Jimmy Club y Fin Del Mundo se combinaron en una noche de divergencia musical. Con entradas agotadas, La Usina Social fue sede de una sincronía del disfrute.
La música se compone de una infinidad de sensaciones que nos obligan a ser injustos con ella: nunca le dedicamos los mismos sentimientos más de una vez. En el torrente neurótico que albergamos dentro nuestro, nada permanece demasiado quieto, por eso jamás sentimos idénticamente lo mismos dos veces. Lo mismo podría decirse sobre cualquier corriente de agua que, por debajo de su permanencia estoica, fluye a lar de la corriente. La magia del arte reside en lograr ese fluir constante.
El mundo contemporáneo encuentra a sus sujetos aprisionados en espacios que estratifican e impiden expandirse por fuera de sus balizas de seguridad. Entre esas coordenadas delimitadas por la rutina, tan predecibles como cómodas, se trazan caminos amables, aunque sin sorpresas, generando bucles de disfrute que se van apagando con cada vuelta. Así vamos creciendo, entre patrones lógicos, donde manda lo convergente. El apagón paulatino, no obstante, ofrece desvíos. Hay que saber generar un cortocircuito del loop.
Las divergencias están entre nosotrxs. Debemos aguzar el olfato para encontrarlas.
Hacen falta desvíos. Son necesarios los cruces. Imprescindibles los choques. ¿Alguien imagina a Alicia cayendo a una madriguera libre de acechanzas y sin personajes? Como cantaba Aguas Tónicas en 2008: “conocé gente que en un principio te joda, pero después te liberará”. La música -el arte en general-debería correr la misma suerte: inyectadxs de intriga saltar adentro de un rabbit hole, esperando únicamente sorpresas. El arte nos ayuda a hablar con nosotros mismxs de maneras inesperadas; multiplicando diálogos que, de otro modo, no entenderíamos. Saltemos.
¿Qué otra cosa ofrece Fin Del Mundo (FDM) más que la posibilidad de flotar hacia donde lo desea cada persona? El plano físico no es impedimento para levitar por alrededor de cuarenta minutos. No hay dirección determinada, sólo proyección del goce.
La música de Fin Del Mundo, desde un principio, se sintió como un universo propio. Si la pátina sonora de la banda remite a decenas de referencias, aunque se siente personal, casi identitaria, es porque desde cero se atrevieron a armar un imaginario propio valiéndose de canciones, artwork, lecturas y el amable gesto de evitar toda literalidad.
Desde su aparición en 2020 fueron moldeando una constelación nómada; una melancolía errante que tenía partes justas de posrock impresionista, poesía, ciencia ficción, aventura y pedales (muchos). El fin del mundo es punto de fuga, nunca un destino, tampoco un puerto seguro al que aspirar. El significado está en el viaje.
En clave kerouaquiana, la principal determinación del espíritu de sus canciones es sostener un espacio fluido que les permita ser más libres, sin deberse a nadie. Solo por sus influencias y la información que condensa su música, el cuarteto es una cátedra de musicalidad por sí mismo. No obstante la cantidad de data sistematizada, podría decirse que la ágil reticencia de las Fin Del Mundo a ser clasificadas puede leerse como un ensayo enfático que establece su desviación de los dogmas estereotipados que reinan en la industria actualmente. Siempre buscaron ser ellas mismas y el proceso evolutivo es disfrute puro, tanto para el público como para la banda.
Las FDM, por momentos, expresan un arte contemplativo y conmovedor que no puede racionalizarse desde una lógica de convergencia. La banda genera un lienzo para que el público pueda expresarse a sí mismo, completando la escena, permitiendo así ecuación enriquecedora. Son hacedoras que te permiten pensar. Respetar la inteligencia del otro en un mundo horrible que no tiene decoro es un gesto revitalizante.
A Rosario el grupo llega con una formación extraordinaria: Seba Ayala en batería, Tita Limia pasa al bajo (su instrumento formal), Julieta Heredia en guitarra y Lucía Masnatta en voz y guitarra. Además, suman una invitada estelar con Mia Calde, quien toma las cuatro cuerdas para un tema (devolviendo a Tita a su rol tras los parches). ¿La razón de esos movimientos? Yani Silva, bajista de FDM tiene un examen final, ya casi a punto de recibirse como arquitecta. “Estoy acostumbrada a verle la cola a las chicas todo el recital“, comenta Tita ante el mic, incrédula ante la situación de estar al frente.
