Santiago Moraes volvió a Rosario para presentar las canciones de Hogar, su tercer disco solista. Compartiendo la ocasión con Aguas Tónicas, el Bon Scott fue anfitrión de una noche de canciones, reencuentros y emociones.
Santiago Moraes enciende un pucho para despistar a su ansiedad. Más que un fumador compulsivo es un tipo inquieto. Necesita estar ocupado y todavía falta para la nota. El cigarrillo lo convoca. Quizás arroje algún movimiento preventivo contra los mosquitos.
Como buena rata de ciudad es pura ansiedad. Alrededor de su cuello no cuelga una cruz, tampoco una estrella: tiene una piedra semi preciosa que lo confirma como un tipo con pies en la tierra, literalmente. Usa Havaianas de las que se despega cuando está sentado en las sillas o sobre el clásico ventanal de Bon Scott. Le gusta sentir los pies en la vereda o dejarlos colgar. Está cómodo. La inquietud, de todas formas, persiste. Viste una camisa colorida abierta en sus primeros botones y jeans oscuros. Para la húmeda tarde rosarina podría calificar como un look desacertado, pero cuando el sol cae la temperatura le da la razón.
Fuma como una ocupación pasajera. Fuma cuando no está haciendo nada. Un rato con él es suficiente para entender que eso no sucede seguido. Moraes activa. Hace. Sale. Graba. Pinta. Toca. Cuando habla no fuma. Apenas si bebe agua o unos sorbos de cerveza fría. Cuando toca, lo mismo. Hace la entrevista, dialogando con una verborragia neurótica. Vuelve para atrás sin tapujos, sin caretear lo que todavía le cuesta. Se relaja, pero no se distrae: tiene que probar sonido y anda atento a los horarios estipulados. Piensa en la lista del show. Se queda quieto. Pone pausa. Es un ratito de tregua hasta que arma otro tabaco.
La música lo contiene. Lo mismo que la amistad. Es donde se encuentra a sí mismo. Recorre las ciudades tocando. A veces solo, otras con los compinches artísticos que la ruta va generando. Junto a Patuco López -compositor y percusionista montevideano- están disfrutando de la vereda de Pichincha. Se conocieron en las calles de Cabo Polonio. Vienen tocando desde que la química espontánea los encontró. No es común que sucedan cosas semejantes. No obstante, la vida de Moraes es permeable a episodios así. Tiene un corazón atento.
Es fundamental encontrar cómplices para la vida. Acaso tan importante como abrazar la libertad de hacer lo que uno quiera. Esa libertad entra en riesgo si hay un individualismo feroz. La complicidad artística lo salva de eso mientras lo hace crecer. Hacedor arltiano, Moraes aprende estando en movimiento, absorbiendo todo alrededor. Sus compañeros de ruta le permiten ser mejor artista. “Ser solista me gusta. Es una decisión que tomé y me siento cómodo con eso”, confía en un tono que preanuncia un pero inevitable. “Encontrar aliados es necesario. Pierdo motivación completamente solo. Me pongo pajero. Con otra gente me enciendo. Patuco me muestra una canción, me entusiasmo, vemos de grabarla, o le buscamos un arreglo”.
Moraes y Patuco López llegaron a Rosario invitados por Aguas Tónicas, banda que en 2023 cumplen dos décadas de camino musical y planean celebrarlo con disco nuevo además de una serie de shows con invitados especiales y aquellos compañeros de ruta que la vida supo presentar.
