La dupla celebró una noche de rock corrido de las estructuras tradicionales del género.
Ya lo dijo Lou Reed: un acorde está bien. Dos acordes, lo estás forzando. Tres acordes, ya estás metido en el jazz.
Más allá de ser una máxima del minimalismo, la frase enseña una valiosa lección: lo simple constituye un arte en sí mismo.
Nuestra ecuación es sencilla: noche de viernes, dos bandas y el público.
Majo recibe a Aguas Tónicas y Camionero, bandas de rock que piensan el género y su cultura desde lugares similares, corriéndose a la izquierda de lo predecible.
La fecha se rige por un principio rector loable: eliminar toda la basura superflua que rellena el lore del under contemporáneo, proponiendo una relación directa basada en el feedback en vivo, allí donde reside la verdadera esencia de la música.
Más allá de las diferencias estéticas y generacionales entre ambas bandas, se percibe una correspondencia en el espíritu, un vínculo primario que propone la eliminación de la extensión indulgente que caracterizó la etapa madura del rock, recortando hasta los huesos, pero conservando el gruñido del R’n’B, el dulce alivio del blues, la psicodelia y el vuelo del éxtasis corporal y mental.
Lejos de ser una noche conceptual, simplemente se trata de dos bandas que finalmente se encontraron en el mismo lugar, luego de compartir el timeline en distintas latitudes.
¿El principio de una sociedad con futuro? Dos bandas de generaciones distintas, aunque con mucho en común: la independencia, la apuesta a un sonido diferente, a contrapelo de las tendencias, y el entendimiento del vivo como la combustión del motor de lo perdurable.
La combinación resulta atractiva desde el primer anuncio. Solo restaba su confirmación, desde el empirismo de la experiencia.
Lo cierto es que la noche tiene una convocatoria considerable, tratándose de un viernes marcado por el comienzo de un fin de semana largo, además de la inestabilidad climática que atraviesa la región, en una ciclotimia impredecible de tormentas, lluvias, vientos, calor y humedad agobiante. ¿Algo más? El síntoma de bolsillo enclenque, una característica de los tiempos libertarios que vivimos. De manera atinada, la fecha fue anunciada con una anticipación prudente, lo que resultó en una robusta venta de anticipadas.
Anfitriones de la noche, Aguas Tónicas abre y Camionero cierra. Cada grupo trae su respectivo público, lo que sirve para sumar a ambas esquinas. Ese entrecruce tan necesario produce curiosidad, generando nuevos estímulos.
Afuera, llueve. Poco. Mucho. Hace calor. Crece la humedad.
Adentro, la gente canta, agita y pide temas a viva voz. La barra se activa. El volumen crece.
Veteranos de un tiempo fuera de tiempo. Aguas Tónicas surgió entre las grietas de paradigmas quebrados: Argentina post-2001, la amplificación de la música independiente a través de formatos revolucionarios como el MP3, junto con blogs especializados que desafiaban el mainstream; una Rosario aún distante del securitismo, la gentrificación y los procesos conservadores.
Contemporáneos de una camada responsable de la expansión sensorial del rock argentino, como Los Natas, Go-Neko!, Los Álamos, Los Daylight y Él Mató, desde el principio tomaron la decisión de seguir su propio camino, al margen de los vaivenes del mainstream, incluso cuando lo independiente gozaba de un protagonismo deslumbrante en el centro de la escena nacional.
Aguas Tónicas supo mostrar una manera distinta de pensar sobre la música, privilegiando la atmósfera y la textura, y encauzando la emoción por encima de la estructura predecible.
Actualmente, la banda está compuesta por Mariano Conti (voz y guitarras), Jorge Capriotti (guitarras), Damián Coco (batería) y Esteban Manino (bajo).
El cuarteto toma elementos de géneros como el minimalismo, el krautrock, el noise rock y la psicodelia orgánica del rock argentino.
Aguas Tónicas profundiza en la tensión, la liberación y la calma, explorando texturas sonoras que conducen a la psicodelia, sin indulgencias ni redundancias.
Durante sus recitales, se atreven a explorar más allá de sus registros clásicos, una actitud recurrente en las bandas que ostentan dos décadas de vida y una discografía extensa.
