Juan Wauters regresó a Rosario tras cinco años de espera. Con Casa Brava como sala de perfomance, el montevideano selló su romance con la fanaticada local entre canciones, arenga y carisma natural. Crónica de un hombre en transición.
Empieza con un mensaje. Un OK en WhatsApp. Hagamos algo en Rosario. No se sabe cómo ocurre ese algo. Tampoco cómo termina. Es la aventura de Juan Pablo. O La Jota. Cada uno sabrá como llamarlo.
Sobre la mesa de madera rústica del camarín de Casa Brava hay un botín: unas Cachafaz integrales, de avena y pasa de uva; unas Porteñitas; una barra de cereal de almendras; dos Rhodesia. Además, dos sobres de Té Vick. Son un plot twist de lo que habrá de venir. Junto al botín dulce, finalmente, se encuentran una lima de uñas y un alicate. Ambos elementos por estrenar, en su blíster.
Wauters viene tocando una noche atrás de otra. Viajando durante el día, tocando por la noche. Arrastra, desde hace días, una de esas gripes de temporada a la que nadie puede describir puntualmente. Esas que propician advertencias de “che, hay un bicho dando vueltas”.
Anoche fue Córdoba. Tocar. Dormir. Despertar. Viajar. Probar sonido. Tocar. No hay margen para el reposo. Hoy Rosario. Llegar. Probar. tocar. Dormir. Despertarse. Viajar a Retiro. De allí, directo a Aeroparque para abordar un vuelo a Santiago. Luego vendrá Colombia. Lo esperan más aviones, más aeropuertos, más traslados.
Ahora, en Casa Brava, Pichincha, Juan tiene gripe. Afuera, frío y humedad se suman al incordio.
El té Vick es para entrar en calor. Para transpirar. Para expulsar la gripe a través de los poros. El alicate y la lima, para cuidar sus uñas, porque Juan es un guitarrista de fogón, que arremete las cuerdas sin púas. La exigencia de la gira, tocando de manera cotidiana demanda cuidados necesarios. En la velocidad de las fechas, se hace lo que se puede.
“Quiero salir al escenario en estado”, confía, sentado en el sillón bajo del camarín. Sopla el té y la toma, con delicadeza. Está abrigado con toda la ropa que trajo consigo a Casa Brava. El outfit completo consiste en zapatillas blancas, pantalones camel, un saco gris ligero, una remera rayada de mangas largas. Arriba, un trench coat de paño invernal. El detalle final: un gorro orejero de lana roja. Es un Holden Caulfield oriental transitando el otoño litoraleño.
La prueba de sonido es concisa. Suenan retazos de varias canciones. Wauters revisa su guitarra y su voz. También la acústica natural del lugar, dejando de lado la amplificación.
“Tengo que calentar la voz, eso sí, pero estamos bien “, comunica por el micrófono.
Cuando termina con el sonido, baja para estudiar con atención la escena. Enfrenta al escenario. Piensa un segundo. Contempla. Mide. Junto al iluminador, chequea combinaciones lumínicas ideales. Buscan el punto ideal.
Wauters está en los detalles justos para un espectáculo musical compuesto por partes iguales de canciones, espontaneidad y de performance. Algunas de esas partes, no obstante, no pueden probarse ni anticiparse desde lo técnico. El público juega un papel importante como un factor determinante, algo similar a los deportes. Ese pulso vivo, ese espesor orgánico, se activa, se mide y se potencia sin redes de seguridad, cuando el viaje está iniciado. Es un paso adelante. Se trata de salir a jugar.
“Quiero tocar las canciones nuevas, algunas que ni salieron. Quiero ver qué les parecen”, indica, sosteniendo la guitarra sobre un costado.
“Me apena que haya pasado tanto tiempo desde la última visita. Siento que todavía me estoy acomodando después de todo lo que pasó. En el mundo. En mi vida”, confía.
¿Qué pasó precisamente? Desde el COVID hubo cambios radicales. Vive en Montevideo. Es padre de Luisa. Su vida se relocalizó. Está super orgulloso de ser papá. Sostiene una carrera musical internacional en la que nada está garantizado.
“Me agarran super enfermo. Teneme paciencia para hablar. Creo que voy a estar bien, igual”. Paciencia, entonces.
