El periodista y escritor Marco Mizzi publicó Perversidad, una novela negra de rastro metafísico.
La nueva novela de Marco Mizzi narra una Rosario cruda a partir del video de una violación y asesinato que se viraliza por WhatsApp. El joven escritor despliega detrás de esa premisa varias capas narrativas que se concentran en la ciudad como eje conductor del Mal, con un rastro metafísico que escapa a los lugares comunes de la crónica policial. Desde las calles de tierra a la domótica, Mizzi indaga en fantasmas y fantasías de una metrópolis desangelada. Perversidad fue editado por Eloísa Cartonera a finales del 2020 y tuvo una presentación formal vía streaming, siguiendo la pauta de la nueva normalidad que sentó la pandemia. Algunas semanas atrás una nueva tirada llegó a las librerías rosarinas por iniciativa del mismo autor, a partir de un “préstamo” de las arcas de Apología, revista de la que forma parte hace años.
Es la segunda novela de Mizzi, escritor y trabajador de prensa nacido en Rosario en 1991. En su trayectoria cultural formó parte de las cooperativas editoriales Tercer Mundo y Pesada Herencia. Entre 2014 y 2016 escribió en el semanario porteño Miradas al Sur. En 2010 coordinó la sección de Cultura y Espectáculos del portal DiarioRegistrado.com.
La historia comienza en barrio Gráfico, con la violación y femicidio de una adolescente llamada Elena a cargo de un grupo de narcos. El hecho es registrado con un celular y el video empieza a circular entre los vecinos del barrio vía WhatsApp, hasta que llega a la atención de Carlos Bustamante (protagonista ya aparecido en la primera novela de Mizzi, City Center, publicada en 2017 por Pesada Herencia). Es un periodista que, más allá de su complejo de Rodolfo Walsh, se reconoce como un tipo de luces modestas que compensa lo que falta con un lomo laburante que resiste.
Perversidad toma a la ciudad como un eje del Mal. Se trata de la Rosario que celebra los goles de Marco Ruben, el reinado global de Messi, pero aún así desconoce conceptos de futuro previsible. También es la Rosario que desde el vamos funciona por oportunismo y que, en sus calles, rinde tributo a contrabandistas; la que supo ser famosa por sus prostíbulos, ocultando la trata de personas bajo las alfombras caras y la que, actualmente, celebra la cotización de la soja desde la cima de torres inteligentes.
Bustamante necesita comprender por qué tanto Mal en esa vejación celebrada sin razón aparente. En su derrotero busca saciar su curiosidad, esclarecer los motivos de semejante aberración. Al principio, el periodista corre con una excusa: le pidieron ayuda. Pero pronto descubre que su motivo es egoísta: quiere conocer el origen del Mal para comprender y poco más. La nobleza de su acciones se quiebra pronto develando una necesidad por lo desconocido que funciona como su propio chute.
¿Qué hace Bustamente corriendo detrás de algo que lo supera? ¿Qué hace tan entumecido como cómodo atestiguando un linchamiento público? Por dentro se lo pregunta, pero no reacciona: sigue adobado en su inercia, marchando hasta la próxima sorpresa.
Bustamante es una mosca inofensiva que dista de ser una presencia molesta. Mizzi no pretende impulsar a un mártir, tampoco a un héroe estoico. En todo caso, el protagonista termina siendo el último aliento de un transeúnte rosarino que mira a su alrededor pero se sabe tan impotente y roto como el sistema que lo alberga. Y del que no tiene esperanza alguna de trascender. Los derrumbes, golpes y esplendores de la vida de Bustamante serán tan efímeros como sus subidones alcalinos.
Mizzi evita, en la mayor parte de las 253 páginas del libro, la romantización de la ciudad en particular. Controlando el caer en autoindulgencia, no pierde el tiempo en pintar su Rosario ideal, ni la que alguna vez fue, la que pudo ser o la que podría venir.
