás depara un minuto aburrido, el viernes parece haber sido relegado a una distancia abrumadora, sin embargo, hay mucho para destacar. Seguramente para cuando estas líneas sean publicadas muchísima agua habrá corrido bajo el puente. A continuación, repasamos una jornada memorable, esperando poner en pausa los vaivenes que convulsionan a nuestro alrededor.
El público supo acompañar al festival con una concurrencia puntual en una noche de temperaturas invernales benévolas. Apenas abiertas las puertas fueron varios los grupos que ingresaron a curiosear a la feria, encontrándose con la oferta de libros, remeras, fanzines, afiches, poemarios y accesorios.
El evento contó con una concurrencia de poco más de 300 asistentes. Con una preventa agotada en apenas cuatro horas, hubo considerable venta de entradas directamente en puerta, especialmente de un público +35 que se acercó directamente al show, optando a la costumbre de comprar tickets a la vieja escuela.
Más allá de la conveniencia económica de la preventa, se nota una merma en el frenesí de la venta online anticipada a medida que la postpandemia avanza. La venta en puerta viene siendo un factor determinante, un elemento de suspense que hace o deshace la suerte de fechas, en los últimos diez meses. Se notó tanto en el Festival BRODA en el Anfiteatro como en la reciente edición del Festi MUG. Lo mismo sucede en los miércoles del ciclo Mucha Data en Sala Lavardén. Dejando de lado los resquemores de último momento, se trata de una tendencia entendible que permite que la situación recitalera vuelva a ser relajada y casual, quitando del medio protocolos y otras tantas planificaciones, entre tediosas y engorrosas. ¿Recuerdan cuando ir a un recital no era planificar con semanas de anticipación o una carrera por conseguir entradas? Con el final de las restricciones y la capacidad limitada también fue aflojando el metejón petardista del sold out, al menos en las iniciativas locales. Luego de años dependientes de protocolos varios (comprar tickets online ya rozaba la experiencia frustrante de completar un formulario de la AFIP) los recitales vuelven a existir como la posibilidad de un plan espontáneo que tiene mucho para ganar. En ese sentido, para un sector del público que supera los 30, quizá dependientes de horarios laborales rígidos o deberes familiares demandantes, las fechas vuelven a ser un permitido desde la simple espontaneidad. Mientras que a priori pueda asumirse que el público esté conformado ciento por ciento de veinteañerxs y adolescentes, desde 2020 la ecuación está cambiando, especialmente desde que Gladyson Panther logró una visibilidad pequeña, aunque constante en medios especializados, además de haber compartido fechas con artistas de otra generación como Cyberangel. Tampoco debemos olvidar que varios proyectos sub 23 vienen apareciendo en la televisión abierta local, especialmente en el programa Antes de Salir, logrando mostrar su producción ante una audiencia amplia por fuera del público objetivo.
Cuando a las 20 hs se abre la puerta del Galpón, en los camarines se escucha un aplauso generalizado. Unas veinte personas agitan celebrando. “Dale que largamos” grita alguien. “Encima ya están entrando”, afirma otra voz. Si bien el trabajo arrancó hace algunos meses atrás, la apertura significa el comienzo del último esfuerzo, el definitivo.
La jornada del viernes comenzó temprano en la mañana. En el caso de Fla Cisera, encargada de la puesta lumínica, a las 10 hs. Lo mismo para otrxs integrantes de la crew, que estuvieron armando el espacio de feria y el stand de cerveza artesanal, un punto crucial puesto que se trata de un ingreso directo para las bandas organizadoras.
“Efe, ¿vos estás atento a los horarios?”, pregunta Amelia Sagarduy, al guitarrista de Gladyson Panther, mientras ella anda ocupada, ultimando detalles de la seguidilla que está por arrancar. Efe confirma que sí, para concentrarse en otros asuntos. Mientras la gente va ingresando, en la trastienda las bandas lucen ocupadas cumpliendo roles que se van relevando de acuerdo a la disposición del organigrama. La principal meta es respetar los horarios establecidos. Que llegue gente es esencial, claro. Si es temprano, mucho mejor.