En vivo Fin Del Mundo es puro disfrute. Sonrientes, comparten guiños ñoños con el público, encontrando una complicidad que empieza a surgir, ya con dos visitas a nuestra ciudad. Corriéndose de cualquier deber ser del indie argentino, se divierten y lo dejan saber. Sus toques presentan pasajes de retroalimentación de guitarras inclinadas -bien- intercalados con momentos de delicadeza vocal por Masnatta. Convidan, en un despliegue frugal, vastas nubes de distorsión y reverberación. El tejido sónico es parejo e impresionista: Fin Del Mundo es puro latido gestáltico con cada parte sumando para lograr lo superador. La experiencia doméstica no puede transmitir el efecto elevador de la banda en vivo. En ese sentido, la eficaz evolución del grupo dejó atrás a sus grabaciones. Es justo que la sesión KEXP del 2022 siga creciendo -ya superando el millón de reproducciones- porque representa su presente estadio con fidelidad férrea.
Suenan «El incendio», «La distancia», «El próximo verano», «La noche», entre otras canciones. La sincronía con el público es evidente. La mayoría de la gente está viendo al grupo por primera vez. ¿Nace un nuevo romance? Fin Del Mundo se despide hasta el año que viene. Que sea promesa.
Librados de todo protocolo de formalidad correspondiente a presentar un disco nuevo, Jimmy Club procede de forma directa con su show. Hace tres meses que su LP gira en plataformas y recibe merecida atención. Eso quita mucha presión, permitiendo concentrarse en otras actividades, por ejemplo, tocar y tocar.
El quinteto disfruta mientras resume, con sus temas, un torrente de sensaciones confusas en un armado de psicodelia que entiende el lenguaje pop. Canciones para Fantasmas está arraigado a una contemporaneidad desoladora que únicamente conoce el sosiego entre una temporada de tormentas y otra. Sin embargo, no están solos en este carnaval de ánimas: hay un acompañamiento certero por un público que corre la voz.
En La Usina Social el sonido del quinteto es más urgente. Son momentos que se disparan rápidamente. No se trata tanto de apuro como de atacar.
Panda Miguez, compositor, cantante y guitarrista de Jimmy Club, apenas media alguna palabra para con el público. “¿Qué pasa, locos?” sale como saludo. Más tarde pregunta si gustan del cine de Lucrecia Martel, como introducción a «La ciénaga». Con la banda, conversa por lo bajo, fuera del micrófono. Pati Muntaabski, guitarrista invitado, flota con mayor soltura, definitivamente más cómodo que para la ocasión del Galpón 11, cuando el grupo introdujo formalmente Canciones para Fantasmas. Lusio, sostén de toda la operación, parece retraído, quizás porque tiene inconvenientes para escucharse adentro.
Referirse a los pasajes de intensidad de Jimmy Club puede terminar en un choque de bruces contra la relatividad. Decir que «Crónica de un niño solo, parte II» es más intensa que «Diane Keaton», puede ser un error apreciativo puesto que, desde sus características estéticas, rítmicas y musculares, las emociones corren profundas, de manera diferente. Cuando suena la segunda, la desprotección angustiada puede ser desoladora. La primera con sus matices guitarreros y la arenga propositiva en clave spoken word, sirve como estallido físico asegurado. Llegado ese momento, el centro de la sala se reconfigura en un círculo de saltos y empujones con gritos sobre ser parte del fuego. Sin demasiada experiencia en recitales similares, el seguridad de La Usina intenta -sin éxito- calmar los ánimos, tal vez preocupado porque la gente se venga encima del grupo o que haya una escalada. Lo cierto es que, entre la adrenalina desatada y la iluminación rojo sangre cortesía de Pablo Palma, ese extremo de La Usina se transforma en una cueva extrañada de sombras y siluetas profusas. Así las cosas, Jimmy Club arremete con una introducción de guitarra a pura distorsión y un riff de piano de una sola nota para pegar un salto a 1969 con «I wanna be your dog» de Stooges.
Si Canciones para Fantasmas nació de una bitácora signada entre desesperación, desilusión, desesperanza y claustrofobia digital, ahora están en camino de convertirse en algo poderoso: un diario de supervivencia que contiene muchos desafíos propios de generación centennial. Obviando la máscara del desapego irónico, Jimmy Club sublima emociones crudas y las frustraciones de adolescentes y adultos jóvenes en búsqueda de significado. La puerta está abierta. El fantasma de la esperanza persiste.
La noche del viernes se sintió especial de principio a fin. El cartel de SOLD OUT es secundario. Lo que realmente hizo que el recital fuera especial fue saber cómo el rasgo transformador de la música se manifestaba entre los presentes. Nadie se fue igual.
Texto por Lucas Canalda / Fotos de Maesearan