Escénicamente, Aguas Tónicas se sostiene de forma estoica. Coco se asoma tras los parches, con sus dos metros de altura. Capriotti apenas se mueve, inmóvil con su guitarra. Conti mueve la cabeza frente al micrófono, cantando y luego regresando a sus pedales, agitando su generosa cabellera. Es Manino quien se convierte en la figura central, flotando sobre las cuatro cuerdas de su Rickenbacker. Un paso adelante del resto, el bajista invita a sumergirse en su cadencia, con autoridad y estilo. Esto es especialmente evidente en las canciones de Los Desposeídos (2012), Nuevos Montajes (2023) y Disco Gris (2020), que albergan un fluir hacia su propia idea de swing.
La banda presenta diez canciones que abarcan casi todo su recorrido discográfico, excepto su debut, que este año celebra veinte años. ¿Habrá alguna celebración especial más adelante? Lo cierto es que el año pasado la banda grabó un disco en vivo, registrando su gran presente. No hacen falta gestos nostálgicos.
La vigencia de Aguas Tónicas —al igual que la de Matilda, banda hermana del colectivo Planeta X— habla de una química interna que sigue encendida, además de una búsqueda artística que siempre contempla nuevos horizontes por explorar.
Sobreponerse a los vaivenes de la vida, resistir los embates de dedicarse a la música en una ciudad como Rosario, surfear por encima de las nuevas olas y los cambios de paradigma; estar en Aguas Tónicas constituye, en sí mismo, una educación.
“Después de más de veinte años tocando juntos, con todo lo que eso implica —recitales, ensayos, grabaciones, la vida—, fuimos creciendo. Nos pasaron muchas cosas que índole personal: nacieron nuestros hijos, crecieron, nuestros padres envejecieron, nosotros envejecimos”.
“Quizás, en parte, compartir todas estas experiencias durante prácticamente el mismo lapso de tiempo nos permitió tener la templanza y la calma para tramitar los desacuerdos, que obviamente existen en cualquier grupo, de manera amigable. Antes que una banda, somos un grupo de amigos, y seguimos prefiriendo que sea así. Además, por supuesto, siguen estando las ganas de hacer música juntos. Seguimos coincidiendo en gustos, estéticas y en la forma de manejarnos como banda”.
“Nuestros referentes en la música siempre fueron y son artistas que se la juegan paso a paso, disco a disco, recital a recital”.
“Si bien en nuestros comienzos se nos podía relacionar con un género en particular, como el stoner, rápidamente nuestra música fue incorporando variantes tímbricas, armónicas y rítmicas que excedían a un solo género, y eso siempre es un plus, una forma de reinventarse y seguir con el deseo bien arriba, al menos para nosotros”.
“Después está el tema de la recepción de esos cambios. El público, a veces, puede ser un poco conservador y no acompañarlos. Nuestra política, como la de nuestros referentes, siempre fue agregar una cuota de provocación e inconformismo en el arte. Un espíritu punk que va más allá de si tocas con más o menos acordes, o con mucha o poca distorsión”.
Camionero está formado por Joan Manuel Pardo (guitarra y voz) y Santiago Luis (batería y coros). El desafío es claro: multiplicarse siendo dos.
En directo, la dupla sostiene el ritmo sin cortes, con la mirada de Luis oculta bajo la visera de su gorra y sus brazos borroneados por el movimiento. Joni no le quita la vista de encima, mientras canta y sostiene el mástil de su guitarra. Los pedales se operan de memoria, casi sin bajar los ojos.
Su música es un hard bop para el siglo XXI: un tiempo regido por la instantaneidad y la dispersión desbocada que requiere una entrega tan concisa como sostenida. En ese sentido, la lista casi no tiene pausas, entregando un ritmo constante que funciona como el beat orgánico, la definición misma de éxito.
Sus canciones tensas tienen todas las características de la buena música pop (ganchos + estribillos + impulsos), junto con los significados de legitimidad (erudición de las raíces rítmicas + pedales de efectos que aportan texturas + decisión) que el fandom del rock de vieja escuela exige.
Podría afirmarse que lo mejor de la banda surge cuando se ponen – algo – antropológicos: Joni baja la velocidad para hacer fingerpicking, mientras Luis sostiene todo desde un abordaje pantanoso. Esa apropiación del Delta norteamericano marida muy bien con la humedad litoraleña del 95% de humedad. En esos preciados momentos, el dúo deja claro que tiene mucho más arsenal textural para desarrollar en el futuro.
Camionero parte desde lo rítmico. Los riffs, los yeites, los arreglos, las texturas y los estribillos se construyen desde la matriz percusiva. La premisa es la transversalidad pistera.
