Matilda presentó su nuevo disco Bailando en la Tempestad en dos noches consecutivas de contundente convocatoria en la ciudad de Córdoba. El grupo conformado por Juan Manuel Godoy e Ignacio Molinos, rubrica su periodo de mayor convocatoria con un trabajo de tintes oscuros que confirma su reflejo natural para crear desde el núcleo del disturbio.
El tiempo avanza en una dirección, la memoria en otra. A medida que los patrones históricos se repiten en una especie de loop maldito, la memoria evoca aquellas trincheras simbólicas que nos mantuvieron con vida, las que lograron fortalecernos afectiva, mental e intelectualmente durante la desesperanza y la impiedad.
La memoria avanza cargando un bagaje imprescindible para librar contiendas de supervivencia que marcan nuestra vida ordinaria. Ese bagaje, entre lo sublime y lo prosaico, conforma aquello que nos ayuda a seguir, lo que logra sostenernos en nuestra terrenalidad. Después de todo, apenas somos animales con la capacidad de construir artefactos destinados a contrarrestar el flujo natural del olvido.
En esas trincheras de resistencia, pocos artefactos brillan tanto como las canciones de Matilda. Un catálogo de canciones de pulso humanista y celebratorio de los esfuerzos cotidianos que nos hacen humanos.
Su séptimo disco, Bailando en la tempestad, prueba el reflejo natural del grupo para crear desde el núcleo del disturbio, generando la química necesaria para seguir adelante aun cuando el bucle nocivo del eterno retorno aviva los miedos que creíamos desterrados.
El dúo, bandera de la autogestión para dos generaciones, recorre con paciencia el circuito recitalero de cinco provincias, cosechando resultados sostenibles y afinidad con una audiencia creciente que se hace eco de sus himnos tecno-pop.
Sin visibilidad en los medios masivos o las pocas publicaciones especializadas que quedan, la construcción de Matilda es algo más que ética y afecto: desde su oficio musical interpelan y acompañan las vidas de un público que creció a la par, madurando, resistiendo y sufriendo los golpes inevitables de una argentina bucleada en el corto circuito.
Actualmente atraviesan una etapa de popularidad que disfrutan y toman con responsabilidad, albergando la esperanza de que la canción popular los lleve lejos, para ser bailados tanto por la audiencia avezada como por la vecina que escucha radio en la vereda.
La última visita de Matilda a Córdoba fue hace quince meses. La del jueves es una noche conformada por partes iguales de reencuentro y de estreno. Hay un disco nuevo para experimentar en vivo. Canciones por cantarse. Clásicos para celebrarse.
La expectativa escala alto. Nadie quiere quedarse afuera. Por eso, noventa minutos antes del show, mientras la banda prueba sonido, hay gente que ya quiere ingresar para asegurarse un lugar frente al escenario. Imposible. Habrá que tener paciencia, armando una fila sobre la entrada, mientras Juan Manuel Checho Godoy e Ignacio Molinos ultiman detalles junto al sonidista Ezequiel Fructuoso.
Existe un dato significativo que habla de la relación especial que ambas partes mantienen desde los 2000: Córdoba es la primera ciudad donde Matilda hizo pie real, inclusive antes que su terruño natal, Rosario. Desde hace dos décadas que el dúo mantiene un romance estrecho con la capital cordobesa. No debería extrañar a nadie que, ahora, jueves por la noche, haya unas 80 anticipadas vendidas y una fila considerable para entrar a Pétalos de Sol, clásica sala de recitales, que trabaja de miércoles a domingo, frente a La Cañada, sobre la transitada esquina de Alvear y San Juan.
22 pasos separan el camarín del escenario. Transitarlos, con la sala vacía, demanda apenas unos segundos. La tarea se dificulta cuando está ocupado por un cúmulo heterogéneo de fundamentalistas de Matilda. Una mirada rápida arroja un resultado de indie-glam-punk-pop-algún atavío BDSM, en un rango etario que arranca en los 20 y escala por los +45. Es una fauna colorida. Una congregación heteróclita que se tiene a sí misma y espera esas canciones.