Adelante, la gente se entretiene escuchando la playlist de ocasión, entre cervezas y los primeros abrazos de encuentro. Hay bastante interés en el merch de las bandas: afiches, fanzines y remeras. Los fanzines salen rápido, especialmente la trilogía de Las Aventuras, material complementario de un imaginario artístico que vienen construyendo desde 2021, cuando emergieron tímidamente, luego de ensamblarse en la sala de ensayo, más algún toque para amigxs.
Con el público respetando la puntualidad, todo se desenvuelve con normalidad. Tomi Leuda, el primero en tomar el escenario, se va preparando con calma. A su alrededor, hay distensión para quienes todavía tienen un rato por delante. De a poco llegará su turno de ir entrando en concentración.
En uno de los camarines, donde descansan los instrumentos, Juan Ignacio Miles, integrante de Las Aventuras, está sumergido en su tarea: junto a dos televisores de tubo y frente al controlador y su laptop, con un rollo de cinta de enmascarar en una mano, va apuntando los canales para la puesta visual. Apenas se distrae para sorber un poco de Amargo Obrero de su vaso.
Cuando Leuda sale del camarín vistiendo un chaleco de lana colorido, aunque discreto, todo el mundo empieza a aullar en clave de adulación. “Parecemos el cliché de la obra en construcción”, dispara alguien. Las risas desahogan la tensión del arranque. Ahora sí: se abrieron las puertas, llegó la gente, es momento de comenzar con la función. Sin demasiado aviso, dos representantes salen corriendo hacia el área de feria para anunciar que comienza el show. En clave pregoneros, uno sale a la puerta, donde se ubican lxs fumadorxs, mientras que el otro se escabulle la gente, llegando a la puerta de los baños: “Está largando el primer reci. Invitamos a acercarse al escenario”.
Tomi Leuda canta y toca sus canciones con solidez. Mientras que las gacetillas daban cuenta de sus primeros pasos en la música, el jovencito que toma el escenario completamente solo, frente a unas 180 personas, no muestra ningún rasgo de inseguridad. Es un cantautor hecho y derecho, sus canciones están elaboradas aun cuando todavía están en proceso de desarrollo. Como rasgo simpático de su verdor resalta un detalle: como preámbulo de cada canción explica el año en que la compuso, obviando decir su título. Canta sobre cicatrices que están por cerrar, devenires y signos. Regala una canción de Spinetta. Recibe a Cundo de Las Aventuras como invitado. Luego a Chiljud, con la flauta traversa, en su canción más notable: «Todo se podrá elegir». Leuda está llegando. Bienvenido.
Cuando llega la dupla Chiljud/lusio la expectativa es alta. En 2021 publicaron Soft Boys, un disco irresistible. Desde entonces sus apariciones fueron contadas. Sin embargo, cada uno por separado supo plasmar esa musicalidad que derrocha el disco. Lo hicieron en cada aventura solista o en una serie de colaboraciones con otros proyectos. A Soft Boys supieron cuidarlo, haciéndose extrañar. Lo cierto es que ambos músicos están bien ocupados con sus múltiples tareas, moviéndose entre Rosario y Capital Federal.
Fermín Sagarduy está en el bajo, falseando eso de dupla. Desde el primer segundo las canciones toman un cuerpo diferente: un groove decisivo sobrevuela durante todo el set. lusio toca sinte y teclado, también se las ingenia con una guitarra. Chiljud, por su parte, saxo, teclados cuando se lo necesita, más una voz que cada vez se atreve a más.
Mientras Sagarduy sostiene todo desde las cuatro cuerdas, se deja llevar por el disfrute. Lo dice su lenguaje corporal, especialmente cuando se entrega, cerrando sus ojos. No sabíamos que lo necesitábamos tanto. Más vale tarde que nunca.
Chiljud y lusio invitan a Amelia, quien se queda un rato. Tocan canciones de Soft Boys, pero también del disco solista de lusio. Hacen un tema inédito. Podría ser perfecto, pero empiezan unos leves problemas de sonido que le imprimen irritación a la escucha. Pasan dos canciones hasta que son solucionados. Más tarde vuelven a aparecer esos inconvenientes, casi sobre el final de la noche.