Cuando Los Espíritus asomaron por primera vez no fueron pocos quienes pensaron en Aguas Tónicas. La conexión no pasaba por una sonoridad similar, pero sí había un enraizado ético y estético que los conectaba. Ambos proyectos integran una generación impregnada de inclinación antropológica -no tan- solitaria hacia una estética fundacional nutrida en el blues, la psicodelia y la firma del cantautor. Ahondar en la discografía del cuarteto rosarino y en los tres primeros álbumes de Los Espíritus evidencia una composición ideológica proletaria y una sensibilidad a contracorriente de la hegemonía cultural que beneficia y legitima a unos pocos. Si Moris y Manal indagaban en el existencialismo lumpen y cuestionaban los entramados socioculturales de su época, las canciones de Moraes -en cualquier etapa- y las de Aguas Tónicas se hermanan bajo una narrativa con consciencia de clase y la vulnerabilidad humana ante una contemporaneidad vacua. Finalmente, entre la vieja escuela y las nuevas corrientes resalta un vínculo que, en épocas de tardocapitalismo, se vuelve esencial: canciones que elevan posibilidades de una vida post-urbana e interrogantes ambientalistas en un planeta con fecha de vencimiento cada vez más cercana.
“Mis canciones son políticas”, indica de forma pensativa, evitando una respuesta cerrada. “No tengo una militancia partidaria, pero tengo una política. La expresión artística siempre es un acto político. Nunca hago una canción partidaria tratando de esparcir determinadas ideas”.
“Todo parte de la mirada que tengo, de mi percepción de un mundo”, explica. “Me gustan pintores expresionistas como (Vincent) Van Gogh y (Ernst Ludwig) Kirchner. Son pintores que se plantan ante determinada situación y la plasman a través de su subjetividad. Los colores no intentan responder a la realidad sino a la emoción que esa realidad genera. Mi sensibilidad plasma eso, mi percepción de la realidad”.
Desde que renunció a Los Espíritus se mantuvo ocupado. Las canciones fluyeron con la llegada de Transeúntes, la banda que le puso una impronta inconfundible a su proyecto solista.
La etapa como solista es sinónimo de actitud de entrega. Con equipo, pero sin estructura, el esfuerzo se multiplica. Moraes tiene que desdoblarse en varios frentes. Hay etapas buenas y malas, pero lo principal es que siempre anda tocando. Las amistades del camino se mantuvieron. Llegaron otras, refrescando la cabeza y permitiendo nuevas aperturas.
Irse de Los Espíritus fue un quiebre. Moraes habla con sinceridad de esa decisión de la que nunca se arrepiente. Todavía está armando su vida después de abrirse del grupo con el que recorrió todo el continente, transitó festivales, tocó en estadios. “No fue una decisión para nada fácil”, señala. “Dudé muchísimo”, agrega luego de un segundo de silencio. “Significó renunciar a un esfuerzo de muchísimos años. Fue dejar mi medio de vida. Había una construcción enorme detrás. Conseguimos algo que es muy difícil de lograr. Ahí también entra el factor suerte. No es únicamente mérito del trabajo, hay otros factores que convergen para que uno pueda vivir de lo que ama, logrando ese nivel de exposición y aceptación. Armar esa estructura nos llevó diez años a un equipo de siete personas. En mi camino solista soy yo solo. Es todo cuesta arriba. Cuesta muchísimo. Yo sigo reconstruyendo mi proyecto de vida hasta el día de hoy”.
Dos años atrás, en medio de la pandemia de coronavirus, con el aislamiento irrestricto, Moraes entró en un estado desconocido. Sin final a la vista, sintió un peso en el pecho. La vida real asfixiaba. El encierro lo anclaba. Sin poder tocar, no había ingreso alguno. Tuvo que volver a trabajar en el campo audiovisual, su oficio durante la juventud hasta que Los Espíritus empezaron a marchar.
El encierro se volvió pena. Trabajaba para pagar el alquiler y las cuentas. No había nada más. Las paredes le comprimían el corazón. La música cesó de manera irremediable. El deseo había desaparecido.
Afuera, la ciudad, ese mastodonte familiar que era su hábitat, se sentía intranquilo. Su relación con la ciudad empezó a cambiar. La combinación de incertidumbre pandémica y el latigazo endeudador golpeó con violencia a Buenos Aires. Mucho, demasiado pronto. Las miradas cargaban hostilidad.