Con un salto, Wauters sale al escenario poco antes de las 22 horas. Los aplausos lo reciben. Tiene la guitarra colgada y el brazo alzado. Anuncia, a pura sonrisa: ¡la Jota en Rosario! Los aplausos crecen, combinado con gritos de ¡Daaaleeeee!
Un poderoso -pero poco invasivo-cañón de luz cálida a sus espaldas le transfiere un halo nostálgico a su silueta. Resulta adecuado: finalmente queda atrás la espera de años. Hoy se escribe una nueva página.
Suenan «Locura», «Rubia», «Todo terminó», «Real», «Carmina pensá», «En mí» y «Pasarla bien», entre otras canciones. «Milanesa al pan» es cantada por casi toda la sala. Con «Disfruta la fruta», Casa Brava muta en un coro improbable que busca armonizar en la RRRRRRIIIIIIICA fruta que trajo el camión. Tres voces en la sala reclaman por The Beets, su primera banda, con la grabó tres álbumes. Alguien pide una de Beatles.
No hay lista de canciones. Ni escrita en papel ni tampoco en su celular. La tiene en la cabeza. Al menos la mayoría. El complemento corre por parte del público asistente. En ese sentido, cada fecha de Wauters se compone de una fluidez orgánica que las hace únicas. Para un músico nómada que giró por más de quince países en los últimos diez años, es imprescindible comprender el camino que hacen sus canciones: sabe que, más allá de los éxitos coreados o las pistas más reproducidas en plataformas, cada canción disco posee su propio alcance (y romance) con diversas audiencias de aquí y de allá.
Wauters, ante todo, tiene oficio, por eso mantiene abierta la rocola con toda su discografía, incluido The Beets. ¿Eso significa que puede tocar o quiere tocar cualquier pedido que llegue desde el público? No. Pero está abierto a sugerencias que resulten en momentos divertidos. Sabe que una cosa lleva a la otra. Un día acá, un día allá. Una canción lleva a otra. Un pedido deviene en algo más. Lo obvio puede conducir a lo sorprendente.
“Me gusta cantarle a la gente que comprende mi idioma”, explica Juan. Se refiere al uso del castellano y del inglés desde el principio de su carrera. Sin embargo, parece abrir una ventana hacia otro lado: ese idioma podría interpretarse a algo más que una lengua, podía ser de una sensibilidad determinada que hermana a su público, tan imposible de definir como su propia música. ¿Cuál sería el factor común, por encima de la música? La espontaneidad; una humildad cabizbaja en un presente donde redunda la canchereada, la seguridad y la sonrisa cínica; la aspereza codificada de melodías mansas que abrazan a antihéroes anónimos en la épica de lo cotidiano.
Wauters se considera un tipo agradecido, dice. Saber dejarse llevar hacia donde lo enfila la vida, comparte. En ese sentido. la energía de “la fanaticada” lo conduce siempre hacia un lugar diferente, entre canto al unísono, gritos de euforia y pedidos varios. Salta de disco en disco, de canción en canción, con la musicalidad puente supremo.
“Para mí es fundamental hablar con la gente”, señala. Siempre mantuvo el pulso de la gente cerca. Antes de la pandemia sus giras casi constantes funcionaban como una herramienta para medir cómo sus canciones conectaban con su audiencia. Wandering Rebel implicó un desafío, haciendo música de forma instintiva, casi sin poder probarla entre la gente.
De regreso a la actividad, las canciones de cosecha 23 parecen resonar bien con la audiencia. En Casa Brava piden «Nube negra» y «Amor, amor». Son pedidos de lo que parece el sector más joven del público, señal que su música está ingresando en otro ciclo vital, gracias a nuevas generaciones.
Como compositor y performer Wauters ofrece algo tan crudo como delicado. Es accesible, casi universal, simplemente porque es libre. No corre detrás de nada ni nadie. Es un proveedor de pequeños himnos que ejecuta desde una guitarra acústica a través de un filtro de banda de garage.
En su rastro se confunden tanto Jonathan Richman como Eduardo Mateo o Beat Happening. Pero Wauters no es un artista derivativo ni continuista: idiosincráticamente nómade, sus aprendizajes de crianza se fusionan con el desfase informativo de inmigrante, sumado a su curiosidad natural (que puede confundirse con dispersión) para convertirlo en una criatura de expresión rica e impredecible.