Abriendo la velada, invitada especial, La Lauri Fire juega de local, con un aguante evidente que llega desde les presentes. No hay ninguna convención ni formalidad de saludo: los aplausos de recibimiento dejan saber que todo empieza a sucederse.
La combinación Fire + Matilda funciona bien con un público que se corresponde. No extraña que uno de los primeros gritos de la noche sea “Aguante el pop”. Ese lenguaje de resistencia ahora tiene confirmación de vitalidad y futuro; una estética suficientemente aguerrida para contrarrestar las pálidas de forma constructiva.
La Lauri presenta un repertorio de canciones synth que oscila entre el indie pop de factura directa y una cualidad etérea que todavía falta registrar en grabaciones de estudio. En esa faceta inédita -en disco- su propuesta resulta más cautivadora, logrando una cercanía arrulladora que bordea el gaze aterciopelado. En contraste, los hits «Chico Internet» o «Hablar», posibilitan su histrionismo mirandesco, algo divertido que engancha al público en pura complicidad camp. Flotan, besos y guiños repletos de glitter, entre tema y tema.
Llegado el horario del grupo rosarino, Pétalos luce lleno, producto de un -estimado-centenar de personas. La gente se acomoda adelante, rodeando el escenario, copando los pasillos y hasta el ingreso a los baños. Técnicamente el lugar no está ocupado en su máxima capacidad, aunque se puede hablar de una amable saturación. Nadie quiere quedarse atrás. La expectativa está en estado de gracia.
Cuando Matilda toma el escenario, la música no se hace esperar. Tampoco el estallido de aplausos. Las cuatro cuerdas de Molinos comandan la desarticulación de la saturación, con la gente dándose a la acción. «Cuando todo» es una canción ideal: amable, contagiosa, cantable. Godoy se mueve cubriendo la escena, con el micrófono sostenido por ambas manos, canta bien de cerca del público, como saludando.
El dúo arremete sin pausa. Antes de pronunciar su saludo, sonríen ante el recibimiento del público. La gente conoce todos los temas. Por momentos, incluso, cantando por encima de Godoy. Los estrenos son tan cantados como los clásicos de siempre, como si fueran una potestad común desde hace años y, sin embargo, el disco apenas tiene tres meses. La escena, si bien maravillosa, no está exenta de cierto extrañamiento: Bailando en la tempestad es una obra de tonalidad oscura, en clave con el Matilda de otras épocas, aquella banda que vaticinó, como nadie en los últimos treinta años, la desigualdad social de Rosario y el desasosiego que generan los contrastes obscenos en una de las provincias más ricas de la Argentina. El disco está signado por la desazón política, la crisis institucional, la violencia urbana, la alienación laboral y el colapso ambiental. A solo siete cuadras de Pétalos, un muro enmarca la pintada “TODO FUEGO ES POLÍTICO”. Se trata de una calle de la ciudad de Córdoba, pero podría ser Rosario, Paraná, Victoria, Santa Fe, San Lorenzo, La Cumbre o Capilla del Monte. Podría ser cualquier esquina de Entre Ríos, Corrientes, Córdoba, Santa Fe o Buenos Aires que haya tenido habitantes internados por complicaciones respiratorias en los últimos años de ecocidio, cinismo institucional y especulación del poder concentrado.
Matilda articula un zeitgeist asfixiante en un lenguaje de sublimación que, durante un rato, encuentra eco no únicamente en las voces de la gente, sino en sus vidas. Bailando en la tempestad está lejos de abrazar el no future, en todo caso, el grupo se pregunta qué será del día después de mañana y qué podemos hacer para alterar esas condiciones desesperantes.
Tanto luces como proyecciones (a cargo de Atlante, llegado especialmente desde Carlos Paz) invaden de color el escenario. El resto se completa con claroscuros en ráfaga que genera el movimiento incesante de la gente, bailando, saltando en grupo, cantando a viva voz.
Molinos, artería musical del grupo, maneja sintetizador, Ableton Live, bajo y guitarra eléctrica. El bajo le permite una soltura decisiva para habitar todo el tablado, en un despliegue que secunda a Godoy. A su forma, la escena de Matilda ejerce un dinamismo constante que supera las restricciones técnicas. Se trata algo desarrollado de forma consciente a través de años en la ruta, algo trabajado también con devoluciones externas. Nada queda librado al azar porque, ante todo, es una banda profesional.