En 2021, cuando las restricciones fueron quedando atrás, Moraes volvió a tocar, asomando a eso que se conoció como nueva normalidad. “Cuando logré deshacerme del trabajo que había conseguido para pasar la pandemia agarré la guitarra y me fui”, apunta ahora. Necesitaba estar en movimiento. Precisaba vivir de lo suyo. Quería volver a vivir. “Soy como la canción de Los Decadentes: quiero tocar la guitarra todo el día y que la gente se enamoré de mi voz. Necesito eso mismo. Es algo que me representa ciento por ciento”, señala. “Entonces medio que tomé esa decisión: no importa si soy ultra pobre, quiero salir a tocar”.
Moraes empezó a girar en solitario. Se fue apenas acompañado por su guitarra. Norte, sur, este, oeste. Volvió para irse, otra vez. De Argentina saltó a Uruguay. En cada parada fue encontrando algo distinto. Aparecieron vínculos de otras épocas. Nuevos compinches. Buenos Aires, mientras tanto, se fue transformando en un borrón lejano. “Estoy cada día más lejos de la ciudad”, confía. “No la aguanto mucho últimamente. Se fue oscureciendo mucho. A partir del 2015, cuando asumió Macri, la economía hizo una curva hacia abajo muy violenta. Eso afectó el ánimo generalizado que hay en la calle. Cualquier persona desconocida, a priori, es un enemigo o alguien a quien tenerle miedo o un adversario. Estoy tratando de irme. Me siento mejor en lugares menos contaminados. El ánimo está contaminado. Estoy escapándole a eso, no se trata de un delirio new age”.
El último disco de Moraes se llama Hogar y fue editado a través del sello uruguayo Little Butterfly Records en noviembre de 2022. Ese trabajo se presenta oficialmente este sábado primero de abril en el Centro Cultural Richards, con banda completa. El LP llegará en las próximas semanas a las disquerías especializadas. A Moraes la edición tangible lo pone contento. Será su primer material solista disponible en formato físico.
Hogar se pensó para capturar el sonido de Transeúntes en vivo. La banda entra en su mejor forma cuando está sobre el escenario. Registrar esa circunstancia fue un metejón atado a la idea de volver, de retomar la senda de un futuro anterior. Sin embargo, el disco probó ser mucho más que eso. Se trata de un mapeo sonoro del Moraes itinerante, de aquel que toma la ruta munido de su instrumento para celebrar la vida mediante la música. En ese sentido, este tercer esfuerzo solista resume la musicalidad de una vida. La de Moraes, en principio. No obstante, el disco se lee como la forma de habitar un legado cultural familiar. Uruguay se siente profundo en las canciones de Hogar. Es el rastro de su familia, la química encontrada con Patuco, a quien conoció de forma casual en Cabo Polonio. Están, además, los toques de Pamela Rudy y su grupo Nautilus desde La Docta. Hogar, entonces, es un lugar dentro de uno, aquel que viaja con Moraes en cualquier dirección, cuando quiere sentirse vivo.
El trabajo se grabó en varias latitudes, siendo el Centro Cultural Richards el principal estudio. Ese espacio que Moraes y su banda conocen de memoria fue el lugar ideal. En tiempos difíciles fue una trinchera. Grabar allí fue un paso lógico.
Hogar es un álbum cálido y amigable, casi ideal para presentarse ante un público nuevo, especialmente porque Moraes está cantando mejor, encontrando su perfil como vocalista, sin desmerecer a su lado de narrador. Aquí Moraes puede sentirse suave, como susurrante, mientras mantiene su identidad vocal rasposa. Combina la sensibilidad narrativa de su primer disco con un músico más seguro.
Un acierto del disco es que cuenta con los elementos justos. Se siente equilibrado. No sobra nada ni suena confuso o torpe. Eso pudo haber sido un problema ya que Moraes anduvo con una banda en Buenos Aires, otra en Córdoba y una tercera en Uruguay. El productor Juan Ravioli merece un buen crédito porque, además de su talento artístico, hace las veces de Marie Kondo, ordenando para lograr un resultado armónico.