Si bien es sencillo adivinar los colores de la camiseta de Mizzi (su desempeño como cronista lo antecede), cuanto más moderado, más gana su narrativa. En ocasiones se suelta manteniendo las formas de manera consciente, especialmente en lo que se refiere al Nueva Roma, bar ficticio ubicado a pocas cuadras de la Terminal Mariano Moreno. El bar representa una luz que se va apagando mientras la ciudad, siempre cambiando su piel, barre lo viejo y deja que los pedazos de su historia queden relegados a su propia suerte. Entre los parroquianos del Nueva Roma Bustamente se siente confiado. Más importante: se siente parte de algo.
Siempre parado en la novela negra, el escritor hace de Perversidad una criatura que garantiza una variedad de capas narrativas para quien esté dispuesto a leer más allá de lo evidente. El narcomenudeo cohabita con la gentrificación; las cervecerías artesanales y su manual de formato descartable contrastan con los refugios clandestinos, donde la nocturnidad se desmarca de la frivolidad. La juventud maneja una mecha tan corta como la expectativa de vida que ofrecen las calles que el Estado olvidó hace décadas.
Pocos visten de blanco en la ciudad de Mizzi y el periodismo no es la excepción: el oficio demuestra su extensa letanía contemporánea, extraviado entre el efectismo que nace del cinismo, la resignación y la comodidad. La máquina-ciudad sigue adelante y son los medios hegemónicos quienes construyen parte del discurso distorsivo sobre el que se emplaza la caja siempre verde. Entre intereses propios y paladar por la resignación, el periodismo pinta los séxtuples que hacen a la habladuría general de la calle.
Mizzi profundiza sobre lo evidente (y algo más) pisando con seguridad y una naturalidad que no se aprende (ni se compra) en talleres de plumas porteñas con chapa, los cursos pagados en dólares o la bajada cooltural contemporánea. Escribe desde su caminar curtido. Con olfato de conocedor narra el roadkill de la profunda avenida progresista. No tiene las caretas de quien decide hacer exploitation o la distancia del observador antropológico que pretende predicar desde la altura. Interpela como baqueano urbano.
El entramado de realidad social y política hace de Perversidad un nuevo eslabón de la cadena de producciones que en los últimos diez años fueron apuntando un mapa necesario para entender el entripado de la ciudad de la soja y la construcción. La novela de Mizzi se suma como una continuación de los veintipico de números de Apología, así como al documental Ciudad del Boom Ciudad del Bang (Club de Investigaciones Urbanas, 2017); al disco Degenerado (Rock Villero, 2016) de Gay Guy Guys; al Pablo Bilsky más urgente, ese que rebasa los protocolos periodísticos y ficcionales para bajar la data de un espinazo erizado y caliente; y a Los monos (Penguin Random House, 2017), libro de Germán de los Santos y Hernán Lascano, que tiene una referencia directa en esta obra.
A su condición natural de caminante de fondo de las avenidas, Marco Mizzi la complementa con un trabajo en el equipo de comunicación del concejal Eduardo Toniolli, que lo tiene escribiendo, foteando y registrando videos por todos los barrios de Rosario. Recientemente reubicado en zona sur en busca de verde y fresco, el autor no parece atado a ninguna calle. Pasea esperando que las calles le digan algo que pueble su anotador y termine en alguna crónica, poema o eventualmente se transforme en una novela. Solo hay que esperar el momento indicado.
Entre poética popular, guiños musicales y reflexiones sobre periodismo, el joven escritor responde las preguntas de RAPTO con lenguaje sencillo, ese que supo cultivar con un laburo constante en crónicas, perfiles o poemas que se fueron convirtiendo en su rastro digital saltando las limitaciones del papel.