Con Chiljud capitaneando la sofisticación, la puesta visual profundiza el estado anímico. Las bocanadas de azul profundo se vuelven una oscuridad casi cerrada. En ese negro potente, casi flotando desde la canción, Chiljud canta, cerrando sus ojos. Sobre su costado, Sagarduy también tiene los ojos cerrados. lusio eleva la mirada hacia el paraíso. Es un segundo de comunión perfecta.
Amelia toca trece canciones, incluida una versión de «Kyoto» de Phoebe Bridgers. Para «Wintertime», la banda completa está encendida, quizás sea el pico de su actuación: el dramatismo se intensifica en la voz de Sagarduy mientras el grupo irradia su poderío eléctrico para un pop fantasmagórico que merece su lugar en el universo de Neil Gaiman y que, además, conversa muy bien con la composición musical-teatral de Magali Cibrián.
Su banda está integrada por Cata Druetta y Santino Martin en guitarras, Bruno Ottaviano en batería, lusio en teclados y su hermano Fermín en bajo. El proceso de evolución del grupo fue parejo, logrando una cohesión laburada dentro de la sala y que se afirmó a medida que las fechas iban pasando. Cuando llegó Heavenly, en febrero, la banda encontró su sentido en un lenguaje pop contagioso, logrando precisión para las atmósferas más formales y fervor eléctrico para el pop de tres minutos, casi un ejercicio anacrónico de hits radiales de FM como «Butterflies» y «Folininlov». Ese proceso también encontró a Amelia convertida en líder escénica: si bien como vocalista siempre ejerció seguridad, en los últimos diez meses su lenguaje corporal cambió, evolucionando para encontrarse con el público, conectando, o sumándolo a la ecuación de acuerdo a su necesidad. En ese sentido, parece tener bien claro que no precisa ser nadie más que ella misma, evitando fórmulas ajenas o roles de deber ser.
Para Amelia los últimos cuatro años transcurrieron a una velocidad desatada. Desde subirse a un escenario por primera vez y realizar un videoclip viral hasta editar una seguidilla de novedades para terminar liderando una banda propia. Además, en el plano personal, fue terminar la secundaría, empezar a estudiar, salir a trabajar, organizar + gestionar algo así como una carrera. Tranqui. En 2021 manifestó con claridad su deseo: ser música. Desde entonces supo actuar en consecuencia. Cuando, entre canciones, expresa su alegría con un “Guau, no puedo creer que todo lo hicimos nosotrxs solxs”, está apuntando el camino que decidió emprender. Se trata de eso.
Las Aventuras propone una experiencia que está en marcha desde antes que los músicos tomen sus puestos. En el Galpón 11, con sus ventajas técnicas y espaciales, pueden lograrlo, ya que, como dice la vieja expresión, están dadas las condiciones. Sin preocuparse por el tiempo o por andar apretados sobre el escenario, se dejan llevar.
Con una introducción que combina narración en vivo, en tono Narcizo Ibáñez Menta, más el calor catódico de los televisores de tubo, se ambientan dentro de un hogar pretendido: por algo más de media hora hacen base en el escenario, cada integrante delineando su espacio, especialmente Cundo, en guitarra y voz, y Marco (Tenaglia) en guitarras y teclados. Cada uno con su estilo, casi se desmarca de su propia sombra, desdoblándose sobre sus instrumentos, pero también sobre su propia postura. Es una danza de post rock; una languidez de viaje iniciático.
Suenan ocho canciones: «Encendedor», «Quedan rayos», «Sombra», «Perro», «Oso», «Merienda», «Tiene sentido» y «Está rota». Su público conoce cada tema, incluso animándose a las letras. Más allá de los demos compartidos, la gente supo aprenderse las canciones en las contadas, aunque significativas apariciones de la banda. «Perro» ya escala como el gran favorito.
Hay quienes entonan “Qué gracioso es verte dar asco” con un resabio de sugerente hastío, se trata de personas que tienen bien estudiada la propuesta de la banda. En otro sector del Galpón, justo frente al escenario, un tal Ramiro Hache confía que Las Aventuras es su banda favorita.