Nacho en guitarra eléctrica significa una verdadera novedad, una imagen poco común en todos sus años de constancia musical. En «Utopía trunca» mete una guitarra ricotera en clave Oktubre, una sutileza para no dejar pasar.
Para «Amanecí», invitan a La Lauri Fire, quien vuelve al escenario, toda sonrisa. “Una canción para la gente que está hinchada las bolas de laburar”, comenta Godoy, antes de cantarla junto a la estrella cordobesa.
Suenan «Anti Romántico», «Los amigos del tiempo», «Danza sin final» y «Encandilados», que explota el lugar. Godoy, incrédulo, sonríe y deja que la gente cante. Se convierte en un director de una orquesta popular y espontánea. Entre canciones, cerca del final, Checho anuncia que al otro día van a realizar un show sorpresa en Un Mundo Feliz. La buena nueva es celebrada entre gritos.
Luego de dos bises y otro amague de despedida, Matilda cierra su show. La gente se rehúsa a retirarse pidiendo por más. Hay reclamos por canciones puntuales y el tradicional “Una más y jodemos más”.
El público no cede y la situación recién se desactiva cuando prenden las luces y ponen música. Hay ganas de más, pero esa oportunidad llegará la noche siguiente.
En una parsimonia post goce, la gente abandona la sala. El grueso de la asistencia se queda en La Cañada, fumando, bebiendo y charlando del show.
Bailando en la tempestad fue publicado el 29 de septiembre, de manera independiente. El LP cuenta con diez canciones nuevas que cobran fuerza desde las sonoridades poperas familiares a Matilda como el tecno-pop, ahora con coqueteos del ítalo disco y el kraut rock. Luego del ejercicio de apertura que fue Imaginario Popular en 2019, el nuevo álbum mantiene un tono asertivo al entender su rol fundamental en una escala mayor de circunstancias: tienen mucho para decir, en un lenguaje que dominan, tanto desde su capacidad musical como desde el disfrute melómano.
El séptimo título de la discografía de la dupla fue grabado en Mansión Mutante por Ignacio Molinos y en Estudio Oznerol por Lucas Lorenzo. La mezcla y el mastering estuvo a cargo de Carlos Altolaguirre en Estudios Penny Lane. Molinos y Godoy corrieron con la producción, entre 2021 y 2023.
Varios nombres estelares aparecen incorporados a las canciones: Patricio Oneto en cuica y percusión en «Una visión» y «Utopía trunca»; Natalio Rangone, aportando sintetizador en «Cuando todo», «Lejos del centro», «Fuera de control» y «Hermanos en la oscuridad»; Pauline Fondevila de Perro Fantasma, aportando coros en el himno proletario de «Amanecí»; Litto Nebbia en «Lejos del centro»; y La Negra Cerfoglio con coros «Tu movimiento».
Mientras que la banda supo tomarse el tiempo necesario para sacar adelante el mejor disco posible, también se entiende que entregaron su manifiesto de un período histórico complejo del que no podían estar ausentes. Bailando en la tempestad se siente, desde principio a fin, como justo y necesario. Se trataba de un esfuerzo calibrado por la experiencia consciente y por una urgencia contemporánea.
Coincidiendo con la etapa de mayor visibilidad y convocatoria de su carrera, Matilda pudo haber jugado una mano condescendiente, profundizando la fórmula que mejor les resulta desde 2016, a partir del quiebre que significó El río y su continuidad. La apuesta, no obstante, se corresponde con los procesos que los formaron y los trajeron hasta acá. Durante sus 41 minutos de duración el LP respira sensaciones encontradas, resultando en un equilibrio tenso tejido por pulsaciones ambivalentes desde la sensatez, la consciencia y el corazón. Bailando en la tempestad parece partir desde una alarma sin tregua bien adentro de Godoy. Rumiante. Empecinado. Esperanzado. El disco -la banda- tiene el espíritu atravesado por una contemporaneidad alterada.