“Hubo un hecho concreto que me llevó a escribir y es bastante similar al primer capítulo de la novela”, cuenta acerca del disparador puntual de Perversidad. “Esa historia hizo las veces de caballo para tirar de un carro lleno de inquietudes pero también de certezas”, agrega. “Estábamos en un centro comunitario y viene la nieta de una compañera y le dice ‘Abuela, mirá, están pasando esto en los grupos’. Era un video con la violación de una piba, que circulaba por los WhatsApp del barrio”, confía Mizzi.
“Según la nieta de mi compañera, los violines eran unos narcos de cuarta línea de la zona y ellos mismos habían puesto a circular el video. Le pregunté si daba para denunciarlo, para hacer una nota o algo, pero ella me sacó de vuelo: ‘De eso no se puede hablar’ me dijo”. El escritor entonces decidió hacer literatura de aquello de lo que no se puede hablar. Sin caretearla, aclara que no fue una decisión iluminada o valiente del momento. Las semanas fueron aclarando el panorama. La determinación de encarar una nueva novela llegó repasando anotaciones y un reencuentro con esa historia. No hubo dudas: había algo. Y entonces arrancó.
– No romantizás una Rosario en especial, excepto la luz del Nueva Roma, que se va apagando ¿Te controlaste o mediste para no meterte ni revisitar en alguna etapa más cálida de la historia de la ciudad? Por ejemplo, los años de una Rosario peronista.
Me controlé en la medida que tuve que limpiar de adjetivos las partes del bar porque se notaba mucho para quien hincho. Pero igual creo que queda claro. Lo que me interesaba era contar la ciudad que habitamos y, con ella, lo que viene. No pasaba por contar mi ciudad, la de Mizzi, aunque a veces es divertido pensar que podría comprarla y después merendarla. El nuevo disco de Blizters (Luego amanece, 2021) arranca diciendo que un solo ojo no cuenta la historia. Y uno es creyente fiel de eso. Milita eso. La Rosario que cuento no es la que añoro. Ni la que soñamos algunos. Es la que está siendo. Después si esa ciudad pertenece hoy a cuyo nombre es Legión, y bueno, es otra cosa. Hay romantización en el libro sólo en la medida en que uno intentó evitar la parodia. Evitar la nouvelle vague. Que el mismo nombre lo dice, es una novela vaga, un rejunte de novedades tirado en la hoja. Entonces uno, tratando de evadirse de lo paródico, cayó capaz en lo cursi. Hago mal diciéndote esto pero la carencia de la novela, el error, es que pretende ser autoconsciente pero no le alcanza porque termina cayendo en la alegoría. Tampoco es pecado reconocerlo. A la novela le faltan herramientas. Hablo tanto de Perversidad como del género. Es como si uno usara un cuchillo para destapar un vino, ponele. Puede salir bien, o te podés cortar la mano.
– Hoy el higienismo se extiende por frentes varios y va impregnando parte sustancial de la expresión cultural. ¿El policial y el género en toda su extensión evolucionan alrededor de eso o se aferra a su núcleo para mantener su identidad?
El policial como género permite un “estado de transparencia”, como dice (Ángel) Faretta. La apuesta que tomamos al elegir este género es simplemente esa. Facilitarle al lector el abordaje, transparentarle la obra. Te pongo un título escabroso, una femme fatale en tapa, una sinopsis amarillista, y es darte un aviso: esto es un policial negro. Entonces ya arrancamos un casillero más adelante. No hace falta que te cuente mi marco teórico ni que ponga bibliografía al pie. Que ojo, me encanta. En una sobremesa te cito por igual a René Girard, a mi primo Darío, a Cadícamo y a las tías de mi mujer. Pero una obra se la tiene que aguantar solita. El género es una herramienta para lograr eso. Una forma de facilitar que nos entendamos. Porque si te digo sol no hace falta que te diga luz y calor y podemos pasar rápidamente a hablar de las civilizaciones mesoamericanas. Si te digo Macri no hace falta que diga cheto hijo de puta, y pasamos a discutir cómo hacemos para lograr que Argentina sea un país libre y soberano.