Es para destacar que en los últimos diez meses el grupo supo adueñarse de sus tiempos. Evitando correr hacia ningún lugar como la gran mayoría de las bandas, optaron por permitirse lo necesario para evolucionar sin demasiadas perturbaciones externas. Podrán pasar largas semanas o meses entre fechas, sin embargo, cada nueva aparición cuenta. Lo mismo podría decirse sobre la acción de grabar. ¿Apresurarse para quién? ¿Correr para qué? Tiempo al tiempo. La paciencia es una virtud en una época donde la información se pierde entre sobredosis de ruido y saturación de un mercado que está lejos, lejísimo.
El lenguaje corporal habitual en Santino Martin AKA Gladyson Panther entra en cortocircuito los días de concierto. A su amabilidad característica -esa que lo hace andar dando abrazos, sonriendo y gesticulando con sus diez dedos- se le agrega una inquietud en sus piernas. Sus Topper blancas empiezan a dar vueltas, marcando surcos, a medida que la jornada avanza. Camina. Circula. No se sienta. Bromea con alguna idea o teoría. La cuenta. No son delirios, probablemente las esté plasmando, de alguna forma u otra, muy pronto.
Mientras corren las horas, el movimiento crece aún más. Se acerca su momento y su cuerpo lo sabe.
Cuando Las Aventuras está tocando, Santino está maquillándose, terminando de cambiarse, detallando cositas. Si bien ya subió a tocar, está nervioso.
Su outfit consiste en zapatillas Topper blancas, pantalón negro, un poncho impermeable blanco, guantes colorados, rostro pintado de blanco y una cruz roja que le atraviesa el rostro. Parece una criatura entre tierna y terrorífica: kawai nacional y popular meets death metal meets Stephen King meets El juego del miedo. Es puro meta a punto de seguir escribiendo su propio multiverso.
Unos minutos antes de subir al escenario para cerrar el festival, despedir su disco Pop del Futuro y del Presente y concluir una etapa junto a su banda, parece que toma consciencia, con esos factores cayéndole de forma concreta. Se termina una etapa tremenda. Está nervioso, de nuevo. Lo confiesa, mientras sostiene una cartera roja en la mano izquierda y un libro de la poesía completa de Alejandra Pizarnik en la otra. Aguarda a un costado del escenario, sobre el ingreso izquierdo.
Con la novena sinfonía de Beethoven, popularmente conocida como el «Himno a la alegría», sonando a máximo volumen, los integrantes de la banda toman sus posiciones: Rosendo Zinny en batería, Efe en guitarra, Welti en bajo, lusio en teclas, Cundo en guitarra. Mientras el clima grandilocuente de Ludwig Van crece, la pantalla ofrece una placa que reza “Dedicado a mis amigos y a mis enemigos”.
Cuando «Himno a la alegría» emparcha groseramente con la intro de «Triste» versión remix, Gladyson Panther sale escena ante un griterío de las filas delanteras. Primero lo fundamental: con un gesto de mano en alto le pide a la gente que se venga bien cerca. Lo logra. Finalmente se rompe esa distancia simbólica que marcan esos dos metros entre la baranda de contención y la gente.
«Triste» versión remix es un hyperpop saturado de azúcar que revolotea por todo el Galpón. Se trata de una entrada amigable, un tema para entrar en calor. Además, suenan «El que dice la verdad», «Lluvia rosa», «Mil hits», los hits populares «Puntos» y «2020». Casi sin mediar palabras la lista sigue con el ataque final: «Mefisto», «Tengo mil amigos», «Courtney Love» y «XXL».
Con Gladyson Panther apoderándose por completo del Galpón cabe preguntarse dónde quedó el estado de nerviosismo previo. Cantando a garganta pelada, con sus dedos gesticulando, como procurando meterle una saturación de énfasis a su voz, se transforma en una criatura de pura alquimia performática: “Esto no está pasando, esto no está pasando”, repite con las cuerdas vocales inflamadas, tan rojas como la cruz que lleva en la cara. Es una pesadilla incendiaria en loop. La descarga es visceral mientras todo se desata, tanto arriba del escenario como abajo. Quienes mejor canalizan la energía son Welti y Efe, que aprovechan las canciones para destilar todo el headbanging que tienen incorporado desde la más tierna edad. Lo curioso de este estallido es que no termina exhibiendo una musculatura de testosterona, se trata de algo diferente: una pulsión siendo exorcizada.