Durante la mayor parte de la discografía de Matilda, el involucramiento sociopolítico estuvo presente desde una perspectiva envolvente, llamando a la acción, desde la multiplicidad de roles. Nada ni nadie estaba seguro, ni confinado a un rol pasivo: ese involucramiento afectivo estaba en nuestras manos, teniendo la oportunidad de inventar nuestro destino, de alterarlo todo, puesto que lo único claro es el cambio constante. Matilda sostiene esa premisa en 2023. Sin embargo, algo ha cambiado: nos guía la pavura. Alrededor de eso, la banda desarrolla un disco que, como se dijo, tiene algo de manifiesto del ahora. En una coyuntura emocional inexpugnable, Godoy busca un hacer pie entre la urgencia, la decepción, la ética, la realidad, el deseo y la necesidad de creer. Aquel Checho mortal de interrogantes metafísicos de El río y su continuidad, reaparece con preocupaciones terrenales atadas a la inmediatez. El compositor se entremezcla con el padre, el militante político se topa con el individuo, el activador cultural choca con el laburante. Atravesadas por mente, corazón y carne, las canciones emergen por encima del sinsabor.
Es justo decir que Godoy es una persona de fe, puesto que siente la necesidad de creer en la posibilidad de algo mejor. Esa creencia -entre convicción real y zanahoria para seguir adelante-debe tomarse como una confianza noble en su oficio artístico: cuando todo alrededor tambalea, es preciso aferrarse a aquello que lo mantiene a flote. Allí la música aparece como antena amplificadora y un lugar desde donde posicionarse. Para Matilda la pista de baile significa un templo casi inalterable. Caminan en esa dirección enarbolando un estandarte tripartito compuesto por blasones de la ilustración lumpen y catalizadores de la resistencia urbana creadora de salvoconductos anímicos dentro de la matriz capitalista alienante. En ese sentido, detrás de Bailando en la tempestad se evidencia un plano cartográfico que evoca, en primer lugar, lo arltiano de seguir adelante metabolizando los mamporros de la realidad, creyendo en la prepotencia del trabajo. Siendo los Matilda dos obreros del tecno-pop, el futuro es suyo. Seguidamente, aparece Federico Moura: cual cultores del mejor Virus, Molinos y Godoy hacen música como una catarsis donde hay encuentro y construcción celebratoria, logrando que la piña salga en otra dirección. Finalmente, esa fe se nutre de la comunión de la pista de baile. Matilda suscribe a la certeza proletaria de que la pista es un medio de elevación común sostenido por un puñado de horas en las madrugadas del sábado, pero que se extiende durante toda la semana, como un combustible metafísico necesario para atravesar los embates de laburos mal pagos, contratos de alquiler obscenos, y otras tantas rispideces cotidianas de un afuera amenazante. En ese plano Matilda se anota en una Internacional pistera integrada por Virus, Miguel Abuelo, Giorgio Moroder, Sylvester, Bobby Orlando, Raffaela Carrà (“Siempre voto comunista”), Los Encargados, Pet Shop Boys, Los Prisioneros, Los Planetas y Babasónicos, artistas que lograron sublimar desde el movimiento, estimulando tanto carne como corazón como mente.
«Lejos del centro», el single adelanto del disco que cuenta con la voz de Litto Nebbia, aquí tiene la responsabilidad de ser un epílogo amable que se disfruta como un abrazo terrenal. “En mi cuadra hay un mural y un mensaje, con pesar, no te vamos a olvidar”, cantan Godoy y Nebbia al unísono, en una línea nostálgica que se siente como definitiva para una Rosario en irremediable proceso de transformación, para bien o para mal.
Ese compromiso con el recuerdo se valoriza desde múltiples interpretaciones que, sin dudas, rebasan lo meramente localista: a nivel global los cambios -retrocesos- se suceden de forma brusca ante la arrogancia cínica de un capitalismo embrutecedor que florea su jactancia de la desmemoria. El cierre parece preciso, conectando a la perfección con «Estuvimos acá», en un loop derivativo de advertencias varias. ¿Acaso Matilda señala los peligros de la falta de memoria? ¿O nos sugiere que nos hagamos fuertes frente a la terapia de shock de mercado? ¿El eterno retorno está por desplomarse sobre nuestras cabezas una vez más? ¿Vuelve el fin de la historia? Un poco de todo, probablemente.