– La tensión no afloja: apenas en el capítulo en que Bustamante se tira un rato en la plaza Sarmiento. Las situaciones en el Nueva Roma o de cigarrillos en la cama están cruzadas por enroques mentales del protagonista o una intranquilidad que el lector ya vislumbra. ¿Cuánto la fuiste ajustando?
La novela te pide y vos alimentás. Tampoco te doy la fórmula de la Coca Cola si te digo que, además de su división en capítulos, la novela está estructurada en dos partes por un lado, y en cinco por otra. A riesgo de espoiler, uno puede decir que cada cinco capítulos se llega a un jefe de nivel, como en los videojuegos, en los cuales el protagonista tiene que poder ganar para pasar la pantalla, y a su vez todo el libro es medio un Jano: tiene su separación entre A y B alrededor del capítulo 12, cuando el funeral de Elena en La Piedad. Todo el ritmo, cuando acelera, cuando frena, cuando le mete piloto automático, está pensado en torno a esos tres niveles: los capítulos en sí, los cinco niveles y el eje janual. Ojo, si cuento esto no es tanto para los lectores como para los colegas: los autores tenemos que empezar charlar más estas cosas. De las cuestiones formales de nuestro laburo, de por qué esta sintaxis, por qué ese uso del lenguaje, por qué ahora el personaje hace lo que hace, tanto como hablamos de nuestra visión del mundo y de los chismes de tal o cual. No sé en qué momento pasó, pero no me gusta que haya pasado, que en vez del arte se hable de artistas. No es algo sólo de lo “indie”, uno lo ve hasta con las pelis de Marvel: toda la crítica o la reflexión sobre el poetizar parece caer en la anécdota.
-La violencia habita en casi todos: ciudadanos, medios, instituciones. También lo hace en las calles de tierra como en las torres que compran altura tratando de ganar una transparencia impoluta. ¿Dónde queda espacio para los inocentes en la ciudad de Perversidad?
No sé si hay un espacio, como tal, para los inocentes. Vos hablabas recién de la escena de la plaza Sarmiento. Ahí aparecen tres inocentes: el limado que manguea para papearse y no tiene problema en admitirlo, el linyera que no dice nada y sólo cumple con el rol que la sociedad espera que tenga un linyera, que es poco más que ser un perro, y la tobita que vende lechuzas de barro y no está dispuesta a recibir limosna. Cada cual, con su gesto, encuentra un lugar para afirmarse en su inocencia. Capaz ese espacio que decís no es físico, si no álmico: está dado por la mansedumbre del verdadero inocente, que le otorga dignidad, en un mundo donde todo el tiempo se le niega. Salvo los mansos, que heredarán el mundo, todos, todas y todes les demás, por acción u omisión, somos culpables. “Alguien se quedó con un vuelto nos hizo mal los mandados” dice el Pity pero “nadie fue, nadie fue, todos dicen yo no fui” . El inocente es aquel que sabe, que tiene certeza, de que no fue. El tema es hasta cuando se banca que nadie se haga cargo.
-Tus libros responden a una tradición histórica. Al mismo tiempo, tienen un ímpetu casi urgente. City Center y Perversidad son nuestro tiempo, nuestra generación: le dan F5 a cierta literatura local que tiende a ser ombligocéntrica, conservadora en el sentido que quiere pertenecer al imaginario entre tilingo e irreal de La Barcelona latina o La Ciudad de la Cultura. ¿Cuánta reacción hay en tu producción? Me refiero a tus libros, pero también acerca de Apología u otros pasos.