“La fórmula del éxito del Camión acabás de descubrir”, bromea Joni, con complicidad. “Sentir que estás bailando, por más que sea un tema re mala onda”.
“Todo eso se da en la sala”, explica Luis. “Uno las descubre cuando está generando pequeñas cosas. Cuando Joni está calentando, por ahí hace un riff y digo, a ver, pará, pará. Entonces le meto, tuc tuc tuc. Empiezo a hacer una bata y ahí hay algo que nos gusta, que nos mueve, y es lo que genera una canción. Es bastante sencillo e intuitivo. Es la base de todo”.
Esta dupla integrada por un arquitecto y un profesor de lengua y literatura hace música para cuevas viciadas por el humo y el ruido, con un sonido humedecido por la transpiración de la gente. Es tanto el «Rip This Joint» de los Stones como el Buddy Rich más tóxico, además del entendimiento del pub rock alrededor del R’n’B, de mantener las cosas simples y, fundamentalmente, divertidas. Sin embargo, la apuesta de Camionero no avanza sobre imaginarios pasados: prefieren hacer su propia historia, tocando para públicos diferentes, armando una narrativa individual, encontrándose con el desafío de descubrir lo desconocido.
Uno de los aciertos que hace la diferencia es haber apostado por la ruta. Desde sus inicios en 2018, decidieron ir más allá de lo predecible, mirando hacia el futuro, plantando semillas.
Rosario es testigo fiel de eso, con sus sucesivas visitas a través de los años. Primero fue en García, luego en Puerto de Ideas. La primavera pasada, fue en el Galpón de la Música.
Hay algo romántico en esa entrega a la ruta. Una concepción vieja escuela. Algo que responde al rock clásico, forjado por las giras constantes, de tocar hasta que se caigan las ruedas, sin esperar las comodidades lógicas que llegan con el reconocimiento masivo.
Viajar. Probar sonido. Tocar. Comer. Dormir. Repetir el proceso en una ciudad distinta.
Cada fecha, donde quiera que tome lugar, aporta algo único, para bien o para mal. La historia se está escribiendo fecha a fecha, viaje tras viaje.
Con ese mapeo de toques que se extiende desde Buenos Aires hacia las provincias, Camionero va armando su propio territorio. El crecimiento es desparejo, aunque, con paciencia, los frutos van llegando.
Rosario es una parada que todavía cuesta. En Córdoba, al contrario, la convocatoria crece. Hay paradas regulares. Otros destinos aún quedan por descubrirse. La cuestión es apostar. Llegar adonde haya un par de almas sedientas del Camión Bop.
“Es que el partido se gana así, en la cancha”, explica Luis. “Cuando vemos a la persona que vive en algún lugar, que puede ser ignoto para la mayoría, que nos dice, ‘vengan a tocar’, nos cuesta mucho decir que no”.
“Porque queremos llegar, boludo, queremos llegar hasta el lugar donde está esa persona que está escuchando la banda en la casa y dice, ‘nunca van a venir’. Nosotros, al toque, estamos en plan ¿cómo hacemos para ir? ¿Qué necesitamos? Bueno, hagámoslo funcionar. Por ahí nos hemos cruzado con personas que no se dedican a la música, pero se involucran para que nosotros vayamos, arman la fecha, y nosotros nos involucramos para hacer todo lo posible para ir. Queremos llegar a todos lados de esa forma”, comparte el baterista.
“Lamentablemente no podemos llegar tanto como quisiéramos”, advierte Joni. “Hemos ido a Goya y Bella Vista de Corrientes, queremos volver, pero a veces tenemos que elegir porque el tiempo es finito. A principio de año armamos un mapa y nos dimos cuenta de que no nos alcanzan los fines de semana para ir a todos los lugares donde queremos ir”.
“El sentimiento es genuino. No es tipo una ambición de decir, ‘eh, quiero ocupar todo el país’”, sostiene Luis. “Que venga una persona de Bariloche y te diga, ‘¿cuándo vienen acá?’. Y a vos se te caen las medias, boludo, decís, quiero ir a tocar ahí, no me importa nada más. Tratamos de hacer todo lo posible para ir porque eso va a plantar algo, hay una semilla ahí, por más que sea una persona, y así lo fuimos haciendo”.
Camionero vive un gran presente. Se trata de un momentum logrado al apostar por su propia fórmula, sin ceder a integrarse al hype del momento ni pretender ser algo que no son.