Ante todo, Wauters es orgánico. Ahí, otra vez, resuena que confía en los caminos en la vida. Hasta ahora Wauters mantiene su cualidad de diamante en bruto, sin dejarse domesticar por las pretensiones de aceptación de la industria. Mejor caminar hacia donde lo dirige la vida, sin cargarse ningún deber ser ajeno.
En una contemporaneidad saturada por la homogeneización del sonido, donde las principales plataformas favorecen proyectos musicales similares (todos flasheando mainstream grabando bajo las instrucciones de los mismos tutoriales de YouTube detrás de la zanahoria de pegarla) Wauters sale de la norma con sonidos universales, de raíces populares como lo rioplatense, lo beatlesco, lo ramonero: tres escuelas universales, tan accesibles como cercanas al corazón del neófito como del avezado.
Armónico casi siempre, también puede apelar al power chord, o reposar sobre la melodía: ahí su voz es tan importante como su guitarra; un instrumento de ductilidad que puede forzarse sin quebrarse. En esos precisos segundos en que su voz alcanza frecuencias bajas Wauters prueba que todavía tiene un plano para explorar, canalizando desde un lugar que todavía resta descubrirse. Su afinación es perfecta, claro que no.
No hay titubeos tímidos, ni dispersión dilatoria. La ejecución, no obstante, es entrañable, con el colorido propio de modismos únicos. Hace de la expresión una tierra aparte, donde las formalidades lingüísticas, la corrección política y el protocolo ceremonial son deformados, estirados, retorcidos y resignificados, sin forzar nada, porque, ante todo Juan Pablo es un tipo orgánico.
Canta. Toca. Arenga. Salta. Corre. Se contorsiona. Deja la guitarra. Salta otra vez. Hace reverencia. Agradece. Arenga. Monologa. Performa. Canta a capella. Corre. Recoge la guitarra. Toca más canciones. Agradece. Acepta pedidos. Toca.
La noche avanza sin pausas. Se despide. Toma reverencia ante los aplausos. Toca la última. Corre otra vez. Salta, en clave ballerino, para formar una figura clásica. Es un microsegundo. Afortunadamente, los teléfonos capturan para la posteridad.
El vivo de Wauters se compone de instantes; gestos maestros entre conexiones multilaterales entre artista y personas del público. Cada persona capta algo distinto. Sucede que todos encuentran algo único en él: los gestos, los fraseos, sus estribillos, los yeites guitarreros, la perfo, sus arengas, lo curioso de sus corridas.
Se evidencia un claro crecimiento en la manera en que Wauters se entrega. En sus dos visitas previas a Rosario, así como en fechas en clave solitaria en Buenos Aires y Córdoba, el despliegue de energía fue total, tanto en lo musical, como lo performático y el factor extra imprevisible: desafiar al público con carreras en la calle o dentro de la sala. Esa energía desbordante sigue presente, aunque se dispensa de una manera más precisa: Wauters mueve al público hasta el punto de ebullición para luego potenciarse desde ahí.
Ese feedback es fundamental: detrás habita la construcción de un artista que toma consciencia de la música como un oficio real y que necesita un manejo de recursos apropiado.
Wauters aprendió a dispensar su entrega. Se trata de un aprendizaje que no debe pasar desapercibido. Hoy, más que nunca, ser músico es su profesión. Es más que una decisión: es un deseo que va aparejado a la vida de un hombre que busca estabilidad. Para sí mismo. Para su familia. Para su compañera. Para su pequeña hija.
Son procesos internos que hablan de su maduración como artista, pero también de las responsabilidades propias de la vida real que siempre aguarda abajo del escenario.
Los interrogantes de esa responsabilidad se escuchan por todo Wandering Rebel. En la canción que titula al disco, Wauters canta en inglés “Estoy buscando tener una familia, así que si esto de la música no mejora/Tendremos que hacer algunos cambios aquí”.
Se dice que ese último trabajo -el más reciente- es su disco más melancólico e introspectivo. Lo confesional lo abarca todo, en una demostración de franqueza atrapante. Sin embargo, debe indicarse algo fundamental sobre Wandering Rebel: se trata del disco más genuinamente uruguayo de Juan. ¿Acaso la melancolía rumiante no es una señal de uruguayismo puro? Desde Juan Carlos Onetti hasta Fernando Cabrera afirman que sí. Con humildad, sin proponérselo, Juan logró una colección de canciones que se inscribe en esa tradición.