Pucho mediante, Moraes vive cada instancia previa al show con pequeños rituales. Prueba sonido con disciplina. Revisa el lugar. Apenas bebe una lata de cerveza Santa Fe. Patuco, por su parte, abraza su mate y el termo.
La dupla viene haciendo conciertos pensados en dos partes. En Rosario unifican la propuesta, de acuerdo al horario del Bon y la noche compartida con Aguas Tónicas. Moraes arma la lista en un pequeño cuaderno anillado. Escribe con parsimonia utilizando una microfibra negra. Piensa la lista de forma meticulosa comparando con las anteriores. La revuelve, la cambia, tacha, vuelve a escribir, evitando la repetición. Cada canción se reduce a una palabra: Mapa, Pantalón, Perro, Floresta, Rufián, Manos.
Arrancan a tocar quince minutos antes de lo estipulado para poder estirarse con comodidad. Hay temas de todas las etapas de Moraes, clásicos de Los Espíritus, composiciones del Patuco y algo más. La propuesta de Moraes y Patuco es simple, aunque no sencilla. Tienen lo fundamental: buenas canciones, aquellas que interpelan. Toman el axioma de Lou Reed para versionarlo en clave rioplatense: un acorde está bien, con dos ya lo estás forzando, haciendo tres te metiste en el jazz, con cuatro ya estás tocando música popular uruguaya. Moraes y Patuco van y vienen en ese circuito, obviando el jazz, claro.
El público presente puede definirse desde una palabra: acérrimo. La sala se completa de inmediato con personas que llegan temprano para procurarse un lugar. Piden canciones de todas las épocas. El clima es de atención total. Guitarra, voz, armónica, congas, una pandereta debajo del pie de Santiago.
Hay algo que está evolucionando en el vivo de Moraes: mientras que la canción sigue siendo protagonista rutilante, él parece comprender que su rol es acompañar y estar a la altura de la misma, no sólo como narrador sino también como intérprete. Hay matices en cada gesto vocal, en cada tonalidad de una guitarra viva. Moraes ya no está únicamente en función de la canción, entendiendo el todo que hace a la situación.
Físicamente también está en otra etapa. Si antes se deshacía, dejando todo en cada canción, ahora tiene la capacidad para bancarse un concierto extenso sin que afecte su entrega. En ese sentido se puede afirmar que Moraes se enciende y arde habiendo aprendido a no extinguirse.
Los años no fueron en vano: Moraes está curtido y experimentado. Habita su carrera ya entendiendo por completo su realidad de solista. El resabio de ser integrante de un grupo quedó atrás, ahora está listo para casi cualquier cosa. El viaje intenso de los últimos cuatro años dejó lecciones. Se siente seguro de su presente.
Santiago Moraes Trinidad nació en 1982. Hasta ahora nunca estudió música. Cuando compone parte siempre desde los rudimentos básicos. Es un guitarrista limitado que se defiende, estoico, desde la trinchera universal de los pocos acordes. La improbabilidad nunca lo intimidó puesto que creció comprendiendo a Lou Reed y a Bob Dylan. Ambos, por supuesto, tienen un espíritu pendenciero signado por la certeza que la pluma es más poderosa que la espada. Moraes no tiene ninguna objeción con eso.
Los aprendizajes musicales más importantes llegaron con la constancia de los años, pelando siempre por encima de sus limitaciones. Además, ganó mucho de sus asociaciones musicales más inmediatas. De sus compas aprendió recursos, yeites, salidas, arreglos. Siempre sale para adelante gracias a esas lecciones que llegaron desde afuera. Nunca podría negarlo: está agradecido.
“En el estudio propongo una guía emocional, ponele, de lo que hay que tocar”, cuenta. “Después, cada músico hace sus propios arreglos. Desarrollamos juntos. Ahí aprendo yo. Me gustan los músicos que puedan prestarse a jugar e improvisar. Las cosas las encontramos entre todos. Trato de rodearme de músicos que puedan hacer eso”.