La amplificación de Camionero, desde abajo y hacia afuera, habla de las redes que supieron tejer a lo largo de los años, transitando la escena del Gran Buenos Aires.
No pertenecen a ninguna productora. Ninguna discográfica está detrás del camión. La banda hace la suya y funciona. Es raro, pero puede suceder.
“Queremos construir una identidad propia. Somos conscientes de que hay una diferencia generacional con ese under que está estallando. Nosotros compartimos un circuito, sin ser parte de esa movida. El código es completamente diferente, aunque compartimos cierto público”, considera Luis.
“Nosotros construimos de otra manera. No queremos construir una moda. Lo repetimos hasta el cansancio: tenemos una búsqueda que nos puede salir mejor o peor, pero que busca trascender el éxito en sí. Tenemos los pies en la tierra y hacemos lo que nos gusta. No hicimos toda una estrategia para llegar hasta acá. La gente lo percibe”, concluye Joni.
Ni Camionero ni Aguas Tónicas se preocupan por hablar para rellenar el espacio entre tema y tema. La música ya lo hace de manera elocuente. La charla se limita a mostrar gratitud ante el público que acompañó la fecha.
Para la banda visitante, la arenga clásica es “¡Dale, camión!”. La plegaria se escucha, una y otra vez. Para los locales, los gritos del público traen pedidos de canciones. Actuales, de vieja escuela o alguna rareza: cada quien tiene su propio canon.
En el público se pueden distinguir tres generaciones de cultores: rockeros, indies, psicodélicos, y podría seguir la lista. Es gente que habita el circuito recitalero, que entiende los shows como una salida pertinente, elegida e imprescindible.
La concurrencia se complementa. Desde algunos espíritus tónicos de la primera oleada hasta adolescentes presentes en festivales y cuevas, sorprendidos al descubrir a estos veteranos psicodélicos. También están quienes apoyan a Camionero en sus primeras visitas a la ciudad, o aquellos que llegaron a la banda a través de nuevas puertas de acceso como canales de streaming o redes sociales.
La convivencia es evidente y potenciable: aquí hay algo para todos, como diría Devo, banda maestra del crossover.
Es importante destacar lo saludable que es gestionar fechas bajo tratos justos, que mantienen un equilibrio igualitario, entendiendo que la propuesta es conjunta, sin diferencias en el cartel ni en la caja.
En ese equilibrio ético, hay una posibilidad sustentable para el futuro cercano, con el objetivo de seguir fortaleciendo los lazos de intercambio entre ciudades, escenas y generaciones.
No es ninguna sorpresa para quienes siguen el under de los últimos años: quienes promovieron el trato justo, mantienen los canales abiertos, cosechando frutos con paciencia.
¿Importa si el género queda confinado a un nicho disfrutado por un pequeño grupo de fanáticos acérrimos? ¿Cuán sustentable es ese nicho en las ciudades del interior? Solo el tiempo lo dirá.
Lo cierto es que, ahora mismo, hay una excelente cartera de bandas integrada por generaciones muy diversas, conviviendo y potenciándose mutuamente.
El circuito de la música under está siendo testigo de una corriente de bandas emergentes de rock que han vuelto a poblar las cuevas con ruido, gritos y patadas. Estos recién llegados están renovando el rock subterráneo, combinando elementos diversos tanto sonoros como performativos, para darle una nueva vuelta al directo, sin caer en el juego de sostener tradicionalismos ni sucumbir a la nostalgia.
Con su energía, carisma y actuaciones poderosas, estos actos independientes (en Rosario, La Plata, Buenos Aires, Mar del Plata, Córdoba, Santa Fe) están preparados para atraer al público más joven, ayudando al rock a llegar a una nueva generación, mientras mantienen un vínculo, algo lejano pero posible, con audiencias de mayor edad.
La resistencia insurrecta del rock independiente, gozando de buena salud fuera de todo radar de novedades mainstream, es testimonio de su atractivo cultural y de su adaptabilidad como virtud.
A medida que surgen nuevas bandas, el rock underground encuentra nuevas formas de sostenerse e incluso prosperar en términos terrenales, sin esperar la aprobación de las tendencias reinantes. Tal vez el secreto de su buena salud radica en que está en manos de la gente, lejos de las estrellas y las productoras.
Texto por Lucas Canalda – Fotografías por Renzo Leonard