Wandering Rebel es un disco que refleja algo más que la transición de un espíritu errante echando raíces o de un padre primerizo: es la encrucijada de un artista que enfrenta las realidades de su oficio mientras contempla y enfrenta faltas, decisiones y aciertos de la primera etapa de su vida.
¿Quién es Juan Wauters? ¿Quién está detrás de La Jota? ¿Quién es este tal Juan Pablo de 41 años de edad? Un inmigrante uruguayo en la comunidad trabajadora-familiar que es Queens, Nueva York. En simultáneo, se trata de un uruguayo que desde hace pocos años está regresando a su matriz, reafirmando su identidad criada en el barrio La Mondiola de Montevideo.
Formalmente un solista desde el final de The Beets, Wauters incorpora continuamente colaboraciones enriquecedoras a sus discos, aprendiendo de colegas que llegan desde orígenes, estéticas y generaciones diferentes.
De esa forma, Wandering Rebel está íntimamente conectado con La onda de Juan Pablo, el disco que Wauters grabó por toda Latinoamérica con músicos e instrumentos nativos. La búsqueda se inició hace años, aunque recién ahora aparece con claridad, como un manifiesto identitario en progreso.
A la distancia, el disco de 2019 parece una declaración sotto voce de un aprendiz que todavía explora las posibilidades de las canciones, sin cerrarse estéticamente ni centrarse geográficamente. Ya por entonces, inconscientemente, Wauters nos dejaba saber que las puertas estaban abiertas a lo que pudiera llegar a venir. Ese gesto no debería sorprender a nadie, especialmente cuando viene de parte de un artista que considera cada salida como una entrada a otro lugar.
Cuando termina el recital. Wauters respira un segundo y baja del escenario para saludar a la gente. Agradece el cariño, entre abrazos, besos y apretones de mano. Se saca fotos. Firma y dedica cancioneros y algunos discos. Los vinilos le permiten otro tipo de disfrute: intervenirlos. Fibrón en mano, avanza sobre las cubiertas. Antes pregunta: “¿Te lo puedo intervenir?” Ante la aprobación, dibuja y firma. Wandering Rebel y North American Poetry (ambos editados por Captured Tracks, al igual que toda su discografía) son los que más juego permiten.
Pasa una hora hasta que la última persona se despide. Las luces cenitales de Casa Brava están encendidas, con el personal dejando todo listo para el otro día, de cara al comienzo del fin de semana.
En el camarín, su cena queda intacta.
Bien pasada la medianoche, Wauters está en la calle. Emponchado, únicamente su guitarra. Frente a Casa Brava, el Bon Scott todavía está encendido, con varias mesas ocupadas por el público del recital. Wauters, parado en la puerta del bar, curiosea con su mirada, asomando por el ventanal. Sería lindo, pero no puede. Mañana toca. En otra ciudad. En otro país, con una cordillera de por medio.
Propone un epílogo para la jornada: patear hacia el hotel. “¿Vamos caminando? De paso charlamos”. Las mesas quedan atrás. Se escucha una voz tímida: “¡Chau, Juan!”.
Por calle Jujuy es él quien pregunta. Quiere saber cómo estuvo el show. Cómo anda Rosario. Cómo se siente uno en este mal momento que atraviesa la ciudad.
“Montevideo se está poniendo así”, expresa, preocupado. “Son ciudades portuarias”.
Cerca de la una, las calles de Pichincha están en completa calma. Sin bares. Sin autos. Apenas luces, entre los árboles, y una humedad creciente. A Juan le encanta esa calma. Para las fotos se relaja, jugando como siempre. Corre hacia una esquina que le gusta. Surge, espontánea, su arenga natural. “¡La Jota en Rosario!”.
Afuera del hotel salen las últimas fotos. Los conserjes nocturnos del hotel fuman en la puerta. No entienden la escena compuesta de flashes, sonrisas y arengas.
“Me estoy enfriando ya. Me tengo que acostar”, comenta. Mañana espera otra jornada larga, entre música y combate a la gripe.
Se despide. Quiere volver con la banda, dice. Pronto va a tener una banda nueva. Sería lindo venir con todos para Rosario. Ojalá se pueda dar. Hasta pronto. Seguimos hablando. Gracias por todo. Chau.
Los conserjes, incrédulos, preguntan quién es. Es Juan Wauters, un tipo que cuenta la vida. Según Onetti, la vida es uno mismo, y uno mismo son los otros.
Texto por Lucas Canalda – Fotografías por Renzo Leonard