Siempre supimos que Gladyson Panther evoluciona de forma constante. En el show del Festival de Invierno, se percibe el progreso sobre un aspecto que mencionamos de forma reiterada: si bien el caos performático persiste, finalmente Martin pudo lograr que su acción imprevisible deje de sabotear a su banda. Su espontaneidad ya no deja fuera de juego al resto de sus compañeros, los cinco acompañan la descarga catártica mientras él despliega su histrionismo sin interferir o sin desaparecer. La banda está ahí cuando él lo necesita y viceversa.
Gladyson Panther le está dando a su generación algo diferente: la posibilidad de salirse de la estático de las pantallas, estimulando el choque directo de la corporalidad, proponiendo una diversión física que se expande desde el corazón hacia las extremidades. La seguridad de la pantalla se pone en pausa, al menos por un rato. También lo cerebral. Quiere provocar. Quiere generar fantasía. Nadie se queda quieto. Nadie se queda cómodo. Nadie se queda indiferente. Si alguien se va indiferente, entonces toda su empresa habrá fracasado. En ese sentido, recuerda a las palabras de Federico Moura cuando decía que lo peor para un artista es ser ignorado, simplemente por generar desinterés.
Su entrega en vivo posee rasgos generacionales clave como el policultivo estético: en menos de veinte minutos pasea de forma certera por varios géneros, pero sin anclarse en ninguno, haciendo imposible que sea predecible o repetitivo. Deambula por el trap, el indie, el rollinguismo, el grunge, el pop, el death y el hyperpop obteniendo lo justo y necesario, sin comprometerse demasiado. Lo suyo no es fría premeditación: es natural puesto que creció con una hiper curiosidad y las herramientas básicas de cualquier nativo digital. En sus 20 años de vida, buceó -bucea- por la información como una criatura de curiosidad insaciable. Toma lo que le sirve, lo incorpora, lo metalobiza.
Bien pasada la medianoche, cuando se palpitan los últimos minutos del Festival de Invierno, en el público presente se evidencia un rango etario curioso: mientras que la mayoría son jóvenes que no superan los 24 años, hay algunos +45 que vienen de la escena de los 90 y 2000. Su asistencia a los recitales ya no es tan asidua porque la vida, sin embargo, desde 2020 se acercan a los recitales de El Glady (y no a otros) porque su propuesta asegura siempre una experiencia diferente. Gladyson Panther logra shows divertidos y llenos de adrenalina que parecen trazar un puente con otras épocas sin ser anacrónicos ni retro: son 40 minutos para pasarla bien, descargar -o recargar- energías cantando estribillos pegadizos sencillos, aunque nunca simples. Por otro lado, Gladyson evita a toda costa la solemnidad entre pretenciosa y actuada que caracterizó al indie argentino en los 2010 y todavía se rehusa a morir. Desde su agradecimiento genuino al público, sin saber qué decir -por eso le mete el micrófono a cualquiera que se cruce en su camino- o hasta una lectura de la poesía de Pizarnik con el pitch al mango, destrozando cualquier obsecuencia o snobeada, siempre desarticula, eliminando pomposidad y rigidez. En ese momento de recitado, que apenas dura noventa segundos, parece cargarse -sin maldad alguna- un presente de lecturas poéticas de manual -de Instagram- aprendido en mil visionados, que buscan la seguridad de la repetición y no la valentía de reconocer la rispidez que nos hacen únicxs. Gladyson Panther es un ticket de salida, al menos por un rato, de nuestra seguridad cotidiana.
Luego de dos círculos de descontrol y saltos, terminando con un tercero que lo encuentra en el centro, girando en 360 casi mirando a la gente a los ojos, en tono arengador, todo se acaba para Gladyson Panther. “Chau, Pop del Futuro y del Presente. Fue la última con banda. A partir de ahora, nos vemos en el metaverso”. Ahí vamos.
Por Lucas Canalda + Renzo Leonard