Mirá, hay una cosa muy loca del imaginario tilingo que nombrás, que como todo sistema de opresión funciona en pinzas, y encima, con la lógica algorítmica, empeora… Por un lado, hay sectores que operan en la vida cultural como si a lo nuestro, al pensar y poetizar desde del Interior del continente, no le diese, no pudiese. Y se dedican, no sé, a hacer eventitos en vez de crear, a tomar pastelas, no sé la verdad qué hacen… Lo que sí sé es que esto genera del otro lado, el que podemos llamar nuestro, una reacción, que es lógica pero es igual de dañina, y que revela un complejo de inferioridad alucinante. “Si dicen que somos los negros, los brutos, capaz lo somos, pero qué importa, aguante ser nosotros, amigo” ¡Y se afirma lo que se dice rechazar! Se acepta eso, que la cultura popular es la mersada, el kitsch, hablar como boricua, y todo eso. Que está bien, es simpático, “ay, qué lindo…” como dice Bart. Pero no es lo único. Acá en el Interior parimos al Cuchi Leguizamón, que te pelea mano a mano con otros compatriotas como Piazzolla e incluso con Bill Evans y no sé si no le gana. Criamos a César Vallejo, Carlos Guastavino, Castellani, Violeta Parra, Chespirito, Quiroga, Bodoc, Fausto Reinaga, la Valladares, Pichon-Rivière, Fito Páez. Esos no son mersas. Es cultura popular de alto vuelo. Entonces ¿qué pasa? Se niega. Se olvida. No existe. Se relativiza. Porque para la lógica de la pinza, no puede existir cultura popular que piense y poetice de verdad, no puede existir un Carlos Astrada planteando en términos metafísicos a la Tierra como un sujeto con conciencia de sí. No. Lo máximo que podemos aspirar es a un payaso que se hace el rocho, o a lo sumo otro más gringuito que regurgita cual Jorge Bucay de la deconstrucción todo el bolazo inentendible de no sé qué francés. Esto hay que decirlo. Pero hay miedo de decirlo, no sé por qué. No es que yo sea un valiente, pero sí tengo en claro que no me importa si me festejan los hijos de los ricos, que son los que generalmente tienen tiempo para dedicarse la totalidad de su tiempo al boludeo que ellos llaman arte. Yo quiero que los hijos de los ricos se vayan a la puta que los parió y que repartan la que sus padres parasitaron para que todos podamos pensar y poetizar tranquilos. Aunque sea que la repartan un poco, ni siquiera queremos todo. Un poco. Ellos son los mersas, no mi compañera de la villa que canta encima del CD de Pimpinela y sabe más de melodrama que cualquier becario (o vicario) que estudia el teatro ciego de Praga. Y esto hay que decirlo, porque nadie lo dice, y no sé por qué. Como que hay una idea de que está mal, de que va a caer mal. Pero hay que decirlo. Porque la verdad aunque no se diga, existe. Entonces: cuánta reacción hay en nuestra producción: una banda. Pero también hay acción: no interesa sólo denunciar, o mostrar la “realidad social”. Nos interesa, sobre todo, conmover. Capaz lo hacemos con historias “sociales” porque es lo que sabemos hacer, porque “los rayos equis no penetran los oscuros vidrios de una limousine”, y entonces el mundo que podemos cantar es este que conocemos. Si uno tuviera una mente más volada, un manejo más fino del lenguaje, podría hacerlo con imágenes sobre la naturaleza de las cosas, como las mejores canciones de Degradé. El objetivo es el mismo. Es pensar y poetizar el mundo. No el barrio, ojo. El mundo. Nada menos. Y por eso mismo está bueno que existan lugares como RAPTO, como REA, Barullo, como las secciones culturales de El Eslabón, de Conclusión. Que son de palos completamente distintos, algunos nos gustan más, otros menos, pero están enfocados en difundir lo que pasa acá, lo que pasa en serio. No sólo lo que tiene views en Youtube. Porque esa es otra: si pensamos que las redes son garantía de algo, como si la cultura de masas hubiera encontrado su paraíso democrático ahí, estamos al horno… Pero dejo acá porque si no no paro más.
Por Lucas Canalda y Flor Carrera