Cuando empezó a tocar la criolla, a sus 17, se quedaba en casa. Aun cuando se recuerda como vago, se las rebuscaba. Fundamentalmente le gustaban las canciones. Se fijaba en las palabras. Partía desde ahí. La guitarra fue un complemento necesario para acompañar sus propias palabras. Demasiado guardado para mostrar sus composiciones, la guitarra llegó como una necesidad. No tenía banda, tampoco conocimientos suficientes para tocar. Sin embargo, los temas estaban. Hubo que agarrar la guitarra como una herramienta impostergable. Fue la manera de acompañarse. Se grababa en cassette con el minicomponente Sony de la casa familiar.
Hizo canciones en castellano. También hubo algunas en inglés. La mayoría eran en joda. Era una manera de habitar la negación: el chiste le permitía enfrentar la realidad. En el fondo tenía vergüenza. Recién se lo tomó en serio cuando era grande. Para los 27 tenía canciones reales. El oficio no le resultaba ajeno. Le parecía un medio de expresión honesto para consigo mismo. Esas canciones entraron en su primer disco solista Las canciones de Santi y Los Espíritus.
Moraes se inscribe en una escuela que supo iniciar Roberto Arlt entre 1920 y 1930, en esa conjunción en la que el autodidacta emperrado se deshacía entre los oficios de escritor, periodista, flâneur y escapista constante. Ese legado estético -voluptuoso, impredecible, insaciable- décadas más tarde fue retomado por Moris y Javier Martínez, reclamándolo para la música rock de puño argentino. Pero Moraes no es un mero tradicionalista: está a la altura de las circunstancias puesto que a las lecciones aprendidas le agrega algo propio que está vivo, permitiendo que la conversación siga adelante, elaborando eslabones, escribiendo nuevos capítulos.
En su ya mencionada inquietud, Moraes mantiene un tránsito constante, una práctica de la ansiedad que se vuelve política, que termina reflejando su manera de habitar el mundo. Lo que contempla o se le ocurre no se pierde. Internaliza. Regurgita sobre el papel, palabra por palabra, la rutina cotidiana de su tránsito. Donde otros ven el hastío de la monotonía, Moraes encuentra el rasgo único de los colores que nunca son iguales: castigados o sonrientes, doloridos y esperanzados, siempre hay una razón para seguir. Son colores que persisten mientras las líneas de expresión lucen cada vez más desdibujadas por el paso del tiempo. En canciones como «Perro viejo», «Mapa vacío», «El linyera de la plaza», «Negro chico», «Hace tiempo» y «La canción que describe» Moraes detiene ese paso del tiempo. Inmortaliza en un loop narrativo de apenas cuatro minutos. Su virtud como narrador complementa sus falencias: un guitarrista efectivo, aunque limitado; un cantor cascado que va mejorando con el paso de los años; un expresionista madurado a fuego lento y ansioso por recuperar las horas perdidas.
El nativo de La Paternal camina para vivir su cuerpo. Toma nota mientras camina, perdido deseoso en la ciudad. Los niños pueblan sus canciones, al igual que los viejos. Son las víctimas más vulnerables de una cotidianidad que aprieta.
Moraes tiene una sensibilidad social poética que recuerda a la obra de Leonardo Favio. Cuando remonta vuelvo lo hace valiéndose de elementos terrenales. La pasión persiste en criaturas que conocen tierra y asfalto, agua que bendice, pero también ahoga. El resto se lo inventan viviendo. No les hace falta mucho más para vivir. Lo mismo puede decirse de Moraes.
“Cuando veo a alguien, a cualquiera, a vos, veo un niño. Con la gente grande me pasa lo mismo: toda la vida llevamos el desamparo de cuando teníamos cuatro años. Pasa que aprendimos a manejarnos, ponele. Nos endurecemos un poco para sobrevivir. Seguimos teniendo el mismo desamparo, la misma necesidad de contención que un nene. Los niños aparecen en mis canciones porque me da pena notar esa soledad en las personas. Se trata de la misma soledad que tiene un niño. Es ese mismo niño que tenía la madre y ya tiene quien lo cuide”.
Por Lucas Canalda y Mariano Ferrari Ph