Bailando en la tempestad se presentó ante una pequeña multitud el sábado 28 de octubre en Galpón de la Música. Para la ocasión, Matilda tocó la lista completa de nuevas canciones, junto a clásicos de todo su repertorio. La noche se complementó con una seguidilla de invitados especiales, como Pauline Fondevila, quien subió al escenario para «Amanecí», más los refuerzos especiales de Nata Rangone en sinte y Rodrigo Jávega en guitarras.
La apuesta estética optó por transformar a la clásica sala ribereña en una discoteca enorme, con luces en claroscuros contrastantes generadas por bolas espejadas especialmente dispuestas al ras del escenario. Esa discoteca colapsada sumida en una bruma de contrastes incandescentes, si bien embriagadora de sentidos para toda la gente presente, por momentos atentó contra el hábito de hacer stories y otras capturas para redes sociales. En tiempos de hiperconectividad en una aldea global necesitada de hype constante ese gesto se intuye, a priori, como ambiguo, puesto que podría resultar contraproducente, impidiendo que el recital se multiplique a través de incontables pantallas. No obstante, se adivina una aproximación coherente que prioriza la experiencia presencial, procurando vivir ese momento único, irrepetible, en una comunión que avecina una tempestad que está por venir. Como toda su carrera, Matilda elige sostener la escala humana, optando por lo orgánico. Su templo está donde suene fuerte su música, entre aplausos y goce. Se nutren del ahora, no de la proyección. Esa razón, entre otras, lleva al público de Córdoba a acompañar su segunda fecha, con contundencia.
Un Mundo Feliz (UMF) es un espacio cultural inaugurado recientemente, ubicado en calle Caseros casi en la esquina de Alvear, en el centro de Córdoba. Se trata del nuevo emprendimiento de unos de los antiguos propietarios del épico Club Belle Epoque.
Pensando como un multiespacio, la propiedad de forma rectangular se extiende desde Caseros hacia el corazón de la manzana, con una profundidad de unos sesenta metros. Dividido en tres ambientes, presenta una avanzada de heladeras-vitrina de fiambrerías ochentosas, con alimentos y bebidas. Luego un living con sillones y mesas, entre objetos vintage, seguido por los baños. Cruzando una puerta doble, se abre un sector que funciona como sala de cine: ante una pantalla para proyecciones se ubican varios bancos de madera maciza, cual interior de capilla. Finalmente, hacia el final del microcine, aparece la sala de recitales, encabezada por un escenario de altura minúscula. Con casi quince metros de profundidad, el espacio tiene capacidad ad hoc para unas ochenta personas. Entre sus múltiples posibilidades, Un Mundo Feliz resume su propuesta de forma pragmática: Sanguchería cultural. Desde una mirada recién llegada, podría describirse como esos espacios culturales independientes que escasean en las grandes ciudades, en detrimento de la especulación inmobiliaria, la gentrificación y el securitismo.
En su show sorpresa, la convocatoria de Matilda genera un lleno total, con saturación real en la sala. El calor está por todos lados, haciendo imposible escapar del sudor. La única opción viable es entregarse al movimiento.
Entre el público presente se observan detalles significativos que no pasan desapercibidos para la banda: un porcentaje considerable de la gente repite, acompañando el doblete. Hay quienes llegan únicamente para el viernes ya que al otro día no se trabaja ni se cursa. Por último, una tercera parte del público se apersona por mera curiosidad, sin conocer a la banda en vivo, ni a su repertorio. Se trata de unas 30 personas que se quedan disfrutando. Se enganchan. A ojos de Godoy, es un golazo. Esa audiencia neófita constituye un logro. Significa que la rueda sigue girando.
Sin una discográfica o medios masivos en su esquina, el crecimiento de Matilda siempre fue orgánico, valiéndose de tocar y tocar. En ese templo, donde suena fuerte su música, encuentran su mejor versión porque conectan con la gente, una virtud que no puede pagarse ni gestionarse por influencers, productoras ni agencias de booking. Cada oído curioso que se acerca tiende puentes hacia el mañana. Se trata de oyentes casuales que probablemente sigan al grupo en redes, reproduzcan su música en plataformas y, con suerte, paguen una entrada en la próxima visita a la ciudad. Se trata de un esfuerzo constante y gradual. A la industria cortoplacista que busca atajos efectistas, Matilda contrapone el trabajo cotidiano, paciente. Están protagonizando una carrera de fondo, no una competencia de velocidad. Lo hacen a su modo, bajo sus reglas. No desean ser nada más que ellos mismos.
La lista de UMF varía considerablemente de la noche anterior. Arranca en clave intimista para luego encender la pista mediante beats apologistas del movimiento.
La escalada de calor se intensifica con el baile generalizado. Si el termómetro marca 30° oficiales para la ciudad de Córdoba, mejor no pensar en la temperatura dentro de la sala. La humedad es abrumadora, borroneando cualquier noción de cordial clima mediterráneo. El público se aferra a la música y a todo tipo de bebidas, cualquier cosa que ayude a mantener fresco el organismo. En el fondo del local, sin ninguna ventilación, son dos turbos metálicos quienes sostienen estoicamente una correntada de aire que redunda en calor sobre calor. Molinos toca el bajo relajado, bien suelto, quizás más entregado que la noche anterior. Godoy no se amedrenta: canta, toca la guitarra, hace su Checho dance y se comunica con la gente. Su rostro está repleto de sudor, al igual que su remera. La gente sigue cada paso, cada letra. El calor pasa a ser un factor anecdótico.
En UMF paredes, techo y piso transpiran humedad. La escena genera un flashback dosmilero, a épocas de Kasa Enkantada, cuando Matilda tocaba entre la gente, ya por entonces entendiendo las dinámicas de ser movimiento. La escena podría ser calcada: Nacho encorvado sobre su bajo, girando sobre sus pies, impredecible en su avance, mientras Checho estira los brazos, como captando la energía de su entorno, para alimentar su danza característica. Alrededor todo es cuerpos, entrega, sonrisas anónimas, una burbuja perfecta de estadio subterráneo. La postal sería idéntica, aunque, afortunadamente, no lo es: Matilda es veinte veces la banda de entonces, con una identidad conformada y una trayectoria que los hace referentes, tanto de la escena rosarina como de la resistencia cultural federal. Las canciones crecieron para madurar en insinuaciones de himno, sin ceder para pertenecer.
La gira presentación de Bailando en la tempestad comenzó en Rosario para continuar por Santa Fe, Paraná, Capital Federal y dos fechas en La Docta. Villa María, otra ciudad de romance longevo con la banda, se cayó sin margen para gestionar una alternativa. Antes de que 2023 llegue a su final, la dupla vuelve a Buenos Aires y tendrá sorpresas para Rosario. Mientras tanto, el primer tramo de 2024 se cocina lentamente.
Matilda comprendió temprano que no necesitaba “lograrlo” en Capital Federal para labrarse un camino sustentable a largo plazo. Por estos días, prefieren tocar por las provincias, encontrando público nuevo y celebrando lazos que datan de hace veinte años.
En ocasión de la gira despedida de Mi Nave, Pablo Boffelli, cantante y guitarrista, recordó que cuando el cuarteto se atrevió a salir de Rosario, “a todos lados adonde fuimos había tocado Matilda antes”. En la misma sintonía, Valentín Prieto, músico y gestor cultural, uno de los responsables del sello Polvo Bureau y del inolvidable festival Otro Río, señalaba que “Matilda fueron embajadores. Abrieron camino e hicieron bandera para el resto”.
Esa concepción federal hoy puede leerse como política, sin embargo, simplemente se trató de un aprendizaje iniciático de cara al federalismo falseado de nuestro país. Así como entendieron que, en Rosario, el Bulevar Oroño corre profundo, Godoy y Molinos leyeron el territorio nacional y se animaron a sembrar su música por decenas de ciudades, abrazando un país que los sigue descubriendo.
Texto de Lucas Canalda /Fotos de Christian Vélez Stein